Full text of "Ismael"
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ISMAEL
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A. BARREIRO Y RAMOS, Editor
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Biblioteca de Autores Uruguayos
EDUARDO ACEVEDO DÍAZ
ISMAEL
MONTEVIDEO
A. Barreiro y Ramos, editor
25 de Mayo, esquina Cámaras
1894
V
yU
Imprenta Artística, de Dornaleche y Reyes
CkMe 18 d» Julio, núma, 77 y 79
07i"//7-0/3
ISMAEL
La ciudad de Montevideo, plaza fuerte desti-
nada á ser el punto de apoyo y resistencia del
sistema colonial en esta zona de América, por
su posición geográfica, su favorable topografía y
sus sólidas almenas, registra en la historia de
los tres primeros lustros del siglo páginas nota-
bles.
Encerrada en sus murallas de piedra erizadas
de centenares de cañones, como la cabeza de un
guerrero de la edad media dentro del casco de
hierro con visera de encaje y plumero de com-
bate, ella hizo sentir el peso de su influencia y
de sus armas en los sucesos de aquella vida
tormentosa que precedió al desarrollo fecundo
de la idea revolucionaria.
E. ACEVEDO DÍAZ
Dentro de su armadura, limitado por las mis-
mas piezas defensivas, cual una reconcentración
de fuerza y de energía que no debía expandirse
ni cercenarse en medio del general tumulto, per-
sistía casi intacto el espíritu del viejo régimen,
la regla del hábito invariable, la costumbre he-
reditaria pugnando por sofocar la tendencia al
cambio, al pretender más de una vez destruir
las fuerzas divergentes con su mano de plomo.
Asemejábase en el período de gestación, y de
deshecha borrasca luego, á un enorme crustáceo
que, bien adherido á la roca resistía impávido y
sereno el rudo embate de la corriente que arras-
traba preocupaciones y errores, brozas y despo-
jos para reservarse descubrir y alargar las pin-
zas sobre la presa, así que el exceso desbordado
de energía revolucionaria se diera treguas en la
obra de implacable destrucción.
Esa corriente, con ser poderosa, no podía de-
tenerse á romper su coraza, y pasaba de largo
ante el muro sombrío rozándolo en vano con su
bullente espuma.
El recinto amurallado, verdadero cinturón Vul-
cánico, no abría sus colosales portones ni tendía
el puente levadizo, sino para arrojar falanges
disciplinadas y valerosas, con la consigna severa
de triunfar ó de morir por el rey.
Fué así cómo un día, de aquellos tan gran-
des en proezas legendarias, la pequeña ciudad
irritada ante un salto de sorpresa del fiero leo-
ISMAEL 7
pardo inglés sobre su hermana, la heroica Bue-
nos Aires, arma sus legiones y coadyuva en
primera línea á su inmortal victoria ; y así fué
cómo, celosa de la lealtad caballeresca y del
honor militar, rechaza con hierro la metralla de
Popham, sacrifica en el Cardal la flor de sus
soldados y sólo rinde el baluarte á los ejércitos
aventureros, cuando delante de la ancha brecha
yacían sin vida sus mejores capitanes.
Por un instante entonces en su epopeya glo-
riosa, cesó de flotar en lo alto de las almenas
el pendón ibérico; la espada vencedora había
cortado al casco la cimera, y, vuelta á la vaina
sin deshonra, cedido á una política liberal la
palabra para desarticular sin violencia los huesos
al «esqueleto de un gigante ». Bradford diluyó so-
bre los vencidos palabras misteriosas y proféticas :
Montevideo vio brillar la primera en América la-
tina una estrella luminosa, Southern star, que en-
señaba el rumbo á la mirada inquieta del pueblo,
para ocultarse bien pronto entre las densas nubes
*de la tormenta !
El ligero resplandor, parecido á un fuego de
bengala, pasó sin ruido en la atmósfera extraña de
aquel tiempo ; el esfuerzo heroico desalojó de la
capital del virreinato á la fuerte raza conquista-
dora ; Montevideo recibió la recompensa de su ab-
negado denuedo, y el león recobró su guarida.
Volvieron los portones á cerrarse con rumor de
cadenas , reinstaláronse las guardias en baterías,
8 E. ACE VEDO DÍAZ
flancos, ángulos y cubos ; absorbieron en su ancho
vientre las casernas de granito, pólvora y balas;
lució el soldado del Fijo su sombrero elástico con
coleta en la plataforma de los baluartes ; y, en pos
de las borrascas parciales y de las batallas glorio-
sas .... siguióse la vida antigua, la eterna velada
colonial.
La ciudad, como toda plaza fuerte, en que ha
de reservarse más espacio á un cañón con cureña
que á una casa de familia, y mayor terreno á un
cuartel ó á un parque de armas, que á un colegio
ó instituto científico, no poseía á principios del si-
glo ningún palacio ó edificio notable.
Dominaban el recinto las construcciones milita-
res, las murallas de colosal fábrica de piedra, la
sombría ciudadela, las casernas ciclópeas á prueba
de bomba, las macizas ramplas costaneras y los
cubos formidables. La artillería de hierro y bronce,
aquellas piezas de pesado montaje cuya ánima fro-
taba de continuo el escobillón, asomaban sus bo-
cas negras á lo largo de los muros y ochavas de
los torreones por doquiera que se mirase este erizo
de metal fundido, desde las quebradas, matorrales
y espesos boscajes que circuían la línea de defensa
y las proximidades de los fosos.
Este asilo de Marte, presentaba en su interior
un aspecto extraño: calles angostas y fangosas,
verdaderas vías para la marcha de los tercios en
columna, entre paralelas de casas bajas con techos
de tejas ; una plaza sin adornos en que crecía la
ISMAEL 9
yerba, en cuyo ángulo á la parte del oeste se ele-
vaba la obra de la Matriz de ladrillo desnudo, te-
.niendo á su frente la mole gris del Cabildo ; algo
hacia el norte, el convento de San Francisco con
sus grandes tapias resguardando el huerto y el ce-
menterio, su plazoleta enrejada, su campanario sin
elevación como un nido de cuervos, y sus frailes
de capucha y sandalia vagabundos en la sombra ;
luego, el caserío monótono de techumbre roja, y
encima de la ribera arenosa, unas bóvedas ceni-
cientas semejantes á templos orientales, que eran
casernas de depósito con su cuerpo de guardia de
pardos granaderos.
Desde allí, dominando el anfiteatro y la bahí^.
en que echaban el ancla las fragatas, divisábase
la fortaleza del cerro como el morrión negro de un
gigante, aislada, muda, siniestra, verdadera imagen
del sistema colonial, con un frente á la vasta zona
marina vigilando el paso de las escuadras, cuyo
derrotero trasmitía su telégrafo de señales, y con
otro hacia el desierto al acecho del peligro ja-
más conjurado de la tierra del charrúa.
Al mediodía, un torreón recién construido, se
avanzaba sobre los peñascos de la costa, á poca
distancia de la cortina en que hizo brecha el ca-
ñón inglés^; seguíanse las baterías de San Se-
bastián y de San Diego con sus merlones recons-
truidos; y á lo largo de las murallas extendíase
1, El Cubo del Sur, situado en donde se eleva hoy el Templo Protes-
tante.
10 E. ACEVEDO DÍAZ
en singular trama una red de callejuelas torci-
das, estrechas y solitarias, de viviendas lóbregas,
sin plazuelas, en desigual hacinamiento.
En este barrio reinaba una soledad profunda,
al toque de ^ queda. No eran más alegres otros
barrios á esta hora en que hería el aire la cam-
pana melancólica, y resonaban en los ámbitos
apartados el tambor y la trompa.
Elevábase triste, en sitio que entonces era cen-
tro de la ciudad, sin revoque, deforme y oscuro el
edificio del Fuerte, en que habitaba el gobernador
y donde las bandas militares solían hacer oir sus
marchas sonoras.
A sus inmediaciones, existía el teatro de San
Felipe, construcción colonial también, con su te-
jado ruinoso, su fachada humilde de cómico ver-
gonzante, su puerta baja sin arco y su vestíbulo
de circo. Era el coliseo de la época. Concurría á
él lo más escogido de la sociedad. Representá-
banse comedias y dramas de la antigua escuela
española, lo que seguramente era una novedad
para nuestros antepasados, desde que en estos
tiempos todavía se ensayan con idéntica preten-
sión por los artistas de talento. Pero, los actores
de antaño, salvo una que otra excepción, — como
la de un Cubas de que hablaban complacidos
nuestros abuelos, — eran de calidad indefinible,
cómicos de montera con plumas de flamenco, bo-
tas de campana, talabarte de oropel, jubón de ter-
ciopelo viejo, guanteletes verde-lagarto y sable de
ISMAEL 11
miliciano, cuyos modales ruborizaban á las pul- /
eras doncellonas de educación austera, que no
iban á reirse sino á admirar á Calderón de la Barca
y á Lope de Vega.
Mirábase en aquel tiempo con un ojo, lo que
importa decir que se hacía uso del catalejo de un
solo vidrio. Esto mismo era una desventaja, pues
la sala estaba iluminada con candilejas de un res-
plandor tan dudoso, como la pureza del aceite que
daba alimento á la llama. Un disco que subía ó
bajaba por medio de una cuerda y que contenía
regular número de esas candilejas, difundía desde
el centro sus claridades á todos los puntos extre-
mos del recinto, ayudados por los que ardían en el
palco escénico y en la fila de los bajos, balcones
y cazuela.
Estas lámparas y el anteojo de un solo vidrio,
dan una idea del alcance de la visual, en aque-
llos tiempos arduos del embrión luminoso!
Aparte de esto, la sociedad carecía de goces.
El ejercicio de las armas y la función de gue-
rra, casi permanente, habían creado hábitos seve-
ros: poca diferencia mediaba entre la rigidez
del collarín militar y la dureza del carácter. Pro-
fesábase sin reservas la religión del rey.
Hacíanse tertulias en los cafés del centro. Aquel '
culto adquiría creces, siempre que venían nuevas
y contingentes de la metrópoli, en cruda guerra
entonces con las legiones de Bon aparte. En esos
focos de reunión amena, la clase acomodada y
12 E. ACEVEDO DÍAZ
los oficiales de la guarnición departían sobre los
asuntos graves, que á veces tenían su origen en
Buenos Aires. La reconquista de esta capital fué
preparada en las conferencias populares de los
cafés, por individuos de la marina mercante y
los voluntarios de Montevideo. ,
La fidelidad ciega á la monarquía, explicábase
sin embargo en el vecindario, más por la costumbre
de la obediencia que por la espontaneidad del
instinto. El hábito disciplinario regía las corrientes
de la opinión. Nos referimos á los nativos ó crio-
llos. La educación colonial, semejante al botín de
hierro de los asiáticos, había dado forma única en
su género á las ideas y sentimientos del pueblo ; y,
para vencer de una manera, lógica y gradual las
fuertes resistencias de esta segunda naturaleza, era
necesaria una serie de reacciones morales que des-
vistiesen al imperfecto organismo de su ropaje tra-
dicional operando la descomposición del conjunto,
así como sucede en las misteriosas combinaciones
de la química. Adúnese á este hecho sociológico,
el del vuelo rpenguado del espíritu y del pensa-
miento innovador dentro de una ciudad fortificada,
sin prensa, sin tribunas, sin escuelas, donde se ense-
ñaba á adorar al rey y se imponía el sacrificio como
regla invariable del honor, con el apoyo de millares
de soldados y centenares de cañones, en medio de
un círculo asfixiante de murallas y baterías — lo
mismoque en una cárcel de granito forrado en hierro;
ala sombra de una bandera que flameaba más al-
ISMAEL 13
tiva y soberbia, cada vez que rompía su astil lame-
tralla ; agregúese todo esto á la educación impuesta
por el sistema, y se inferirá porqué los tupamaros,
aun abrigando los instintos enérgicos de una raza que
va alejándose día á día por hechos que no trascienden
de su fuente originaria, y favoreciendo sus propensio-
nes de rebelión contra la costumbre en la vida del
despoblado, veíanse en el caso de sofocar esos
'arranques viriles y de adormecer los anhelos vagos
y desconocidos hacia una existencia nueva que
el misterio y el peligro hacían máá adorable.
Por eso en los campos, en las escenas de la vida
de pastoreo y en los aduares mismos de la tribu
errante, estos instintos y anhelos eran más acentua-
dos é indómitos que en la ciudad. Dentro de los ba-
luartes estaba la represión inmediata, la justicia pre-
ventiva, el rigor de la ordenanza ; pero, fuera del
círculo de piedra — sepulcro de una generación en
vida — erppezaba la libertad del desierto, esa liber-
tad salvaje que engendra la prepotencia personal, y
que en sentir del poeta, plumajea airada en la
frente de los caciques.
Así surgió en la soledad el caudillo, como el rey
que en la leyenda latina amamantó una loba : sin
títulos formales, pero con resabios hereditarios.
Puma valeroso, bien armado para la lucha, fué el
engendro natural de los amores del león ibérico en
el desierto que él mismo se hizo al rededor de su
guarida, para campear solitario, nostálgico y ru-
giente. El clima, el sentimiento del poder propio, la
14 E. ACEVEDO DÍAZ
guerra enconada, completaron la variedad. El en-
gendro creció en v la misma sombra en que había
nacido, desenvolviendo de un modo prodigioso lo
único que sus fieros genitores le habían dado con
su sangre: la bravura y la audacia. Desde los ha-
tos de Colombia hasta las estancias del Uruguay,
ésta fué la herencia. Solamente las ciudades que
concentraban en su seno las escasas luces de la
época junto al podéf central, gozaron del privile-
gio de asimilarse algunas de las teorías reforma-
doras que las grandes revoluciones sociales y polí-
ticas hacían llegar palpitantes á estas riberas, como
átomos luminosos que arrastran las olas de un mar
fosforescente. De ahí, una escena extraña y turbu-
lenta de ideas nuevas y preocupaciones tradiciona-
les, sentimientos y antagonismos profundos, tenta-
tivas abortadas, formidables esfuerzos contra la
corriente invasora, expansión de ideales hermosos
dentro de la misma obra de tres siglos de silencio,
relámpagos intensos bañando los recónditos de la
vida conventual, resabios en pie terribles y ame-
nazadores y fanatismos ciegos minando en su
topera el suelo firme de la sociabilidad futura ; pero
teatro al fin, para los tribunos, asamblea para la
opinión y la protesta, aunque fuera la del agora,
taller de improvisaciones fecundas en que cien ma-
nos febriles fabricaban y deshacían obras y mol-
des en afán incesante sudando ideas y energías,
hasta concluir por destrozar todas las formas viejas
de retroceso y de barbarie para cincelar en carne
ISMAEL 15
viva el tipo robusto de la democracia americana.
Mens agitat molem,
Montevideo carecía de este cerebro. No era un
foco de ideas, sino de fuerzas. Imponía el mandato
con la espada, y en caso de impotencia, recogíase
en su coraza irascible y siniestra. Era el crustáceo
enorme en mitad de la corriente. En su recinto, las
deliberaciones públicas tenían su punto inicial en el
poder, y á él convergían como radios de un mismo
centro. La unidad de acción, salvó así de la derrota
ola ignominia á más de uno de sus gobernantes ru-
dos, en los días de angustioso conflicto.
Enorgullecida por los títulos y honores de que
hacía alarde, pues no los había merecido iguales
ninguna otra ciudad de América, Montevideo con-
firmaba así el dictado de « muy fiel y reconquis-
tadora » que confirióle por cédula el monaróa des-
pués de la rendición del ejército británico en
Buenos Aires, y su derecho al uso de la distin-
ción de «Maceros». En materia de heráldica, sus
blasones constituían un honor indisputable. Acor-
dósele el privilegio de unir á su escudo la palma
y la espada, los pendones ingleses, — trofeos de la
victoria, — y una guirnalda de oliva entrelazada
con la corona de las reales armas sobre la cús-
pide del cerro, — símbolos todos de las virtudes y
de la gloria militar. Tales honras mantenían in-
cólumes su constancia, su lealtad y su valor : una
sola aspiración sensible al cambio, habría sido
para ella un cruel sufrimiento y una mancha in-
deleble.
;-»■ -.!»-■•-
16 E. ACEVEDO DÍAZ
II
En la época á que nos referimos, Montevideo,
de ochenta y dos años de fundación y once mil
moradores dentro de murallas, era gobernada por
D. Francisco Xavier de Elío, militar de escaso
criterio, hombre "de pasiones destempladas y ca-
rácter violento é inaccesible al debate sereno, de
cuyo desequiHbrio psico- fisiológico resultaba una
personalidad perpetuamente reñida con todo lo
que era adverso á la causa del rey, y, decirse puede,
consigo misma, en los frecuentes arrebatos y ex-
travíos de sus pasiones. La irritabiHdad de su tem-
peramento y la acritud de su genio díscDlo, jac-
tancioso y camorrista, parecían haber acrecido
sensiblemente., en concepto de sus coetáneos, desde
su choque desgraciado con Pack en la Colonia,
que para él había sido como un golpe con la
espada de plano en las espaldas. Su amor á la
institución monárquica, era algo semejante á un
cariño sensual; y su odio á los nativos, crónico
é incurable. Apoyado por el partido español, que
era fuerte en la ciudad de su mando, y por el que
en la capital del virreinato acaudillaba el viril
peninsular D. Martín de Alzaga, había llegado á
ISMAEL ' 17
;/
desconocer resueltamente la autoridad de D. San-
tiago Liniers, en quien él veía un instrumento
de la política napoleónica desde la misión desas-
trosa de Sassenay, ó por lo menos un gober-
nante susceptible de ceder á las sugestiones sub-
versivas de los nativos que manifestaban en sus
actos contradictorios desde algún tiempo atrás,
la inquietud propia de los enclaustrados á cuyas
celdas llega el calor de un grande y voraz in-
cendio.
Elío, esclavo de la monarquía absoluta en pri-
mer término, y de la intemperancia de sus pasiones
en segunda línea, violaba así la regla de la obe-
diencia pasiva, de que era exigente, erigiéndose
en única potestad suprema en esta zona colonial
hasta tanto no se modificara la situación política
de la península.
Explicábase así. el hecho ruidoso, acaecido en
el Fuerte, entre el gobernador y el capitán de
fragata don ' Juan Ángel Michelena, nombrado
por el virrey Liniers para el relevo, el día antes
de aquel en que lo presentamos en escena ; su-
ceso que se comentaba en los grupos con ardor
por éu origen, índole y consecuencias graves. A
causa de ellas, Montevideo, aunque nominalmente,
venía á constituirse en cabeza del virreinato; pero,
en el fondo, esta rebelión consumada dentro de
sus muros, de sus hábitos de obediencia y res-
peto, levantándola de su rango de segundo orden
á la categoría suprema, y formando una conciea-
18 E. ACEVEDO DÍAZ
cia pública de poder y responsabilidad moral y
política, falsa en cierto modo, la segregaba del
gran núcleo, y por siempre! El brusco piloto se-
paró la nave del resto de la armada ; como se
verá, sin embargo, no cambió el rumbo, marchanda
sin saberlo ni desearlo, en líneas paralelas. La
unidad colonial con ese golpe á cercén dado por
el sable de un soldado turbulento, perdió un es-
labón, que no pudo luego reatar el esfuerzo libre; la
fórmula, en cambio, del rompimiento, marcó en
el orden cronológico y político el derrotero co-
mún á las hermanas separadas por antagonismo
de circunstancias, y no por rivalidad histórica.
Los vínculos y conexiones naturales que este
movimiento tenía con el poderoso partido europeo
que se agitaba en Buenos Aires, con idénticos
propósitos y fines, quitábanle todo carácter de sim-
ple rebelión local, revistiéndolo de otro más com-
plejo, vasto y complicado, en sus planes de absor-
ción é intransigencia á la sombra de las banderas
del rey.
Era por eso que, en las plazas y las calles de
Montevideo se reunían preocupados y nerviosos los
vecinos, al declinar el primer día primaveral del
año 1808.
En la plazoleta de San Francisco, — uno de
los sitios donde hacía poco tiempo habíase ju-
rado solemnemente al rey Fernando VII, — un
grupo considerable, en que figuraban varios ofi-
ciales del regimiento de los Verdes, departía.
ISMAEL 19
con calor sobre el Cabildo abierto y la elección
de Junta efectuada en ese día, previo rechazo del
gobernador impuesto por el virrey Liniers
En el pórtico del conventó, Fray Francisco Car-
bailo, padre guardián, mantenía animada plática
con dos sujetos, ampliando datos con aire con-
cienzudo, — como que él había sido uno de los
principales actores en aquellos dos hechos impor-
tantes y sin ejemplo hasta entonces en el vasto
dominio colonial.
Con la capucha caída y las manos ocultas en
las bocamangas, en las que se entraban ó de
las que se salían inquietas, según el grado de
vehemencia del diálogo, el religioso paseábase de
vez en cuando frente al pórtico, agitado y atur-
dido aún, por las fuertes impresiones de la jornada.
Con ser el día el primero de la estación de las
flores, parecía el invierno haberlo hecho su presa
al retirarse ceñudo, pues dejaba esa tarde en pos,
como excelente guardia á retaguardia, un cierzo
penetrante que obligaba de veras al abrigo.
De ahí que, uno de los sujetos de que habla-
mos, llevase bien abrochado hasta el alzacuello
un capote azul con esclavinas. Lucía cintillo en
el ojal. Tanto él como su compañero, á estilo de
la época, usaban trenza con moño en el extremo.
Este otro personaje, insensible al parecer á la
crueldad de la atmósfera, en vez del capote con
esclavinas, vestía sencillamente una casaquilla de
oficial de blandengues.
20 E. ACEVEDO DÍAZ
Representaba cuarenta años. De estatura re-
gular y complexión fuerte, nada existía en su
persona que llamase á primera vista el interés de
un observador. Era un hombre de un físico agra-
dable, blanca epidermis, — aunque algo razada por
el sol y el viento de los campos, — cuello recto
sobre un tronco firme, cabellera de ondas reco-
gida en trenza de un color casi rubio, y miembros
robustos conformados á su pecho saliente y al
dorso fornido.
Podíanse notar, no obstante, en aquella cabeza,
ciertos rasgos que denunciaban nobleza de raza y
voluntad enérgica. El ángulo facial, bien medía
el grado máximum exigible en la estatuaria an-
tigua. Su cráneo semejaba una cúpula espaciosa,
el coronal enhiesto, la frente amplia como una
zona, el conjunto de las piezas correcto, formando
una bóveda soberbia. La notable curvatura de su
nariz, acentuaba vigorosamente los dos arcos del
frontal sobre las cuencas, como un pico de cón-
dor, dando al rostro una expresión severa y va-
ronil; y en su boca de labios poco abultados, dó-
ciles siempre á una sonrisa leve y fría, las comisuras
formaban dos ángulos casi oblicuos por una trac-
ción natural de los músculos. Sin poseer toda la
pureza del color, sus ojos eran azules, de pupila
honda é iris circuido de estrías oscuras, de mirar
penetrante y escudriñador, comunmente de flanco;
nutridas las cejas, en perpetuo motín entre las
dos fosas ojivales, bigote espartano, barba de ra-
ISMAEL 21
las hebras, pómulos pronunciados, perfecto el
óvalo del rostro.
De temperamento bilioso, esparcíase por la fiso-
nomía cuyos perfiles delineamos, como un reflejo
de cordiales sentimientos, ó de índole suave y
amable, que contrastaba singularmente con el vi-
gor de esos perfiles. La misma mirada pensativa,
y vaga á veces, al contraerse la pupila al in-
flujo de una absorción pasajera del ánimo, tenía
una expresión amable y benigna, — la que puede
trasmitir la experiencia de una vida ya desva-
necida de azares y tormentas. Si el oficial de
blandengues los había sufrido, no lo denuncia-
ban manchas^ cicatrices ó mordeduras en sus fac-
ciones; era su tez pálida, pero no marchita; no
era tersa, pero tampoco hoyosa ni sajada. De las
aventuras de juventud, sólo en su frente abierta
y extensa había quedado algún surco; más bien
formado, antes que por los males físicos, por
el pensar consciente de lo que la vida enseña.
Al contrario de su compañero, no le afectaban
los nervios en el curso del diálogo. Permanecía
sereno é impasible, si bien escuchando con aten-
ción marcada lo que se decía, y concediendo una
que otra ligera sonrisa al comentario de los he-
chos. De maneras sencillas, sus gestos, movimien-
tos y ademanes mesurados se avenían con aquella
tranquilidad glacial de su espíritu. Era parco en
el hablar. Cuando lo hacía por acto espontáneo,
ú obligado por el giro de la conversación, vertía
I
N
22 E. ACEVEDO DÍAZ
despacio y sin alterarse sus palabras, mantenién-
dose en lo moderado y discreto. No demostraba
en sus raciocinios serenos mayor grado de cul-
tura é ilustración, pero sí inteligencia natural, as-
tucia y observación sagaz. Esta peculiaridad de
su criterio,' solía detener á sus dos interlocutores,
dejándolos suspensos y en silencio en mitad de
su debate.
Tales condiciones de carácter le hacían apa-
recer tolerante y modesto, para los que no le co-
nocían de cerca; para aquellos con quienes ha-
blaba, era simplemente un hombre llamado á vida
de orden y sosiego, después de algunos años bo-
rrascosos; servicial, enérgico y valiente, capaz de
cumplir con su deber y de conducir sus empre-
sas al último grado de la audacia y del arrojo.
Quizás alguno adivinó, sin embargo, en el fondo
de su naturaleza admirablemente modelada en las
formas, un orden fisiológico - moral correlativo, aun
cuando sólo fuera presidido por luces vivas de ta-
lento inculto : — secretas aspiraciones y tendencias
ordenadas con sistema, y la fibra de la perseve-
rancia dura y vibrante como una cuerda de acero,
bajo aquella máscara fría.
En verdad que, para estos escasos observado-
res, el oficial de blandengues era por su foja de
servicios algo semejante á un león de melena se-
dosa que él había arrastrado por las malezas de
la soledad y cubierto de abrojos en otro tiempo;
cuyo ojo sonmoliento y vago ahora, podía dila-
ISMAEL 23
tar su pupila de improviso por la fiebre de la
lucha, y tornar en rojos sus azulados reflejos.
Los tres personajes que presentamos en escena,
Tiabían iniciado su conversación animada sobre el
hecho de la noche anterior ocurrido en el Fuerte.
Fray Francisco Carballo, contestando al sujeto
-de capote con esclavina, decía, — hacienda el re-
lato de la llegada del capitán de fragata don
Juan Ángel Michelena:
— El gobernador negábase á la recepción del
candidato del virrey. Entonces éste, buscando fuer-
zas en sus bríos de soldado, ya que carecía de
los de diplomático, se presentó en el Fuerte pi-
diendo una entrevista. Recibido por Elío, puso de
manifiesto su misión .... El gobernador le increpó
severamente su conducta. — No es éste el proce-
der de un servidor leal, — díjole. — Bonaparte hu-
milla á España, y Liniers es francés.
La venida de Sassenay descubre al traidor. —
Vengo á que se me haga entrega del mando, —
respondió Michelena, — y no á que se dude de
mi lealtad. Resistirse á ello sí que es conducta
vituperable. — Haya más comedimiento en el len-
guaje, — repuso Elío irritado, dando con el puño
en la mesa, — ó de no, pongo el remedio en el
acto, señor capitán sin nave!
Michelena se encolerizó á su vez, replicando:
— Al fin no la perdí yo, y la que ha de naufragar
es ésta, con un piloto tan inhábil. ¿ Entrega Vd.,
ó no, el mando ? — El gobernador hizo explosión.
24 E. ACEVEDO DÍAZ
\ Basta ya, y fuera de aquí, mal español ! — Y al
pronunciar esta frase, alargó iracundo el puño al
rostro de Michelena. — El capitán retrocedió dos
pasos, é hizo armas. — ¡Cuidado, porque hago lo
que no pudo Fack : — quemarle á Vd. el masca-
rón ! — Llevó rápido la mano á la pistola. — ¡ San-
tiago, y cierra España ! rugió el gobernador con
furia extrema, y cayó sobre el postulante como
un toro, rodando los dos por el suelo.
Después de esto, — prosiguió el padre guar-
dián, — fácil era prever lo que había de ocurrir.
Michelena se marchó hoy, al rayar el alba ; —
anoche mismo un grupo considerable del vecin-
dario, llevando á su cabeza la banda militar del
regimiento de Milicias, concurrió al Fuerte acla-
mando al gobernador y pidiendo Cabildo abierto...
— ¡Vive Dios, que todo eso es nuevo! —inte-
rrumpióle bruscamente el del capote azul. — Ca-
bildo abierto en ciudad cerrada ; junta de gobierno
en oposición con la autoridad del virey : — ¡es
grave, padre guardián !
— Lo mismo pienso yo, capitán Pacheco. Pero,
había que seguir la corriente .... Sin perjuicio
de ocurrir en consulta á la Junta Suprema, el
gobernador presidirá. . . .Con todo, presiento que
algunos peligros serios nos amagan por dentro
y fuera. ¡El ejemplo puede ser pernicioso!
Así diciendo. Fray Francisco echóse con mano
nerviosa la capucha sobre el casquete, y dirigién-
dose al oficial de Blandengues, preguntóle sin
detenerse:
ISMAEL 25
— ¿No opina Vd. así, teniente?
El interpelado miróle arriba de la cabeza de
un modo vago al parecer; y contestó con su voz
baja y lenta:
— Recién llegué con el capitán del campo, y
no puedo apreciar con certeza estas cosas ....
Pero, por lo que oigo, en mi entender la medida
es buena, aunque por ahora nada cambia.
— No comprendo, — objetó el capitán Pacheco.
— Eso digo, porque, si es bueno que el vecin-
dario aprenda á gobernarse, él no se gobernará
mientras tenga el bastón el coronel Elío.
— ¿Y si el virrey quiere guerrear?
El teniente volvió á un lado la cabeza, y re-
puso :
— Las murallas son fuertes.
Fray Francisco estuvo mirándolo un instante
con fijeza. Luego repitió, como hablando mental-
mente :
— Por ahora, nada cambia la medida ....
— Sí. La campaña seguirá siendo la misma.
No le llega el Cabildo abierto; pero, más tarde
puede ella ensayar sola estas novedades ....
— ¿Contra la autoridad del monarca?
En las pupilas profundas del blandengue lució
un destello, tan rápido como imperceptible, al oir
esta pregunta. Su rostro permaneció inalterable,
cual si no hubiera golpeado á su cerebro alguna
convicción atrevida, de esas que dejan caer vi-
siblemente en otros semblantes el velo de la cau-
26 E. ACEVEDO DÍAZ
tela y el disimulo; y, dijo, calmoso, mirando de
soslayo indiferente:
— Esto matará al rey.
La frase -hizo efecto. El padre guardián y el
capitán Pacheco quedáronse en silencio por al-
gunos momentos.
— ¡ Imposible ! — exclamó al fin Fray Francisco,
moviendo á uno y otro lado con energía la ca-
beza.
— i Habría antes que abatir las murallas ! — ob-
servó Pacheco, fijando sus ojos de mirar fuerte
en el oficial.
— La España no puede suicidarse. La Junta
sólo está llamada á salvar su decoro, y cesará
cuando se arroje a) francés. Esta es obra de
poco tiempo para el heroísmo. ¿ Cómo creer, por
otra parte, que pueda echar raíces una institución
etímera ?
— Y, sin, clavar los cañones ¿quién arría la
bandera? — prosiguió el capitán, concluyendo su
anterior pensamiento.
— El conflicto estriba en esto, — dijo Fray Fran-
cisco: — ¿aceptará la Junta Suprema nuestra solu-
ción? Del virrey no hay que esperar aquies-
cencia, y me temo mucho que ardamos en fami-
lia, si no viene Dios en auxilio. Tratándose de
hermanos y de intereses idénticos, esta rivalidad
me recuerda una leyenda de la edad media. Ella
cuenta que en cierta orden de frailes, suscitóse
una disputa agria y enconada, acerca de la forma
ISMAEL 27
de hábito quQ debería adoptarse por los indivi-
duos de la comunidad. Unos deseaban y pro-
ponían que la capucha terminase en punta ; otros,
que la capucha concluyera en forma de media
naranja. La disputa siguió agriándose y tomó
creces, hasta que sobrevino la brega y se echó
mano á las armas. Por días y meses y aun
años, la sangre corrió en abundancia; pero, como
la cólera al fin se aplaca y los brazos se fati-
gan, arribaron al siguiente avenimiento: — que
unos llevarían la capucha de media naranja, y
los otros .... la capucha puntiaguda, en buena
paz de Dios!
— Algo peor ha de suceder, padre guardián, —
repuso Pacheco, que era soldado rudo.
— ¿Aun cediendo á uno de los beligerantes ad
perpetuum^ la capucha puntiaguda?
— Con todo, — respondió el teniente de blanden-
gues, que hasta entonces había permanecido ca-
llado. — A primera vista, cae el cuento bien al
caso, como un hábito, padre; pero, allá en la
otra orilla, donde j on más fuertes, falta saber
si no aprovechan mejor estas cosas ....
— Por cierto, — argüyó el capitán Pacheco,
abriendo bien sus ojos ante aquel raciocinio. — El
padre guardián ha olvidado discurrir sobre eso.
— La desavenencia tiene que ser momentánea
— No, — dijo Pacheco con voz atronadora ; —
¡ después de un divorcio por sevicia, sólo Lucifer
receta matrimonio !
28 E. ACEVEDO DÍAZ
Sonrióse el teniente, y mostró su blanca den-
tadura el fraile, en risa franca y jovial.
En ese instante, la cabeza encapuchada del
hermano refitolero asomó en la puerta, y oyó-
sele decir con voz ronca:
— Empieza á caer niebla, y el refectorio aguarda.
— Entremos, — dijo Fray Francisco con solici-
tud afectuosa.
Dejóse oir el tañido de una campana.
El teniente movió negativamente la cabeza,
dio las gracias de una manera afable, y fuese,
después de un cordial saludo.
Deseos tuvo el padre guardián de retenerle;
pero, algún escrúpulo, de que él mismo no se
daba cuenta, lo contuvo.
El capitán Pacheco investigó su semblante.
Fray Francisco con la mano en la barba per-
manecía inmóvil y pensativo, siguiendo con la
vista al oficial de blandengues, que se hundía
en la niebla.
Empezaba á oscurecer.
— ¡Misterioso y suspicaz! — exclamó de pronto.
¡Extraño temple!
— Lo conozco bien, — dijo Pacheco con aire
concienzudo, — como le conoce la campaña toda.
Del año noventa al noventa y seis, cuando él
era mancebo, hizo salir bastantes veces en vano
mi espadón de la vaina. Del noventa y siete acá,
todo ha cambiado y valen sus títulos. . . .
— Se educó en este convento, — susurró el fraile
ISMAEL 29
interrumpiéndolo, siempre con su gesto caviloso.
Dicen que hay austeridad en su vida.
— Una cosa afirmo yo, sin ofender á nadie, —
añadió el capitán con entonación de brusca fran-
queza.-
— ¿Y, es?
— Que no bebe, ni juega.
— Verdad que son raras virtudes .... No lo
parece, — pero es altivo.
— Como un tronco. Hay que cortarlo, para
bajarle la copa.
Fray Francisco Cárballo vio perderse en la
sombra la figura del blandengue, en aquel mo-
mento más melancólico y atrayente al desvane-
cerse poco á poco como un fantasma ante sus
ojos allá en el fondo de la bruma; y volvién-
dose de súbito con rapidez, lo mismo que el que
sale de un abismamiento mental, cogió el brazo
al capitán don Jorg'e Pachaco, y se hizo prece-
der. Entróse él detrás, murmurando á modo de
rezo secreto:
— ¡ Esto matará al rey !
Pacheco detúvose en la oscuridad del pórtico,
diciendo con voz recia:
— ¡No entro, si es hora del rosario!
— No es eso, capitán .... Me hace hablar solo
un peón entrado en dama que no dejó parar
pieza en tablero, anoche en una partida de aje-
drez con Fray Joaquín Pose ....
— Sólo conozco el movimiento del caballo, y
sino, ¡ que lo diga el teniente de blandengues!
30 E. ACEVEDO DÍAZ
— Así es, capitán .... Se explica de esa ma-
nera el centauro .... y el caudillo !
Estas últimas palabras expiraron en los labios
de Fray Francisco como fórmula de un pensa-
miento negro que se agijaba bajo su cráneo,
informe y grotesco, con la tenacidad de la sos-
pecha grave que se acerca al grado de certi-
dumbre.
III
Una hora después, concluido un ligero rezo, y
ya de sobremesa, el padre guardián pidió al
capitán Pacheco que invitase para el siguiente
día al oficial del cuerpo veterano de blanden-
gues, pues le sería muy agradable su compañía.
— Imposible, — contestó el capitán.
Al despuntar la aurora se marcha al valle del
Aiguá.
— ¿ No se hizo para él la fatiga ?
— ¡ Quiá ! echado hacia adelante en la montura,
al trote firme, ha visto cien veces amanecer.
Quince años hace, vi un día detrás de él ponerse
el sol, y siendo yo jinete duro, me detuve y mandé
acampar. . . . Pues lo tuve encima á media noche,
y de él me salvó la sombra, hasta que me enseñó
el rumbo el lucero del alba.
ISMAEL 31
— Duerme sobre estribos.
— No sé si duerme, padre; pero si lo hace,
será con los ojos abiertos. Primero que él ha de
caer el caballo. Una vez corrióse en noventa ho-
ras la frontera, volvió sobre sus pasos con in-
creíble rapidez para engañar la tropa portuguesa
que le salía al frente, y en su segunda contra-
marcha de flanco al venir el día á orillas de una
laguna, cayó sobre Juca Ferro como un conde-
nado, acosándolo á lanza hasta tierra extranjera.
— Esa vida tan activa y azarosa, se explica
sólo en un organismo de hierro, capitán.
— ¡ Muy distinta á ésta tan sosegada, por cierto !
— exclamó Pacheco lanzando una carcajada ho-
mérica. — El blandengue ése parece de metal, y
basta á su sustento agua y carne asada con ce-
niza por sal, cuando se mueve con sus hombres
en misión de vigilancia.
Quince ó diez y seis años atrás, las partidas
tranquilizadoras no dormían tranquilas, aunque
fuera su principal objeto, que todos hicieran lo
mismo .... Lo cierto es, padre, que en la gue-
rra el que cierra los dos ojos queda dos veces
á oscuras comunmente, porque á enemigo dor-
mido, moharra en las entrañas.
— ¡ Qué enormidad !
— Hay que hacerlo, padre, antes que otros le
apliquen á uno la receta de despertar sin sen-
tirlo en otro mundo. La disciplina traba un poco,
pero todos hacen lo mismo.
32 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡Es sanguinario y cruel! El derecho de gen-
tes prescribe lo humano, y la misericordia, el te-
mor de Dios ....
— No entiendo de tologtas. El rosario está bueno
sólo en la cruz del espadón.
Siguióse á este diálogo animado y curioso en-
tre el soldado y el fraile, un, ligero instante de
silencio.
Algunos conventuales cruzaban por el refecto-
rio hacia el patio, callados, á paso lento con sus
capuchas caídas y la vista baja, — en desfile de
sombras grises. Del interior del monasterio lle-
gaban ecos de cánticos monótonos, á veces con-
fundidos con las voces vibrantes de la campan^,
del corredor. En los semblantes de los frailes
mustios y graves en apariencia, podían notarse
sin embargo reflejos de las impresiones del día,
como si las cosas mundanas, lejos de serles in-
diferentes, hubieran sido objeto y tema preferido
de sus pláticas y controversias secretas en el
fondo de las celdas. Solían mirarse unos á otros,
detenerse y hablarse por encima del hombro,
para seguir vagando en la semi-oscuridad de los
clautros sin ruido alguno al roce de sus sanda-
lias. Otros, encontrábanse de pie, apoyados en el
muro, inmóviles y meditabundos; los menos dis-
tinguíanse en la penumbra de los extremos, enco-
gidos en sus asiento^, como absortos en la ora-
ción mental.
— ¿ No le parece á Vd., capitán Pacheco, — pre-
■ f
ISMAEL 33
guntó de súbito Fray Francisco, — que el teniente
•de blandengues, nuestro conocido, tiene algo de
raro ?
El capitán le miró, y recogióse en breve me-
ditación, como quien tiene mucho que decir y
^lige con su mente á solas.
Luego, encogióse de hombros, y respondió con
-cierta dissplicencia :
— ¡ Padre, nadie sabe cómo tiene el alma nadie!
— También es verdad, — murmuró el fraile con
los ojos fijos en el suelo y las dos manos cru-
zadas sobre el pecho.
Otro, que estaba sentado en el extremo más
próximo del refectorio, jugando con el cordón que
llevaba á la cintura, sonrióse con aire de malicia
^1 oir la respuesta de Pacheco.
Ese hermano se distinguía en la vida conven-
tual por su seriedad, cultura y circunspección;
por lo que, apercibido de su gesto, apresuróse á
•decir el padre guardián:
— Algo preocupa á Fray Benito.
— No así, hermano, — contestó muy suavemente
-el nombrado, que era un hombre de buenas fac-
ciones, ojos inteligentes y /rente serena. — Apre-
ciaba la ocurrencia del capitán como una idea
feliz.
Restregóse las manos Pacheco, riendo con frui-
•ción y la fi-anqueza propia del soldado, las pier-
nas tendidas á lo largo y la cabeza echada ha-
cia atrás en el respaldo del sillón de baqueta.
8
Si * E. ACEVEDO DÍAZ
I
— Sí ... . feliZ; — susurró Fray Francisco medi-
tabundo.
— Cuántos hombres y cuántos acontecimien-
tos, — dijo Fray Benito, — habrán sido juzgados
y condenados en la historia sin examen previo y
crítica sesuda de las causas determinantes, tanto
de los actos personales cómp de los hechos co-
lectivos. Difícil fuera desvanecer un cúmulo de
errores, una vez viciada la fuente de la ver-
dad. Tratándose de personajes aislados, con ma-
yor razón de ellos queda comunmente un retrato
de la máscara exterior, antes que de la fisono-
mía interna; vale decir: las variantes de su in-
genio, no el secreto del problema de su vida.
Y esto arguyendo, siguió jugando con el cor-
dón.
El padre guardián apoyó, tosiendo, su barba
en la mano, y púsose á mirar el techo.
Pasaron algunos minutos de recogimiento, en
que ambos frailes parecían hacer oraciones, an-
tes que cálculos sobre las cosas profanas. — El
capitán solía mirarlos al rostro, callado y seco.
De pronto, Fray Benito aventuró esta frase:
— Respecto á los sucesos de estas horas, mu-
(Sio habría que decir sobre las responsabilidades.
— Con arreglo á ese criterio, — preguntó el
padre guardián con voz grave: — ¿qué llegará á
opinar la Audiencia sobre nuestra Junta?
— Quizás piense que es precedente peligro-
so .. .
ISMAEL 35
"'n sureíaa aei con-
Al decir esto Fray Benito, partía de la creen-
cia de que la Junta de Sevilla no importaba en
el orden político más que un accidente de cir-
cunstancias, una improvisación surgida del con-
flicto, insólita y ficticia; la monarquía subsistía
aun sin el rey, y lo que allá podía aparecer ne-
cesario, tolerable ó fatal, aquí era sencillamente
sedicioso. La autoridad del monarca, aunque el
monarca no reinase, no había sido menoscabada
en las colonias regidas por virreyes, y libres
hasta entonces de la agresión de Bonaparte. La
creación, pues, de una Junta, concebible en la me-
trópoli, iba aquí de golpe contra la regla del
hábito y despertaba instintos que no existían en
España. . . . Era una novedad que podía herir de
muerte á la costumbre, lo mismo que cambiaría
las reglas conventuales, cualquier reforma que
tendiese á relajar la disciplina y destruir la uni-
dad de conducta.
— Creo, — argüía el fraile, — que la Audiencia
desapruebe este paso; el cual si no da hoy pree-
minencia al todo sobre la parte, puesto que la
Junta es presidida por el gobernador, puede ser
mañana el principio de un desorden difícil de
dominar en sus efectos ulteriores.
— Eso mismo quería decir el teniente, — ob-
servó el capitán Pacheco mirando á Fray Fran-
cisco con aire muy significativo y serio.
Éste volvióse hacia Fray Benito con alguna
agitación en el ánimo, y dijo :
36 E. ACEVEDO DÍAZ
— El monarca subsiste . . . ,
— Pero no gobierna. Heredarlo, es tentativa
ardua y grave.
— No veo claro el peligro, hermano.
— Así sucede en toda enfermedad que empieza,
padre guardián. Los síntomas no siempre son cier-
tos, ni la gravedad trasciende de súbito. La obra
del tiempo es la temible. Los que nos hemos
educado en este convento podemos y debemos
ver más claro que los demás, que sólo saben lo
poco que les hemos enseñado. En cambio ellos
han hecho ganar á los instintos naturales, lo que
nosotros á nuestra humilde inteligencia. De ahí
que ellos constituyan el nervio de la acción, y
lleguen acaso á ser como grandes olas desbor-
dadas en un día de tormenta.
— ¡ Lejano ha de estar !
— ¿ Quién lo sabe ? ¡ Dense á las muchedum-
bres cabezas que dirijan, y líbrenos el Señor de
la marea!
— Hay rocas más fuertes que las olas.
Fray Benito volvió á sonreírse.
— La marea humana no tiene orillas, — mur-
muró suavemente.
ISMAEL 37
IV
El padre guardián recogióse de nuevo en sí
mismo, pálido y caviloso. Con los párpados caí-
dos y la mano en los labios, deslizó á poco es-
tas palabras, por entre sus dedos:
— Nadie sabe el porvenir .... Por lo que á nos-
otros ocurre, me persuado de que no es fácil á
los que nos sucedan, escribir con entera rectitud
sobre lo pasado.
— Es lo que decía hace un momento: de los
personajes considerados aisladamente, desligados
de la escena en que vivieron, de los hábitos, edu-
cación y preocupaciones de que fueron escla-
vos, suelen quedarnos caricaturas.
Los hombres públicos son, de esta suerte, como
estatuas de relieve en los frontispicios de viejas
construcciones. Separarlos del muro á que están
adheridos, embelleciendo y completando el con-
junto del edificio, es cercenar á éste y mutilar á
aquéllos. Se les arranca de su marco natural.
Tal pudiera suceder mañana, al juzgarse de
las consecuencias posibles de este conflicto en el
virreinato.
— La fidelidad se salvará. Queda el documento
escrito.
38 E. ACE^nEbo DÍAZ
— Falsea á veces, ocultando el móvil verda-
dero.
— Entonces, la tradición y el testimonio de los
hombres.
Fray Benito movió negativamente la cabeza.
— La primera nunca está en el medio, como lo
está la verdad; el segundo, hállase comunmente
en los extremos. En rigor, paréceme necesaria en
la historia una luz superior á nuestra lógica, como
medio eficiente para mantener el equilibrio del es-
píritu, y el criterio de certidumbre con aplomo
en la recta. — La verdad completa, ya que no ab-
soluta, no la ofrece el documento solo, ni la sola
tradición, ni el testimonio más ó menos honorable:
la proporcionan las tres cosas reunidas en un haz,
por el vínculo que crea el talento de ser justo,
despojado de toda preocupación, y que^ por lo
mismo participa de una doble vista, una para el
pasado y otra para el porvenir, asentándose en
el presente con el pie de la rectitud. — No siendo
posible esa lógica superior, hay que estarse á lo
menos malo de la flaqueza humana !
El pasado era para el estudioso fraile, cofrade
digno de Larrañaga, algo parecido á un cuerpo
sin cabeza que se alumbra á sí mismo, y al sitio
ideal en que se encuentra, de una manera pálida
y dudosa, sirviéndole de linterna su propio cere-
bro como ciertos condenados en la Divina Co-
media. — El espíritu que se lanza en las sombras
en busca "de esto que se asemeja á fuego fatuo.
ISMAEL 39
corre las contingencias del que se hunde en pro-
fundidades desconocidas para arrancar á la tierra
el brillante de sus entrañas. ¡Puede ó no ha-
llarlo !
Como él repitiese la frase antigua de que la
verdad está en un pozo, el capitán Pacheco dijo
con mucha calma y somnoliento :
— Eche, pues, la sonda el hermano Benito, á
ver qué encuentra.
— Y bien, — continuó el fraile tranquilamente, —
encuentro que en todo esto, se trabaja para otros.
¿Es que, al lanzar esta frase, estaba en reali-
dad convencido Fray Benito de que los hombres
de su época, invocando su fidelidad al monarca,
habían trabajado de un modo ingenuo por una
reacción contra la monarquía, al advertir á un
pueblo joven y brioso, que él algo valía, puesto
que era digno del gobierno propio ; y que, dado
este paso por exceso de celo, no sólo se habían
relajado los vínculos del sistema de la tutela le-
gítima, sino que también se había señalado la
hora histórica de los tiempos de descomposición
en estas vastas colonias ? — Quizás.
El hecho es que, en oyendo las palabras del
fraile, fuésele el sueño de súbito al capitán Pa-
checo, quien incorporándose en el sillón,, en cuyo
brazo derecho descargó con fuerza el puño, —
dijo con voz de trueno:
— ¡ Vaya una pesca la que ha hecho en el pozo
el hermano Benito!
40 E. ACEVEDO DÍAZ
El padre guardián, con el rostro encendido, arre-
glóse agitado la capucha con el dorso, removién-
dose en su asiento.
— Acaso, — prosiguió Fray Benito, — eso siente
como verdad innegable, mediando el hueco de
un siglo, el criterio de los pósteros, al lanzarse
en la vía oscura de los tiempos transcurridos, —
tentando ! — más confiado en el tacto y en el ins-
tinto que en la tradición que el error amengua
ó exagera, — así como el que avanza en las ti-
nieblas buscando el apoyo firme con las dos ma-
nos por delante. — Antes que los efectos, son las
causas las que constituyen la médula de la his-
toria. — Lo demás es momia. — En los sucesos que
comentamos, las causas serían : la una mediata^
ó sea la emulación establecida entre las dos ciu-
dades desde los hechos gloriosos contra las in-
vasiones inglesas, y la otra ostensible, ó sea la
nacionalidad fi-ancesa del virrey, estando ocupada
la península por los ejércitos de Bonaparte. De
aquélla ha nacido la rivalidad; de ésta, la des-
confianza y la antipatía instintiva. Siendo tales las
razones de los sucesos, ¿ puede creerse que el lazo
de unión con Buenos Aires subsista, ni aun que
vuelva fácilmente á reanudarse ? Debe creerse que
no. Agregúese el ejemplo que se da con el Ca-
bildo abierto y la Junta de propio gobierno á
las otras colonias, y habrá que convenir en que^
no convenciéndose los pueblos sin disputa, ni
aleccionándose sin dolor, lo futuro será un se-
millero de conflictos.
ISMAEL 41
— Me gustaría una zaragata en forma, — dijo
el capitán Pacheco, un, poco alarmado, sin em-
bargo, ante los asertos de Fray Benito.
Fray Francisco limitóse á negar con la cabeza,
cual si no diera mayor importancia á esos juicios.
Volvió á reinar un breve silencio.
Al extremo opuesto del refectorio, Fray Joa-
quín Pose mantenía con vigor una partida de
ajedrez con otro fraile, si bien llevaba dos pie-
zas de desventaja. — El interés puesto en el ta-
blero por los jugadores, los tenía abstraídos por
completo, al punto de no preocuparse un solo ins-
tante ni de las voces atronadoras del capitán Pa-
checo.
Sobre una fuente de platino, en la mesa, veíanse
algunas copas llenas de licor color granate.
El padre guardián invitó cortésmente, pero sin
desplegar los labios, á sus dos compañeros; y
reservando para sí una copa, dijo luego:
— ¡ A la salud del rey, la gloria ibérica y la paz
de las colonias !
— ¡ Trinidad coeterna ! exclamó el capitán, apu-
rando el contenido.
Fray Benito humedeció los labios, y volvió á
colocar su copa en la fuente sin pronunciar una
palabra. — Su rostro de facciones delicadas, había
permanecido impasible.
— ¡Jaque perpetuo! — decía con acento alegre
y lleno de satisfacción en el otro ámbito. Fray
Joaquín Pose.
42 E. ACEVEDO DÍAZ
Fray Benito miró de una manera dulce al pa-
dre guardián, murmurando bajo, y sonriente:
— ¡Posición crítica, la de Fernando VII!
En ese momento oyéronse tañidos lentos de
campana, desde el interior del edificio, y rumo-
res de rezo. — Un reloj daba las diez.
Los frailes cogieron sus rosarios, prosternán-
dose los unos en el pavimento, quedando inmó-
viles los menos. — Siguióse un silencio solemne;
después difundiéronse por la sala confusos mur-
mullos.
El capitán Pacheco púsose una mano bajo la
solapa de su capote, é inclinó la cabeza, en ins-
tantes que el hermano refitolero de pie en el um-
bral, tras un gesto muy visible, hacíase en la boca
la señal de la cruz para ahuyentar el espíritu
maligno.
V
Transcurridos algunos instantes de religiosa cal-
ma, reincorporáronse los que se habían puesto de
rodillas, persignándose rápidamente; una tos ge-
neral siguióse al recogimiento ; varios frailes vie-
jos y ventrudos con sus ojos sin brillo fijos en
los rincones, sorbieron sus polvos de rapé en bea-
ISMAEL 43
tífica actitud; y, á poco, fueron uno á uno des-
filando hacia las celdas, encogidos, mudos, som-
nolientos, arrebujados en sus hábitos, en tanto
Fray Joaquín Pose y su adversario preparaban
nerviosos las piezas en el tablero, para empren-
der una tercera y última partida de honor.
El capitán Pacheco se compuso la garganta, y
restregóse las manos, diciendo:
— Mal sesgo ve tomar á las cosas el reve-
rendo padre, y juro que si no las sueña, ojea
muy lejos de un modo asustador.
— Fray Benito tiene sus visiones nada lumi-
nosas, á veces, — observó el padre guardián con
cierta entonación irónica.
Sonrióse el fi-aile apaciblemente, y repuso:
— Suele suceder eso, en realidad. — Con este
motivo debo traer ahora á cuento un hecho dra-
mático, acaecido el penúltimo día del sitio puesto
á esta ciudad por los ingleses. — Aun no dista-
mos de él dos años. Lo vi en sueños un mes
antes. ...
— Si huele á pólvora, el cuento promete, — dijo
el capitán Pacheco.
— Ya se verá. — Paréceme que es un suceso
excepcional y único en su género, aunque ya co-
nocido de todos ....
Fray Benito contó su ensueño, en esta forma :
— No había sido Montevideo agredido todavía ;
y lo que es más raro, con nadie mantenía guerra.
En uno de esos días serenos, una doncella vino
44 E. ACEVEDO DÍAZ
al templo á hacer confesión auricular, y se la re-
cibí. Iba á contraer matrimonio con un joven ca-
dete de artillería, oriundo del que fué reino de
León, casi un niño, pues apenas le apuntaba el
bozo. Parecióme ella tranquila y feliz, como toda
criatura que recién abre su espíritu al mundo.
En pos de sus candores deslizados á mi oído sin
la menor sombra de pecado, fuese alegre y son-
riendo, complacida tal vez de una absolución sin
reserva alguna. Ocurrióseme pensar, al mirarla,
en aquellas vírgenes de los primeros tiempos,
destinadas al sacrificio; pero, bien pronto disi-
póse en mi espíritu hasta el último detalle de ac-
cidente tan natural y común como el de una con-
fesión ....
Una noche, sin embargo, ya olvidado todo,
soñé que la niña había muerto en las vísperas
de sus nupcias.
¡Y de qué manera, Dios piadoso!
— Sin duda sucumbió de amor la desdichada, —
objetó gravemente el capitán.
— No, por cierto, pues era bien correspon-
dida .... Véase ahí cómo, por un sino fatal, en el
arma á que servía su amante estaba el secreto
de su fin .... Vi aquella noche en sueños agitarse
su tronco sin cabeza, y tendidos sus brazos ha-
cia el novio que la miraba mudo de terror, en
tanto se removía en el suelo junto á la mesa del
banquete, á un paso de sus deudos petrificados
por el exceso del espanto, su cráneo hermoso y
juvenil reducido á una masa sangrienta. . . .
ISMAEL 45
¡Fué una pesadilla tétrica que tardó en bo-
rrarse de mi mente muy largas horas!
— ¡ Cifra negra en la historia de la prole de
Magariños! — murmuró el padre guardián con voz
apenas perceptible.
— El tiempo pasó, — siguió diciendo el fraile, —
y vino el asedio por el ejército británico. Los
cañones de la batería levantada frente al bastión
del Sud, y las poderosas fragatas acoderadas
en la bahía, batían la muralla sin tregua, arra-
sando parapetos, merlones y esplanadas. — El bas-
tión estaba en ruinas con sólo una pieza útil, des-
montadas las otras, muertos todos los artilleros vete-
ranos, abierto el muro del flanco á pocas decenas de
metros, destrozada la tropa de milicia, y los últimos/
defensores llenos de sed, de hambre y de sueño se
arrastraban al pie de las banquetas, aullando de de-
sesperación .... De aquella cólera espantosa, y de
aquella atmósfera de llamas, todos tienen memoria.
El orgullo nacional y el odio de raza, aparte de la
justicia de la defensa, centuplicaban el vigor de la
lucha. — En uno de esos días legendarios, Andrés
Duran, l\erido en la brecha, decíame triste en una
ambulancia improvisada : « rugen bien el león y el
leopardo... mas el primero tiene ya rotas las garras ! »
Pero, que ellos luchasen, era natural, y que
muriesen también como buenos en la batalla
cruenta.
A los débiles, á los inocentes, sin embargo, á los
que creían en las venturas de este mundo, debía
46 ^ E. ACEVEDO DÍAZ
alcanzarles idéntico premio. — La visión iba á rea-
lizarse en uno de esos seres angelicales, en el
ser mismo que la causó, en cierta hora de tregua
y de reposo, como si el ánima de los cañones
hubiese sentido profunda angustia ante los subli-
mes dolores del heroísmo ....
La familia estaba reunida en el comedor^ con-
tenta y feliz, á pesar del conflicto. La costumbre
del peligro dejaba sonreír á las almas buenas. ¡En
medio de un turbión apocalíptico, un festín en el
hogar! El cadete, que acababa de limpiarse el
sudor del combate, dichoso en sus cortos momentos
de licencia, sentábase á la mesa. — La novia, lozana
y fresca, coloreadas sus mejillas por el dulce calor
de la ilusión — ¡extraña rosa que se abría entre el
fuego del incendio ! — estaba cerca de la cabecera,
con los ojos en su amado. — La madre hacendosa
iba á distribuir el pan y la sal á los que habían
nacido para quererse, y era justo que allí cayese
como bálsamo la dulce bendición del cielo. — Cari-
ños concentrados, anhelosas solicitudes, atenciones
«xquisitasy amables, todo sincero y profundo por
la misma ansiedad en que se vivía en tiempos tan
borrascosos, en aquella intimidad lucía, un minuto
antes del duelo y del quebranto.
¡ Crueles vísperas las de estas bodas de hierro y
sangre!
La artillería hizo oir de súbito su ronco es-
truendo de la parte del mar, y salieron de la for-
taleza cercana notas, sonoras de una música gue-
ISMAEL 47
rrera, que acompañaba el ruido de las descargas
en las almenas. — El clarín vibraba en los ámbitos
lejanos, y batía la tambora como un paso de ata-
que. — Los comensales que llevaban ya el ali-
mento á la boca, quedaron inmóviles, en suspenso*
El enemigo renueva sus fuegos, — dijo el cadete*
en actitud de levantarse.
En ese instante la pared del salón en que se
celebraba el festín humilde, donde ninguna mano
fatídica pudo trazar los caracteres del profeta bí-
blico, se abrió en su centro para dar paso á un
grueso proyectil, que hiriendo víctima noble, fué
á sepultarse en la opuesta entre una nube de
polvo.
Al silencio, siguiéronse gritos de horror y.vióse
en la semioscuridad, apagadas casi todas las luces
de los candelabros por el viento de muerte, un
tronco sin cabeza que saltaba en su asiento, lan-
zando hacia arriba un chorro de sangre tibia y
humeante ....
j Era la novia !
Fray Benito, dicho esto, enmudeció, removién-
dose sus labios con lentitud, cual si por ellos
hubiese pasado un ácido amargo ó deletéreo.
Fray Francisco y el capitán Pacheco agitáronse
en sus sillones tosiendo, para ocultar alguna emo-
ción de pena. — Púsose el uno á pasar entre los
dedos los nudos de su cordón blanco, y el otro á
mirar el techo, silbando entre dientes un toque
de guerrilla.
^ E. ACEVEDO DÍAZ
VI
El semblante de Fray Benito fué luego animán-
dose poco á poco. A sus facciones dulces volvió el
tinte risueño, y á la humedad de sus pupilas
sucedióse el brillo que el pensamiento trasmite á
la visual cuando cambian de giro las ideas. — Le-
vantó la frente con afable gesto, y dijo :
— Ahora, me permito aventurar otra creencia,
á mérito de un nuevo sueño, muy raro, que me
sobresaltó anoche, obligándome á prolongada vi-
gilia. El libro de Rousseau, sobre cuyas teorías
hemos departido tantas veces con el padre guardián,
sirvióme de distracción. — La aurora me sorprendió
en el primer capítulo del tema sobre el contrato
social, que el audaz filósofo imagina celebrado
por los hombres que vivían en estado de natura-
leza . . . •
— ¡Paradoja absurda! — susurró Fray Francisco.
— Por eso fué verdadera teoría armada, repuso
Fray Benito, muy tranquilamente.
Sabido es que para mover las muchedumbres
contenidas por el dogma del derecho absoluto de
los reyes, el filósofo ideó un sofisma atrevido,
pensando tal vez que, no pudiendo las nociones
ISMAEL 49
-de lo exacto y de lo justo penetrar en la con-
ciencia popular esclava de la costumbre de doce
siglos, sino como la gota de agua en la piedra,
■era preferible anticiparse por los medios violentos
á la obra de los años, haciendo volar con un
iarreno las bases del viejo edificio.
— Mina, llamamos nosotros a esa cavidad subte-
rránea, — le observó el capitán IPacheco con aplomo
<ie perito.
— Sea, hermano.
Me detengo en el detalle del libro ruidoso, pues
sus doctrinas tienen alguna atingencia con la visión
<S sueño de que hablaré en seguida.
Estas ideas francesas que han venido rodando
á nuestras playas como despojos de un gran nau-
fragio de instituciones y de extravíos del criterio
humano, han hallado acogida en nuestra reducida
juventud ilustrada, — dispersa ya en parte por
circunstancias diversas. Se conoce á Mirabeau y
á. Robespierre, y sus utopías terribles preocupan
los cerebros entusiastas, desde antes que la hoja
periódica de Auchmuty divulgase en Montevideo
opiniones subversivas del orden colonial. Bien que,
dentro de las murallas no haya temor al cam-
bio, y se conserve intacta la fidelidad al rey;
pero, no ha de suceder quizás lo mismo en la
cabeza del virreinato, donde la juventud es nu-
merosa y va elevándose por ayuda propia, des-
pués de batir los ejércitos ingleses.
Allí puede darse barreno.
4
50 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¿A qué ? — interrumpióle el padre guardián
con aire socarrón.
— Ya se verá, — prosiguió Fray Benito, recal-
cando en su frase favorita.
Y después de recogerse un instante, dijo coma
pesando en su ánimo algunas verdades que mor*
tincaban su cerebro:
— Este cabildo abierto y esta junta de gobierno-
propio constituyen una fórmula nueva, apenas un
trasunto de lo que el fondo de la temible teoría
entraña. Si la juventud de Buenos Aires llegara
á aplicársela en una hora de delirio, ¿q^é sería
del sistema ? El gobierno en la plaza pública
concluiría con el derecho divino ; entraríamos en
plena democracia griega ....
El padre guardián echóse á reir.
— ¿Por ahí viene la visión? — preguntó.
— Viene por ahí, — repuso Fray Benito con un-
ción profética.
Ocúrreseme que de Montevideo ha partido un
ejemplo tentador, y que debe tenerse en cuenta
que las teorías revolucionarias latentes avanzan
esta idea peligrosa: nada sino Dios está por encima
de los pueblos ....
Las mismas pasiones, — ú otras análogas por
lo menos, — que han hecho explosión en el siglo
último, podrían obrar también aquí en carne y
hueso; pues que es sobre la naturaleza humana
que se trabaja.
Fray Francisco, que había asumido una actitud
seria, se apresuró á decir
ISMAEL 51
— Divaga el hermano Benito. Esas ideas mons-
truosas, como él mismo lo ha reconocido, no viven
sino en algunas cabezas calenturientas. El sofista
Rousseau no hallará nunca eco en las campa-
ñas; su par^idoja sería un enigma para las gentes
del pastoreo.
— Precisamente,— repuso el fraile, — véase ahí la
materia de mi sueño.
Aquí está escrito, — añadió mostrando un pa-
pel. — Desconfiando de mi memoria, tracé estos
renglones que voy á leer, y lo hice con un lápiz
á la primera luz del día.
El fraile leyó lo siguiente:
€ Uhomme sauvage se dibujó primero .en
mi mente bajo la forma de un solitario de las
cavernas; luego, de un centauro fiero;, después,
de un gaucho vagabundo .... Soñé que todo se
había trastornado en el (^rden social y político,
hombres y cosas, y que « los últimos eran los pri-
meros. » — El rey había muerto sin que se gri-
tara: ¡viva el rey! Ni se juraba obediencia, ni se
abrían medallas, ni el cabildo había vuelto á
cerrarse, ni el mandato supremo era cumplido.
Las muchedumbres se agitaban iracundas, y las
pasiones de' que hablaba, ya sin freno, todo lo
hacían temblar en sus cimientos. Yo mismo, —
y como yo otros religiosos, fui arrastrado por la
onda, — y en ese tránsito ideal del templo al cam-
pamento, de la celda al vivac, entre mil rumores
discordantes y llamas de incendio, vi en los ai-
52 E. ACEVEDO DÍAZ
res una luz nueva, y escuché á mi alrededor gran-
des voces que decían : ¡ los tiempos han cam-
biado!
El acento del fraile, al leer estas líneas, era
grave y solemne.
El padre guardián llegó á sentir un estremeci-
miento.
. Pacheco miró á la puerta con recelo, cual si
en sus umbrales pudiese aparecer irritado el go-
bernador Eh'o.
— i Mal sueño, padre, mal sueño ! — dijo inquieto
y confundido.
« ¡ Y así era ! — continuó leyendo Fray Benito,
sii> prestar atención á estos signos de inquietud.
No vivíamos como ahora, sino á prisa, de una
manera vertiginosa, derribando con creciente fre-
nesí 'Cuanto había constituido nuestro orgullo ac-
tual, escombrando los caminos llenos de espan-
tosa fiebre entre nuevos combates, otros himnos,
otras banderas; los humildes todos eran obreros
y soldados; los audaces y fuertes, soberbios ca-
pitanes ; los estudiosos, poh' ticos y escritores, y de
la masa nativa, como de una materia fermentada,
salían explosiones enérgicas y relámpagos de co-
raje y odio envolviendo la escena con la pesada
atmósfera formada por el polvo de las ruinas.
No se crea que había hora de reposo. Esa ge-
neración terrible de mi sueño, todo lo destrozaba
é invertía, cual si quisiera crearse un teatro dis-
tinto y borrar hasta el menor vestigio del tienipo
ISMAEL 53
que fué, á un toque continuo de rebato que lla-
maba de apartados extremos las muchedumbres,
no para apagar el voraz incendio, sino para au-
mentarlo con nuevos despojos y reliquias ....
Hermanos, así fué mi visión. ¡Cuando desperté,
llegué á pensar que la tempestad estaba cerca !
Venía el alba. Junto á mi lecho, al alcance de
la mano, tenía el libro de Rousseau. Al principio
le miré con terror, pero después le cogí y púseme
á hojearlo con luz de aurora. A este resplandor
indeciso, parecióme una mancha negra en mis
manos, y ¿por qué no decirlo? bien luego el tinte
de negrura transformóse en el de acero bruñido.
Aseméjeseme el libro á una máquina de destruc-
ción, pequeña, pero de una potencia descomunal.
Brotaba de él como una inspiración diabólica con ^
fulgor de báratro, capaz de hacer caer en el gran
pecado de los apetitos salvajes á los que viven
maldiciendo: la sociedad es un contrato, cuyo
texto primitivo se perdió en la noche de las eda-
des; no hay más derecho que el humano. Sur-
siim corda / Hermanos míos : estas ideas así con-
densadas, más que una espada que corta, pare-
ciéronme una lima formidable de morder cade-
nas. El eterno Espartaco cruzó por mi vista con
el grillete roto, pero esta vez erguido y domi-
nador, llevando en su frente el signo luminoso
de nuevos destinos, y en la mano un cetro ex-
traño que no se parecía al de los reyes. Mur-
muré : ¡ Salve al Redentor del mundo ! ¡ Libertad,
54 E. ACEVEDO DÍAZ
igualdad, fraternidad : el verbo va á hacerse car-
ne !. . »
— ¡ Silencio hermano ! — dijo Fray Francisco des*
pavorido.
— ¡ Si se hace carne habrá que acuchillarlo ! —
exclamó el capitán Pacheco, golpeando con la
diestra en la cruz de su espadón.
Fray Benito dirigió á uno y otro la mirada
plácida y serena, respondiendo con su voz más
dulce :
— Cuento un sueño ....
¿Llegará acaso, á realizarse?
I No es fácil saberlo !
. Luego terminó así su lectura:
« Hay que pensar que un pueblo que descu-
bre poder gobernarse á sí propio, ha dejado ya
de ser pupilo ipso fado : y que, de este paso
casi autonómico, á la descomposición del orga-
nismo colonial, no aquí, sino donde el ejemplo y
la chispa halle alimento, puede sólo mediar una
línea. . . . aunque ésta sea del ancho de un río !»
Estas últimas palabras, como un e j>ur si
muove, fueron pronunciadas de un modo flébil
por el fraile, cuyos labios vibraron cual si en
ellos se hubieran quedado temblando.
« Y aquí, — prosiguió con el rostro iluminado, —
aquí .... el hombre de Rousseau, más completo,
por la campiña desierta vaga, tan desligado ya
del armazón de la colonia, como del árbol gene-
rador puede estarlo la semilla que aparta lejos
ISMAEL 55
-el viento y cuaja sola entre las breñas. ¡ Guay del
día de un conjuro á sus instintos ! . . . . »
Concluida su lectura, Fray Benito dijo risueño :
— Hermanos : para hacerse realidad el sueño
de la novia que narré, necesario fué que trans-
curriera el tiempo.
Dejemos ahora al mismo arbitro, que confirme
ó desvanezca mi visión.
Y rompió en seguida en menudos fragmentos
el papel.
VII
El tiempo en realidad, debía confirmar bien
pronto estos juicios y predicciones.
La revolución que sobrevino, preparada de una
manera lenta y laboriosa por los sucesos, empezó
por adoptar la fórmula del cabildo abierto y de
la junta provisoria ; pero, como manifestación en
el fondo de un esfuerzo propio y conjuntamente
de una tendencia incontrastable al cambio, en
cuya obra demoledora era necesario el concurso
de todos los elementos que actuaban en el teatro
antes pacífico, y entonces revuelto del virreinato.
Dos factores principales se destacaron en la
escena frente á frente, incubados por la educa-
56 E. ACEVEDO DÍAZ
ción y el hábito colonial, cuando estalló el gran
movimiento: — los hombres de las ciudades más'
ó menos bien preparados para señalarle rumbos
ó abrirle ancho cauce, pero irresolutos y llenos
de vacilaciones y dudas en los primeros años de
lucha; y ías masas campesinas, de propensiones
acentuadas á la acción violenta, rápida y ani-
quiladora con todo el vigor de la rudeza nativa, y
el ímpetu casi ciego de los instintos conflagrados-
La cultura relativa de la época y las teorías
francesas constituían el capital intelectual del ele-
mento inteligente, que á su vez debía dar de sí
y aun excederge al nivel moral y político de su
tiempo, á influencia del mismo rigor de las cir-
cunstancias y de la enormidad del peligro.
La vida del aislamiento formó en las muche-
dumbres de los campos el « carácter local », el
círculo estrecho de la patria al alcance de la mi-
rada, el egoísmo fiero del pago y del distrito, —
germen de la descentralización futura, y á su
vez, arranque originario de una vida independiente
y soberana en la oscura fuente de las soberbias
cerriles.
De este punto de vista, la masa campesina
tenía que ser el agente más eficaz de demolición,
á la par que el ariete incontrastable que había
de abatir el « imperio de la costumbre », enemigo
el más fuerte del espíritu de nacionalidad que
nacía débil y vacilante en medio de conflictos
dolorosos.
ISMAEL 57
Bullía en el fondo de esa masa una exube-
rancia de fuerza indómita, que inevitablemente
tenía que derramarse de una manera formidable,
— como desechos volcánicos, — una vez abierta
la válvula por el trabajo sordo y continuado de
las ideas.
Ni era lógico prescindir de este factor, ni era
posible adaptarlo á los ideales luminosos, ó pla-
nes más ó menos extraviados del otro concu-
rrente, sin pretenderse encerrar en un molde con-
vencional todo un desorden revolucionario.
Hecho el llamamiento á las pasiones y á las
fuerzas del desierto, — á toque de clarín, — era
forzoso aceptarlas tales cuales ellas eran, como
un fenómeno sociológico resultante de causas com-
plejas y profundas. Natural era suponer que de
una obra de siglos, ellas hicieron un montón de
escombros !
Contra una hipótesis infundada de la Junta, el
despertamiento en el año XI de las masas uru-
guayas puso en evidencia que no había sido « una
fidelidad absoluta al Rey », sino un sentimiento
local, — acentuado hasta por la configuración geo-
gráfica, — la causa del silencio y de la inercia
de esas poblaciones en los primeros meses del
estallido. !pse silencio y esa inercia desaparecie-
ron así que los gauchos orientales fueron citados
al combate por sus caudillos, — las encarnaciones
típicas de sus terribles «amores locales».
Y llegaría día en que todos estos elementos
58 ^ E. ACEVEDO DÍAZ
de vitalidad extraordinaria, como que eran la mé-
dula del organismo político, se revolverían en-
conados contra la autoridad central de la Junta,
— constituida en poder omnímodo ; — reversión
que debía operarse fatalmente, sin perderse el
instinto de la nacionalidad, como un efecto final
de la misma difusión de la energía revolucionaria
en todas las partes de aquel organismo.
En esa borrasca de polvo y sangre había de
suceder en definitiva que las pasiones « locales >
sirvieran á arrasar por completo, como hemos
dicho, hasta el último vestigio de la vieja orga-
nización de la colonia, y á impeler de un modo
inflexible á las mismas fuerzas inteligentes por el
camino tan rehuido de la democracia y de la
forma federativa.
Así, después del estrago, observóse al fin que
el terreno estaba preparado para una nueva vida,
con elementos armónicos de raza, porque las di-
vergencias sólo eran de segregación parcial, y en
el fondo de esta destrucción y de esta ruina eran
coherentes las propensiones ingénitas de las masas
campesinas con la idea de absoluta independencia
que predominó sobre todas las estériles combina-
ciones del tiempo.
Fácil es levantar un dique que detenga la
inundación al llano, allá sobre las vertientes, ó
el ojo de agua que brota de la entraña escon-
dida, como un chorro de savia cuajada de cé-
lulas fecundas ; — pero, opóngase el obstáculo en
ISMAEL 59
lo grueso del cauce y de la corriente, cuando el río
poderoso marcha de carrera á perderse en el
océano, y rebasarán sus aguas, ó desviando el
curso por distintas cuencas, irán por otras tantas
bocas á vomitar torrentes en el abismo.
Algo semejante ocurrió en la revolución de
Mayo, cuando aquella irreductible fuerza diver-
gente, pero no reaccionaria, rompió el viejo molde
de la colonia y echó en los surcos abiertos por
desoladoras guerras lá semilla de una naciona-
lidad briosa é indomable.
Al principio de este alumbramiento difícil ; á
los primeros pasos y escenas de una generación
heroica que todo lo libró al empuje del brazo y
á la bravura del instinto, es que vamos á asistir
ahora.
El gaucho va á ocupar la escena, á llenarla
con sus pasiones primitivas, sus odios y sus amo-
res, sus celos obstinados^ sus aventuras de le-
yenda ; pero el gaucho que sólo vive ya en la
historia, el engendro maduro de los desiertos y
el tipo altivo y errante de un tiempo de tran-
sición y transformación étnica.
60 E. ACEVEDO DÍAZ
VIII
Caía una tarde de Febrero del año i8n, cuando
trasponiendo los oteros y collados que ondulan
á las márg-enes del Río Negro, á algunas leguas
del paso de Ramírez, un ginete teniendo sobre
la rienda su caballo piafador de gran alzada, ca-
beza pequeña y narices bien abiertas, rojas y es-
pirando vapor por el esfuerzo de la carrera, —
se dirigía á la selva profunda que como un fes-
tón enorme de verde irisado bordando el hori-
zonte azul, se erguía en el valle magestuosa é
imponente.
En la última pequeña eminencia, el ginete tiró
á dos manos de las riendas, echando su cuerpo
atrás, deteniendo á su brioso alazán que alargó
el cuello espumeante de sudor, llenos de fuego
los ojos y de sanguinolentas burbujas la boca,
gobernada por un bocado sin camas, barbada ni
coscojas, de esos con que el que está habituado
á andar desde los primeros años en los lomos
equinos, avasalla y doma la fiereza del potro.
Dobló luego, hacia arriba, el ala de su som-
brero, y volviéndose de lado con destreza, miró
el terreno que quedaba á sus espaldas, escudri-
ISMAEL 61
ñando á lo lejos todo el semicírculo que for-
maban las lomas ó cuchillas. Ningún ser humano
se veía, cerca ó lejos, en aquel espacio desierto.
Voces, gritos, balidos, rumores extraños llenaban
las soledades; y del bosque enmarañado y es-
peso que los rayos del sol poniente teñían de oro,
surgían confusas las notas de la creación alada
que elevaba en todo el largo de la selva sus him-
nos del crepúsculo.
El ojo poco avizor, nada habría podido percibir
de sospechoso en el espacio recorrido; pero, el
ginete, á juzgar por un gesto expresivo, que dilató
sus labios en forma de sonrisa irónica, algo al-
canzó á divisar er\ el horizonte á su derecha.
Fija tuvo en ese punto su mirada algunos mo-
mentos, y en seguida echó pie á tierra man-
teniendo al caballo del cabestro con su mano
izquierda. La diestra, rápida y hábil, desprendió
la cincha que sujetaba el lomillo, y volvió á opri-
mir el vientre empapado de su alazán, con sus
fuertes dedos y colmillos no menos vigorosos, hasta
unir los aros férreos de la cincha de cuero. Ajus-
tada nuevamente, á su vez, la piel ovina sin
vellones que le servía de cojinillo, acarició el cuello
y crines retaceadas del caballo algo inquieto, con
suavidad, palmeándole en el pecho cubierto de
espuma; y poniendo el pie en el estribo de ma-
dera sentóse con la mayor presteza, haciendo
sonar sus espuelas de grandes rodajas, en cuyos
pinchos se confundían pelos, lodo y sangre. — A
62 E. ACEVEDO DÍAZ
buen paso, dirigióse én seguida, hacia un punto
determinado de la selva, con ademán tranquilo y
resuello continente.
Era este ginete un gaucho joven. Representaba
apenas veinte y dos años, y sólo un bozo ligero
sombreaba su labio grueso y encendido. El cabello
tastaño y ensortijado, caíale sobre los hombros
en forma de melena. Sus facciones tostadas por el
sol y el viento de los campos, ofrecían sin em-
bargo, esa gracia y viril hermosura que acentúa
más la vida azarosa y errante, trasmitiendo á sus
rasgos prominentes como una expresión perenne
de las melancolías y tristezas del desierto. En
los ojos pardos de mirar firma y sereno, parecía
despedir de vez en cuando sus destellos el senti-
miento enérgico de la independencia individual.
Había en su frente ancha, horizonte para los pro-
fundos anhelos y sombríos ideales de la libertad
salvaje; — sobre ella flotaba el ala del sombrero,
como la de un pájaro selvático que se agitase siem-
pre en el aire, desconfiando de las asechanzas del
suelo.
Vestía de la manera característica y habitual
del tipo criollo, en aquellos tiempos postreros de
la vida del coloniaje. Este joven gaucho difería
mucho, en sus hábitos y gustos, como todos los
de su época, de los que al presente tienen escuelas
primarias para educar su prole y ven pasar ante
sus moradas solitarias la veloz locomotora con
su imponente tren cargado de riquezas, y los hilos
ISMAEL 63
eléctricos por donde se desliza el pensamiento
con la celeridad de la luz. Llevaba en su persona
los signos inequívocos de una sociabilidad em-
brionaria, de una raza que vive adherida á la
costumbre, bajo la regla estrecha del hábito, aun
cuando por entonces las aspiraciones al cambio,
— preludios vagos de progreso, — empezaban á na-
cer con desarrollo lento, del mismo modo que, —
como dccí^ Fray Benito, — brotan en crecimiento
laborioso en un terreno de breñas y zarzales los gra-
nos fecundos que el viento eleva, agita y arras-
tra en sus remolinos tempestuosos para dejarlos
caer allí donde acaba la energía de sus co-
rrientes.
Sobre una camisa de lienzo, llevaba el ginete
un poncho de género sencillo, á listas, colorante,
recogido sobre, el hombro izquierdo; un pañuelo de
seda al cuello, anudado con desaliño ; sobre el
cinto que sujetaba los extremos de un chiripá de
lanilla azul; enrolladas á su cintura, las boleadoras
de piedras, forradas? con piel de carpincho ; una daga
de mango de metal detrás, bien al alcance de la
diestra, y una pistola de pedernal cerca del arzón
con la culata hacia adentro, sujeta al apero, sin
funda ni cargas de repuesto. Calzaba botas de
piel de potro, y lucía en el calcañar, como hemos
dicho, gran espuela de hierro armada de ag*udas
puntas.
Con el chambergo inclinado sobre la oreja, su-
jeto por un barboquejo concluido por dos bar-
64 E. ACEVEDO DÍAZ
billas negras que simulaban perilla bajo su labio
inferior, — el poncho arrollado con gracia sobre
el hombro, y una mano apoyada en el mango
del rebenque, — el bizarro mozo, con su aire de
atrevimiento y dureza de ceño, bien sentado en su
caballería briosa y piafadora, • representaba fiel-
mente á esa clase errante que en otros tiempos
desconocía las dulzuras del hogar doméstico, com-
pañero del animal montaraz en los bosques, fuerce
ante el peligro, sombra siniestra del llano, la sierra
y la selva, cuyas planicies, desfiladeros ó escon-
drijos recorría y utilizaba en sus excursiones
de centauro indómito, desafiando las iras de los
prebostes y abriendo camino al intercambio de
productos, sin pago de derechos.
Severa imagen de la época, vastago fiero de
la familia hispano-colonial, arquetipo sencillo y
agreste de la primera generación, aquel mozo
liuraño, arisco, altivo en su alazán poderoso, con
su ropaje primitivo y su flotante melena, sim-
bolizaba bien el espíritu rebelde al principio de
autoridad, y la fuerza de los instintos ocultos
que en una hora histórica, como un exceso po-
tente de energía, llegan á romper con toda obe-
diencia y hacen irrupción, en la medida misma
en que han sido comprimidos y sofocados por la
tiranía del hábito.
En el ojo, al parecer vago y melancólico, lleno
de los reflejos del desierto; en el aspecto de la
cabeza echada hacia atrás, tal como debe ofre-
ISMAEL tó
cerlo el ^ yaguareté » que asoma en la altura al
lejano ladrido de los perros cimarrones ; en el
aire reconcentrado y caviloso de este hombre ce-
rril, cada vez que se detenía para volver la mi-
rada escudriñadora al lontananza, en todas direc-
ciones; en sus movimientos desenvueltos, y osa-
dos y la tranquila firmeza con que, ora lanzaba
hacia delante ó á los flancos su caballo, ora re-
primía con diestra mano sus impulsos, ora se
arrojaba de sus lomos y se tendía sobre la yerba
para recoger en el suelo firme con oído atento
los rumores, descubríase al agente temible fuera
de la ley, objeto constante de las persecuciones
implacables, á la vez que al baqueano astuto y
sagaz que encamina sus pasos por sitios inex-
plorados, sin dejar huellas; cual si sus pies como
las enguantadas zarpas del tigre, al sepultarse
en lo más intrincado de los bosques, no ajasen
las yerbas bajo su fina piel de potro, ni depri-
miesen el suelo inseguro de los pantanos.
El ginete venía perseguido por un destaca-
mento de caballería.
La jornada había sido dura, de largas leguas,
sin tiempo para beber algunos sorbos de agua
en los arroyos del tránsito, que atenuase una sed
ardiente y febril. Si sudorosa estaba la frente
del amo, bañado en espuma hasta los corvejo-
nes, en donde el ¿azo de trenza con su última
vuelta ó anillo había formado con el roce grue-
sas ampollas blancas, estaba su fiel compañero, —
6
66 E. ACEVEDO DÍAZ
levantada la una oreja, el copete goteando sobre
los ojos encendidos, las narices dilatadas y enro»
jecidas por el hervor de la sangre caldeada en
la carrera.
Ya en la orilla de la selva, el ginete moderó
el paso, recorriéndola alguna distancia como bus-
cando la abertura casi invisible de una picada
secreta ; — algo así como un túnel tortuoso y
oscuro bajo las espesas bóvedas flotantes que
atravesara todo lo profundo del bosque hasta la
ribera del río, escondido entre dos inmensas pa-
ralelas de troncos y follajes cual una veta de
plata á flor de tierra.
Allí donde, otros menos expertos nada habrían
visto, el ginete se detuvo.
Cubierta ligeramente por las ramas hojosas de
melles y guayacanes, había una abertura ó en-
trada muy estrecha, por la que sólo podía pene-
trar de frente un ginete.
El fugitivo apartó los ramajes con cuidado, y
su alazán, cual si reconociera el sitio, entróse
por aquel túnel contorneado de arborescencias,
quebrando los gajos tiernos con el pecho y ha-
ciendo crujir bajo sus cascos los viejos troncos
esparcidos á trechos en la sombría senda. Re-
frenóle su dueño con vigor; y desde ese instante,
empezó á avanzar paso á paso, caracoleando en
prolongada serpental, y deteniéndose á veces
ante el obstáculo opuesto por recientes invasio-
nes de la vegetación arbórea, ó ante curiosas
ISMAEL 67
empalizadas que los habitantes desconocidos del
bosque levantaban en ciertos lugares, para torcer
la marcha de una partida ó columna en desfile.
Estas obras de matrero no carecían de ingenio.
Menos prolijas, recordaban no obstante las del
topo. En los sitios donde existía el obstáculo, el
«sendero se dividía en línea trifurcada, siendo dos
de los ramales más reducidos y angostos, — como
obra de carpincho y otros moradores de la selva, —
viniendo á constituir la barrera artificial el ' vér-
tice de dos ángulos agudos. Los senderos de
los flancos, llevaban lejos; los que en ellos se
aventuraban, se perdían en lo intrincado del
monte. En cambio, traspuesto el obstáculo de la
línea media, que era la recta, arribábase á la otra
orilla después de una lenta y complicada travesía.
El empalme de estas vías tenebrosas, sólo era
conocido por el contrabandista ó el matrero, á
quienes bastaba separar los troncos y el boscaje
formado por nutridas lianas y ñapindaas dóciles
y rastreros, que al enroscarse en los árboles cir-
cunvecinos alargaban sus guías enormes por do-
quiera, — para abrirse paso y continuar la ruta,
después de recubrir el paraje cuidadosamente.
Estos senderos secretos se extendían larga dis-
tancia bajo un cielo verde en caprichosos giros
ora en ascenso, ya en declive, según las ondu-
laciones y accidentes del terreno sembrado de
hojas y de raíces, en medio de paisajes encan-
tados, de heléchos y nutridos brezos sobre los
68 E. ACEVEDO ,DÍAZ
que zumbaba sordamente todo un mundo de áto-
mos alados.
Rara vez la planta humana hollaba aquellos
sitios, verdaderos asilos ignorados- del gaucho
errante; y diríase ante su salvaje pompa y vir-
gen soledad, la smarrüa via, en la selva oscura
del poeta. — Troncos gigantes enlazados por gra-
ciosas guirnaldas de lianas y tacyos, hasta for-
mar tupidas redes en las bóvedas de l¿is copas
confundidas; palmeras enhiestas asomando sus
cabezas en el espacio, á manera de colosales
quitasoles del oriente; robustos yatahis y gua-
yabos en estrecha alianza con las indígenas ye-
dras trepadoras, molles y laureles agrupados en
tumulto; añosos quebrachos y atrevidos ñanga-
pirees elevando sus cúpulas en desorden, junto
al duro espinillo y al tala espinoso, — verdadero
erizo vegetal que hiere y desgarra como un dra-
gón que guardara el secreto de la floresta; co-
lumnatas singulares, airosos capiteles, variadas
volutas, elegantes cimborios simulados por mi-
riadas de hojas y tupidas florescencias ; y en la
pradera sombría, como asaltando las bases y
troncos de aquella hermosa vegetación secular,
innúmeras legiones de plantas selváticas irguién-
dose con audacia para concluir en esbeltos tallos
y trémulos penachos de vivos matices, ó retor-
ciéndose por el suelo cual prodigiosa nidada de
serpientes.
Por medio mismo de estos paisajes, divididos
ISMAEL 69
/
por el angosto sendero, empezó el ginete su tra-
vesía.
Marchaba el sol á su ocaso, y sus rayos que
bañaban las alturas del bosque diluían apenas
en su interior, — á través de pequeños claros ver-
ticales, algunos chorros color de oro muerto ó
ligera lluvia de aristas luminosas que solían or-
nar con fantásticas fajas ó talabartes las gusa-
neras de im negro y rojo de terciopelo que se
remontaban en formas piramidales desde el suelo
hasta la bóveda, adheridas á las gruesas guías
de las enredaderas. — Mundo pequeño, inmóvil,
silencioso, formando de millares de seres un solo
cuerpo, en apretados lazos de familia ; república
extraña y fraternal conjunción de organismos de
sangre blanca, que así apiñados sin luchas ni
conflictos, parecían buscar en la unión estrecha
y en el común contacto el calor fecundo de la
vida ! El ginete rozaba casi al pasar estas gusa-
neras, sentía sobre su cabeza el aleteo de la tor-
caz ó del tordo que cambiaban de rama, veía
cruzar por delante y esconderse en la hierba la
perdiz de monte, y replegarse cauteloso hacia la
entrada de su cueva al pie de algún tronco al
lagarto de múltiples colores. El zorzal y el jil-
guero confundían sus notas con las del tordo y
la calandria en singular concertante, despidiendo
al día con encelados gorjeos ; los colibríes zum-
baban ante las flores, lanzando al detenerse en
los* lugares iluminados por los rayos moribundos,
70 E. ACEVEDO DÍAZ
esos metálicos reflejos de azul y esmeralda que
el pincel más diestro jamás reproduce en todo
su esplendor; al parloteo de los loros uníanse
las medidas frases del cardenal y los arrullos de
las palomas de monte, en la hora precursora del
sueño; en tanto que, del fondo de la > selva, como
un toque de oración para los demás seres, y para
ellos de despertar al primer asomo de las som-
bras, — el ñacurutú y la coruja mezclaban de
vez en cuando al concierto sus monótonas quejas.
El ginete, que ya había penetrado muy aden-
tro en aquellos velados lugares, seguía su mar-
cha al paso, la cabeza hacia adelante y ese aire
de laxitud é indiferencia que sucede a la acti-
vidad febril de una jornada fatigosa ; cuando, de
súbito, el ruido producido por un tropel de ca-
ballos, que venía del exterior del bosque, á sus
espaldas, le hizo volver el rostro, sin que en él
se reflejara, sin embargo, la menor inquietud ó
zozobra.
El confuso rumor creció por instantes, para di-
siparse bien luego, como si un grupo de ginetes
buscara en las orillas del monte el paso ó en-
trada secreta.
El mozo de la melena se encogió de hombros,
y se detuvo.
Corría en aquella parte un hilo de agua fresca,
por una canaleta festonada de gramillas.
Echó aquél pie á tierra, y tendiéndose boca
abajo con la mayor tranquilidad, bebió del agua
^ ISMAEL 71
pura hasta saciar su sed. Reincorporóse en se-
guida, pasando la manga por sus labios, sin preo-
cuparse del ruido de sus espuelas ; y, tirando dol
cabestro, hizo tender el cuello al alazán, sin qui-
tarle el bocado. Sumergióse el hocico con de*
licia en la suave corriente, como para restañar
las grietas ensangrentadas de sus bordes; y por
algunos momentos; el agua en gruesa cantidad,
hinchó el esófago del noble bruto. A un leve
movimiento de atracción del amo, el alazán le-
vantó la cabeza y tendió el pescuezo, dejando
caer agua de su boca, que entreabrióse á un li-
gero relincho de placer, sofocado por la mano
del gaucho al posarse cariñosa en sus narices.
En ese instante la concha de una tnulita de-
jóse ver entre fragmentos de vegetales descom-
puestos, á una orilla del sendero. Buscaba, sin
duda, su manjar de la tarde.
El mozo dio un salto de jaguar, sin abandonar
el cabestro; y colocándose delante del tímido
acorazado, descargó un golpe con el rebenque,
volviéndolo de espaldas. — Desnuda la daga, prac-
ticó con rapidez nna incisión en el cuello de su
víctima, que alzó del apéndice una vez que se
hubo desangrado, contemplándola con ojos ale-
gres.
Renovóse el lejano rumor de caballería, á in-
tervalos desiguales, fuera siempre del monte.
El de la melena se sonrió con aire de mofa,
y púsose á abrir la mulita y á extraerle lo su-
72 E. acbVbDó díá^
• «
perfluo. Concluida esta tarea con extrema cele-
ridad, limpió la daga en la yerba hasta dejarla
resplandeciente, volvióla á su vaina de cuero con-
anillos de bronce, y ató con calma imperturbable-
el sabroso desdentado en la delantera del lomi-
llo con un tiento de piel de yegua. Este remedo-
diminuto del extinto gliptodón, ofrecía por su
aspecto buen bocado al apetito.
Hecho todo así, de un modo concienzudo, el
mozo enjugóse la frente con el pañuelo que lle-
vaba al cuello, arreglóse el chiripá, y sin poner
el pie en el estribo sentóse de un salto en su
alazán, emprendiendo de nuevo paso á paso su
camino oscuro.
IX
Las tinieblas empezaban á difundirse densas,
aumentadas por la espesura del follaje en aque-
llos lugares imponentes. — Había cesado la mú-
sica de los pájaros, y otros ruidos muy distintos
turbaban á intervalos el silencio de la selva. De
apartados sitios, tal vez de los juncales de la
opuesta margen, llegaba ronca la querella del
puma concolor, irritado por el celo ; y entre los
seibos gruñía el carpincho sordamente al aban-
ISMAEL 73
donar tras la rehacía compañera el fondo de las
aguas. Al pie de negros arrayanes solía agitarse
algo de invisible y temeroso que el ginete ahu-
yentaba á su paso, lanzando un agudo silbido;
el coatí se escurría gruñendo, el hurón volvíase
á su cueva diligente, y el lagarto se deslizaba
entre las yerbas con la rapidez de una saeta. A
veces, presentábase de improviso un claro en la
tupida bóveda y el manso fulgor de las estrellas
' se esparcía como una gasa blanquecina y trans-
parente sobre el verde de las cúpulas, para de-
saparecer bien pronto con su girón de cielo, al
penetrarse bajo nuevas y lóbregas techumbres.
En estos senos oscuros brillaban infinitas fosfo-
rescencias, ojos luminosos entre las ramas, ejér-
citos desordenados de lampíridos que se espar-
cían en todo el largo del sendero, cubriendo el
ambiente de fantásticos resplandores. Diríase una
banda de crespón cuajada de lentejuelas de oro.
En los grupos de guayacanes al final de este
sendero, el fiacurutú lanzaba sus gritos tristes.
El ginete volvió á detenerse para obiservar el
sitio, que parecía conocer en sus menores deta-
lles.
Los guayacanes formaban una isleta rodeada
de arenas al frente, y el sendero, un recodo. Por
allí venía un aura fresca, trayendo el eco sonoro
de agua que corre en cauce considerable.
Era el río.
El fugitivo avanzó con sigilo, reprimiendo la
74 E. ACEVEDO DÍAZ
impaciencia de su caballo, que tropezó en algu-
nos troncos de palmeras que obstruían la senda;
magníficos ejemplares derribados por ^ facón ó
la sierra, al solo objeto de poner el rico cogollo
al alcance de la mano. Pronto respiró el ginete
el aire libre, y vióse en la ribera arenosa, exhi-
biéndose á su frente un vado de pocoá' metros
de anchura, y más allá, como alto muro negro,
la selva secular que resguardaba con sus glan-
des y enmarañadas espesuras el otro borde del
río. Acercó la espuela á los hijares, y recogiendo
la piernas casi al nivel del lomillo, se entró sin
vacilación en el agua. El alazán sumergióse hasta
el pecho, resoplando. El paso estaba á volapié.
Bien presto, entre bul lente espuma, el caballo
alcanzó la pequeña barranca y salvó el arenal,
sepultándose nuevamente bajo la diestra de su
ginete, en un camino estrecho y tenebroso, se-
mejante al recorrido.
Empezaba la segunda marcha, entre arboledas,
lianas y malezas, bajo profunda sombra sembrada
de luciérnagas y coleópteros zumbadores. Esta
parte de la selva era más tupiíJa y opaca, difun-
diéndose su lobreguez á largas distancias. — El
sendero bifurcado aquí hubiera hecho titubear en
pleno día á un caminante osado ; en medio de
la densa noche, sin embargo, guiado por el ins-
tinto el alazán ó por el amor de una querencia^ —
sintiendo floja la rienda, enderezóse por el ramal
izquierdo de aquella enorme Y griega trazada bajo
ISMAEL 7o
el cielo del bosque por el pie de la alimaña, antes
que por la planta del hombre. Su cuerpo rozaba
las columnatas arbóreas, y la cabeza del ginete
solía tocar el tejido de enredaderas, que tapiza-
ban la bóveda, agitando en su tránsito todo un
mundo invisible.
Transcurridos algunos minutos de marcha, el ca-
mino hizo una curva sensible, y empezó á ensan-
charse, presentando en la bóveda frecuentes cla-
ros. Próxima estaba una pradera. A esa altura el
alazán dio un relincho, y sacudió el cuello con
alborozo.
El mozo de la melena llevó la mano á los la-
bios en forma de bocina, y, á su vez, lanzó un grito
especial.
Contestóle un silbido.
Siguió entonces avanzando, y penetró en la pra-
dera.
En este espacio, á trechos despejado, el ma-
ta-ojo, el sarandi colorado y el guabiroba forma-
ban islas y en su suelo arenoso y caliente preferido
de los ofidios, hacía oir su silbo agudo y pene-
trante la víbora de la cruz. El ginete lo atravesó
á paso rápido, y llegado que hubo á una nueva
aspereza en que crecían el coronilla, el timbó y
la «rama negra», desmontóse, siguiendo á pie con
el caballo del cabestro, ya inclinándose para abrirse
camino por pequeñas abras, ya evitando las es-
pinas del tala ó del aromo, ya retrocediendo á
ocasiones, para hacer diversos rodeos ó dejar paso
76 E. ACEVEDO DÍAZ
libre á algpin animal selvático sorprendido lejos
de su madriguera.
Esta marcha no duró mucho.
Encontróse de pronto en un sitio descubierto
tapizado de césped, en el que sólo se alzaban
los € sombras de toro », hacia el fondo, junto á
unas piedras, y apacentaban varios caballos vigo-
rosos.
La selva ceñía esta pequeña pradera como un
cinturón, sustrayéndola por completo á toda mirada
investigadora. — Era un asilo secreto, una guarida
inaccesible, un potrero en el monte, fresco y fértil,
circunvalado de acacias, higuerones, plumerülos y
laureles blancos, á que daba 'riego un brazo pe-
queño del río, y en dónde ofrecíanse al alcance
de la mano, como próvidos dones de un oasis
salvaje, los agrestes frutos del guayabo, el arazá
y el pitanga, y liqúenes sabrosos, hongos blan-
cos y morados en los troncos del quebracho ó del
canelón fornido.
Hasta diez hombres se encontraban junto á los
árboles, de pie unos, otros sentados, percibiéndo-
seles desde la entrada á la pradera á la pálida
claridad de los astros y al, resplandor indeciso de
las brasas de un fogón construido bajo de tierra.
Oíanse rasgueos de guitarras, y una voz que
preludiaba una canción.
El mozo de la melena llegábase á su vez can-
tando un aire de la tierra en décima glosada,
cuando uno de aquellos hombres apostados á
ISMAEL 77
vanguardia junto á un tronco, le interrogó con
energía, puesta la mano en la culata de un tra-
buco.
— / Tupamaro! — contestó el recién venido con
voz vibrante.
— Ayéguese^ hermano. ¿ Lo trujieron mal?
— Quemándome los lomos.
Suerte que al alazán le criaron alas.
— Al pelo me fío, — dijo aproximándose, el que
hacía de escucha ó imaginaria. — Alazán tostao,
primero muerto que aplastao.
— Asina y todo, le metí las nazareenas ....
— Pa que vea si jué trance de apuro, EsmaeL
— ¿Y Aldama?
— Prisionero. Acá del Vera le estiraron el roano
viejo, y enredao en los yuyos con las «lloronas»,
le cayeron en montón, cuando andaba yo en en-
trevero con la melicia. — 4L¡Juya, hermano!» me
gritó el hombre. Y me tendí, ganando el repecho. —
Dos melicianos rodaron en el bajo, y los otros se
encimaron misturándose en el cañadón.
— ¡Bien aiga la zanja amiga!
— Me acorrió. El alazán ganó campo, tieso
como venao. •
Durante este diálogo, dos de los hombres que
se encontraban agrupados junto á las « sombras
de toro » se habían ido acercando al sitio ; y uno
de ellos, recogiendo las últimas palabras de Ismael,
preguntó con acento breve:
— <i Que jué de Aldama?
78 E. ACEVEDO DÍAZ
— En la trampa.
— ¿Y la partida?
— Junto al monte.
El que había interrogado, y que era el coman-
dante, volvióse hacia su compañero para que tras-
mitiese á la gente la orden de ensillar las reservas.
Dirigiéndose luego á Ismael, agregó:
— ¿ Si habrá rezao Aldama el credo cimarrón f
— Lo traiban con guardia, de fijo pa hacerle
descubrir la guarida ; pero ante lo e?ichipan ....
Este oficio me entriegó Perico el Bailarín,
El jefe se apoderó de la carta que el mozo
había extraído del tirador, entrándose en seguida
por un claro del monte.
Ismael púsose á aflojar la cincha de su alazán»
tiró el recado en montón al suelo, palmeó el ca-
ballo, que fuese á la pradera retozando, y él echóse
boca abajo en las hierbas, derrengado y somno-
liento.
X
Ismael Velarde era un gauchito sin hogar.
La existencia azarosa, en medio de cuyos con-
flictos lo presentamos, no fué sin embargo la de
sus primeros años de juventud. Aunque errante
é indolente, por inclinación y por hábito, cum-
ISMAEL 79
pliéndose en él y en casi todos los de su época
de una manera fatal la ley de la herencia, te-
nía cierto cariño al trabajo rudo que pone á prueba
el músculo y nutre el organismo con jugo sal-
vaje. Sentía pasión por la vida libre, indiscipli-
nada, licenciosa ; pero le era también agradable,
por orgullo de raza, que se fiasen de él, cuando
hacía promesa de sudar en la labor honesta. Esta
conciencia de .su responsabilidad moral, impresa
en su semblante, abríale sin sospechas depresivas
el camino del trabajo. Los que lo oían, creían
desde el principio de buena fe, que él sería capaz
de cumplir con su deber. Pobre, solo, inculto, des-
amparado, realizábase en el joven gaucho el pro-
verbio oriental: el hombre fuerte y el agua que
corre, labran su propio sendero.
Fué así como, presentándose un día en el es-
tablecimiento de campo que la viuda de don Alvar
Fuentes poseía en Canelones, sobre el río Santa
Lucía, su mayordomo Jorge Almagro lo acep-
tase á su servicio para las faenas pastoriles.
La estancia de Fuentes, como todas las de
aquella época apartada, componíase de tres ó
cuatro construcciones de barro seco, que servía
de revoque á las varillas ó el ramaje de las pa-
redes, techo de paja brava, y grandes troncos
sujetos en horquetas ; edificios que aparecían se-
parados unos de otros algunos metros, con pocos
árboles, una enramada espaciosa al norte, una
huerta muy pequeña á espaldas del rancho prin-
80 E. ACEVEDO DÍAZ
cipal, y una tahona que no funcionaba hacía
tiempo, distante de aquél medio tiro de pistola.
Las € casas » ó poblaciones de fábrica sólida,
cal, ladrillo ó piedra, eran muy raras aun tra-
tándose de propietarios acaudalados. El rancho^
algo más cómodo y mejor repartido que la choza
primitiva, constituía el tipo arquitectónico agreste,
con sus puertas bajas y sus ventanillas estre-
chas, piso de tierra dura, y patios sin desmonte ni
acequias.
El depósito de agua potable era un barril asen-
tado de vientre sobre un armazón de troncos con
4os ruedas toscas que servían para arrastrarlo
hasta el arroyo con un jamelgo manso, rodilludo
y maltrecho.
Una especie de cabana que había al fondo,
para guardar cuergs y cerdas, y la tahona á que
hemos hecho referencia, tenían por puertas pie-
les de toro sujetas fuertemente en maderos rús-
ticos, que á manera de marcos encajaban en las
poternas. El corral, chiquero ó redil, — que de
todo esto tenía algo, — próximo á los ranchos, com-
poníase de palos nudosos y retorcidos á pique, de
tala y espinillo, unidos por guascas peludas de
cuero vacuno.
El campo era muy extenso y feraz, y en él
pacían varias majadas de ovejas, numerosas ma-
nadas de yeguas y más de cuatro mil vacas.
A la posesión exclusiva de estos bienes res-
pondían todos los procederes de Jorge Almagro,
ISMAEL 81
el mayordomo, desde anos atrás ; la única here-
dera había llegado á la pubertad, y él había em-
pezado ya sus maniobras.
Era este sujeto oriundo de Aragón, vinculado
á la familia de Fuentes, y primo de Felisa, única
nieta que la viuda conservaba á su lado y á quien
Jorge creía una presa segura.
Tenía él la frente deprimida, los ojos verdosos,
redondos^ y saltones, la nariz aplastada en el
vómer, el bigote escaso y cerdudo, en parte cha-
muscado por la brasa del cigarro, la cabellera corta
y rala, enseñando ranuras aquí y acullá en el
cráneo, grande la oreja, en forma de concha ma-
rina, labio inferior grueso, de esos que se apartan
de la encía y se estiran como una trompa para
dar salida á la voz, la espalda ancha, y piernas
en arco por la costumbre de la espuela. Por lo
demás, robusto y fornido. Hacía más repelente
esta figura, un carácter avieso y^ tosco, propio
para la lidia con la hacienda brava. Los peo-
nes lo soportaban sencillamente. Pocos le que-
rían.
Era ella, en cambio, una morena de ojos os-
curos, de espesas pestaña» negras, abundosa ca-
bellera que lucía en largas trenzas, afilada nariz
y boca algo grande, pero roja y fresca, con un
arco dentario seductor. En sus pupilas brillantes
y en sus labios casi siempre entreabiertos, reto-
zaban diez y ocho primaveras.
Era nieta de un gallego, capitán de milicias;
6
é2 E. ACEVEDO DÍAZ
pero como buena criolla, tenía toda ella el sabor
de la tierra, y los resabios de la taimonia local,,
que la escasa educación de aquellos tiempos fa-
vorecía más bien que extirpaba.
Su origen, como se verá, no era oscuro ; y me-
rece consignarse un detalle histórico.
Contábase de su abuelo un episodio glorioso.
En el asalto de Montevideo por los cuerpos
veteranos del general Auchmuty, en 1807, la ar-
tillería británica abrió con verdadero éxito sus fue-
gos bien cerca de la muralla por la puerta del
sur, que servía de junción á las obras de la
costa. Era el lado más débil : un lienzo sin terraple-
nes interiores, sin fosos ni contraescarpas. Abrir
brecha, fué el intento. Bajo un fuego terrible, en po-
cos días, el proyectil del cañón inglés vomitado
constantemente sobre el muro, desde la batería de
la costa y los poderosos buques de la escuadra ali-
neados frente al cubo, horadó el granito, abriendo
ancho hueco. Por entonces, ya las balas habían
destrozado los revestimientos, parapetos y espla-
nadas del próximo bastión. No se postró por
eso el ánimo esforzado de la defensa. Era pre-
ciso suplir el lienzo de muralla que había sal-
tado en mil fragmentos, y por cuya abertura ó
boquerón siniestro llovía la metralla entre espan^
tosos rugidos. ¿Cómo hacerlo? Por allí iba á
precipitarse la columna de ataque, como una onda
irresistible que al destrozar el dique sembraría
por doquiera la desolación y el espanto .... Una
ISMAEL 83
VOZ valiente mandó cubrir la brecha en cierto
instante solemne. — Los defensores se miraron
con desesperación. — La artillería inglesa seguía
rugiendo furiosa; un viento de muerte soplaba
de la parte del mar; el granito volaba en trizas
por los aires entre un torbellino de polvo y are-
nas ; y revueltos los soldados en las banquetas de
los flancosy mordían con rabia el cartucho, ya sin
orden ni disciplina ante aquel huracán formida-
ble que llevaba en sus alas ardiente plomo, en-
sangrentados guijarros y trozos de carne viva. En
medio de escena tan pavorosa, otra voz robusta
y potente ¡gritó, dominando el tumulto : <i¡harrique'
mos con cueros!^ Era nuestro capitán de mili-
cias quien había hablado á la tempestad de ba-
las. — Pero, ¿quién alzaría la carga y llegaría á
plantarse en mitad de la brecha por donde se
deslizaba exterminador el torbellino de mortífe-
ros cascos ? . . . .
El bravo capitán dio el ejeqiplo.
Lanzóse rápido á una barraca cercana y vol-
vió al antro infernal, con una pila de pieles se-
cas sobre sus hombros.
La noche avanzaba lúgubre y oscura ; un obús
colocado en posición oblicua enviaba en sordo
ronquido sin cesar á las alturas en parabólicas
trayectorias sus bombas y metrallas, que el ca-
ñón sitiador retribuía sin tregua á su vez con
andanadas de hierro. — La figura atlética del ca-
pitán de milicias dibujóse de improviso ante el
84 E. ACEVEDO DÍAZ
boquerón, agobiadas las espaldas bajo el peso
de la carg-a, volteóla con fuerza en medio de la
brecha, y alentando entre enérgicos juramentos
á sus soldados, corrió de nuevo al» depósito y
volvió á regresar con su dorso abrumado, seme-
jante en la oscuridad á la carcoma de una acé-
mila que se rebela irritada á la aproximación de
una tromba.
Por algunos momentos siguióse aquella faena
homérica .... El sitio estaba sembrado de escom-
bros y cadáveres. A pesar de la borrasca de
plomo y fuego, las pilas de cueros coronaban
ya la brecha en más de un metro de altura. Sen-
tíase en el exterior sordo rebote de balas. El
capitán, libre por quinta vez de su carga, retro-
cedía con el rostro al peligro, altivo y fiero, cho-
rreando sudor heroico, jadeante el pecho descu-
bierto, paso á paso, casi ebrio con el humo de
la -pólvora . .
De pronto oyóse un choque seco: el titán se
bamboleó con los brazos en alto, y tras aquella
recia sacudida, desplomóse frente al parapeto sin
lanzar un gemido el bravo capitán gallego. Una
bala enorme le había atravesado el cuerpo.
Horas después, á manera de colosal salva de
cañones en épicos funerales, las bocas todas de
esa parte de la muralla debían bramar á un tiempo
con horrísono estampido, dirigiendo sus fuegos
convergentes sobre la columna inglesa d(& ataque
que entre profundas tinieblas erraba la brecha;
ISMAEL 85
y abrasarse con Browne el 40.** regimiento bajo
ese chorro espantoso de fuego ; y caer Remy
extinto al montar la pila, que el denodado ca-
pitán de milicias cubriera el primero con admi-
rable esfuerzo.
XI
Esto contaba una tradición muy fresca del ho-
gar. Mas, ese ejemplo de fidelidad á la monar-
quía por parte de uno de sus abuelos, no pri-
vaba á Felisa de seguir sus impulsos de criolla
y de ser ella misma, como hemos dicho, un pro-
ducto indígena ó engendro del clima. También
estaba en el rango de los tupamaros.
Tenía un genio un poco bullicioso, con sus
barruntos de insubordinada y de altanera. Se ha-
bía hecho mujer en el campo, y no conocía otra
sociedad que la de los ganaderos y gente cerril.
Verdadera fruta del país, era un tipo correcto
de la criolla en los tiempos del gusto colonial.
Las monotonías naturales del campo estaban le-
jos de serlo para ella ; la vida dentro del recinto
fortificado, entre ruidos de tambores y clarines,
movimientos de batallones y estruendos de arti-
llería, cual si palpitase siempre en el aire el ger-
86 E. ACEVEDO DÍAZ
men de la guerra, antoj abásele que era vida de
prisión ó de convento. Sus propensiones* agres-
tes la hacían feliz. A las callejuelas estrechas y
lodosas del recinto, dentro del cual había na-
cido y pasado sus primeros años, prefería las as-
perezas de la campaña; montar á caballo para
andarse á media rienda, chapucear en el río y
las lagunas, bailar cielitos y oir las cantigas de
los gauchos al son de la guitarra.
Todo esto era nativo, y se encuadraba en su
naturaleza.
No había experimentado, por lo demás, toda-
vía, otro género de sensualismos. Contentábase
con aquellos gustos vulgares sin apetecer otros
mejores, pues que su criterio, muy semejante al
de la mayoría de las mujeres sin espíritu, no iba
más allá del círculo de sus afecciones.
El mundo para esta clase de seres, se redu-
cía á las dimensiones del pago, — como si dijé-
ramos, al ruedo de su vestido.. De esta forma,
podía ella considerarse dichosa.
La persistencia de Almagro la incomodaba.
Desairábale de continuo; y concluyó por tenerle
miedo. Los ojillos redondos y saltones del ma-
yordomo la perseguían por todas partes, con un
mirar fijo de reflejos amarillentos. — Ojos de ba^
silico, decía ella.
Ismael, con su aire de profunda indolencia, so-
lía cruzarse por casualidad en sus paseos, á mi-
tad del campo. Algunas veces le arreglaba el
«
ISMAEL 8?
recado flojo y la subía al caballo de un envión
sin mirarla, callado y adusto ; y se iba á sus fae-
nas sin demostrar tampoco interés en saludarla.
Al principio Felisa halló aquello muy natural,
sin importársele nada la conducta del mozo.
Empero, una tarde en que Ismael le acortaba
la estribera con mucha calma, fijóse por primera
vez que el gauchito no se parecía á los otros,
que tenía una cara linda, y era airoso en el
vestir.
Desde entonces, siempre que andaba por las
cercanas lomas, procunsba verle. Cuando esto no
acontecía, experimentaba una especie de contra-
riedad.
, Las proximidades, dado su empeño en provo-
carlas, se hicieron más frecuentes. — El gaucho
de rizos blondos y ojos pardos, con una boca
de cereza, comenzó por su parte á mirar de lado
con la cabeza baja, huraño y triste.
Después ella advirtió que Ismael tocaba más
á menudo la guitarra, en la enramada ó en
la tahona, cantando décinms que nunca le había
oído.
Otros días, él parecía ocultarse por largas ho-
ras, y al regreso no se acercaba á ella, yéndose^
á echar ája sombra sobre alguna manta de vi--
chara boca abajo, en cuya perezosa posición se
pasaba el tiempo libre. Felisa se puso de allí
en adelante concentrada y cavilosa, empezán-
dole cierto desgane para montar á caballo, y
88 E. ACEVEDO DÍAZ
para bailar en los ranchos de las cercanías donde
solían juntarse las mozas del pago.
Una vez se encontró con Ismael que salía de
la cocina, y lo miró con enojo, pasando á su
lado sin darle los buenos días. El tampoco la
miró, ni la habló ; puso el pie en el estribo, saltó
sobre su bayo, y fuese paso á paso hacia el
campo, tarareando un « pericón. »
Estos casos se sucedían con frecuencia.
En otra oportunidad, Felisa le arrancó de las
manos la vasija de barro que él le había to-
mado para sacarle el agua del barril ; y lo hizo
con mal modo y peor ceño.
Velarde se alejó callado, arreglándose el chi-
ripá por detrás, y chiflando con su aire de cos-
tumbre algún «triste» monótono.
Días después, lo vio recostado en la pared del
rancho, todo mojado por la lluvia, con la vista
en el suelo y el poncho colgándole del hombro
hasta tocar la tierra hecha fango. Alargó el
brazo por la ventanilla, y le alcanzó un mate,
dejando ver tan sólo la mitad del rostro.
Ismael lo tomó, saboreólo hasta hacer sonar
la « bombilla » y lo devolvió á su dueña sin de-
cir palabra.
A poco se fué despacio, hundiendo las espue-
las en el barro ; y cuando se hubo apartado
bastante, bajóse más sobre los ojos el ala del
sombrero y se volvió de lado }>ara mirar arisco.
La criolla se puso á reir, y movió la cabeza
de arriba abajo con aire burlón.
ISMAEL 89
Velarde siguió atufado su camino.
El monte del Santa Lucía no estaba lejos de
allí. Esa vez, como otras, fuese él á caballo á
vagar por sus orillas ; galopó bajo el agua hasta
la calera de García Zúniga, reunióse allí con va-
rios aparceros, y como era día domingo, pasá-
ronse la noche de baile en diversos ranchos.
Al día siguiente muy temprano, aparecióse en
la cocina de la estancia con las ropas bien hú-
medas, el pelo mojado,^ las botas de potro sal-
picadas de barro, ojeroso y somnoliento.
Ardía un buen fuego.
Felisa, madrugadora como el gallo criollo que
cantaba en el ombú al asomar la mañana^ lo vio
apearse ; y ocurriósele .entonces que tenía que
ir por agua caliente á la cocina.
Estaba ésta llena de humo espeso, y sólo se
percibían entre sus volutas las rodillas de Ismael
sentado cerca del fogón en una cabeza de vaca.
Felisa entró apartando la cara ; púsose en cu-
clillas y echó mano á una caldera.
El cogió un tizón para encender el cigarro, y
en esta diligencia se estuvo un rato. Tiróle luego
en el fuego, y entró á atizar éste, moviendo los
troncos y separando con uno de ellos la ceniza
del centro, con la que formó una capa lisa de-
lante.
Después, cogió un palito y comenzó á trazar
rayas muy en sosiego, el brazo sobre la rótula
y la mano colgante, sin cuidarse de la presen-
cia de la criolla.
90 E. ACEVEDO DÍAZ
Ésta, á quien el humo hacía lagrimear, alzó
del asa la caldera y salióse; pero, al trasponer
la puerta, dijo con su voz ronqpilla y un ceño
de malicia: «¡Mira! el baile fué velorio.»
Ismael, que era de un temperamento linfático
nervioso, sintió la pulla, infláronsele las ventanas
de la nariz, echó una gran bocanada de humo,
salió tras de Felisa y marchóse sin volver ni
una vez el rostro, á la tahona.
A uno y otro, este agriamiento los tenía ya
bien inquietos.
Tratábanse mal á cada paso; y la acrimonia
subía de punto.
Todo ello no obstaba á que Ismael se peinase
con algún cuidado los rulos, — cosa que antes no
le preocupaba mucho, — y que comenzara á po-
nerse en los días festivos un chiripá de lanilla
azul que le venía muy bien, y un pañuelo de
seda colorante en el pescuezo que le caía en
triángulo recto sobre el dorso escapular, con un
nudillo encima del pecho. — Poníase también á
ocasiones una florecilla en la boca, cuyo tronco
convertía en hilachas bajo los dientes con sólo
mirar la « pollera » de Felisa, bastante corta para
enseñar el tobillo y el nacimiento de una pierna
torneada y maciza.
La criolla, por su parte, había agregado á las
trenzas un moño de colores vivos; no se ataba
ya un pañuelo chillón en la cabeza, hacía raya
al medio á su cabellera undosa, sujetándola con
ISMAEL 91
una cinta cuyos extremos unía en la nuca ; y, así
como Velarde se quebraba al andar haciendo vol-
teos de flancos siempre que la distinguía de cerca
ó de lejos, ella había dado en el flaco del san-
dungueo de caderas con esa gracia criolla ó sa-
bor de pago que desarma al gaucho duro.
Una tarde en que Ismael se encontraba en la
enramada tendido de vientre como de costum-
bre, con otros compañeros, conversando á me-
dias palabras sobre los incidentes de la última
esquila, pudo ver bajo el corredor de techo de
paja que daba sombra á la puerta y ventanillas
del rancho principal, al mayordomo que hablaba
con Felisa con mucha viveza.
Ella, sin dejar de mirar de lado y con rapi-
dez á la enramada, parecía reirse con ganas y
jugaba con el « delantal > á dos manos, como
si espantara moscas.
Almagro se le ponía bien cerca, y hasta llegó
á ver Ismael <í[ue él quería agarrarla la mano,
y hacerla cosquillas en el pecho.
Los ojos envelados de Ismael se animaron un
poco, quedándose fijos en el grupo, como atraí-
dos por una cosa rara.
Al cabo de un rato bajó la cabeza que había
erguido, como el mastín de raza que huele pen-
dencia ; dejóla caer de cara sobre sus brazos
cruzados, refrególa en ellos perezoso y plegando
los párpados en pesada modorra, murmuró bajo
algunas palabras á modo de rezongo.
92 E. ACEVEDO DÍAZ
A poco volvió á levantar la cabeza con los
ojos medio cerrados para cerciorarse de si aun
estaban allí ; y no viéndolos, la abatió de nuevo^
y quedóse dormido.
Poco tiempo después, Almagro . pasó cerca de
él y echóle una mirada torcida.
El mayordomo, como todos los peninsulares
de su época, tenía un concepto despreciable de
los tupamaros. Tratándose de un gauchí to como
Velarde, Jorge empezaba á adunar al desprecio
el rencor, sin que él mismo se explicase por qué
lo malquería, aun cuando no podía verle sin que
á su impresión de desagrado se sucediese como
un complemento lógico el recuerdo de Felisa.
Naturaleza modelada sobre duros instintos, le
era fácil cualquier eiítremo; y éste tenía al fin
que tocarse con otro distinto, pero no menos te-
mible, si se liene en cuenta que Ismael era á su
vez un organismo fundido en el molde de la ru-
deza agreste.
ISMAEL 93
XII
Este odio se acentuó á causa de un accidente
•común en la existencia semi-salvaje del pas-
toreo.
Un día hallábase Ismael en la enramada ade-
rezando su caballo, tras breves momentos de
descanso. Aldama, su mejor compañero, azu-
zando los perros de campo, hacía salir del monte
parte del ganado arisco habituado á la espe-
sura. Las reses, con aspecto siniestro, se lanza-
ban acá y acullá fuera del bosque, rompiendo
ramas y estrujando malezas, entre sordos brami-
dos, para emprender por los campos su furiosa
carrera.
Algunos se detenían temblantes y feroces, es-
carbando la tierra que arrojaban por detrás, á
grande altura, para volverse iracundos hacia el
sitio en que se oía el ladrido de los perros;
hasta que con la cabeza erguida y bramando se
abalanzaban en pos de los otros, llenos de abro-
jos los borlones de sus colas tendidas al viento
como gruesos dardos.
Uno de estos toros de guedeja descubierta,
•agilísimo y fornido, que traía sobre la vista en-
94 E. ACEYQDO DÍAZ
furecida fibras vegetales enredadas en sus cuer-
nos y el hocico cubierto de sangre por los dien-
tes de algún perro, salvó el cerco endeble que
circuía la pequeña huerta, á espaldas de la casa,
y precipitóse al corredor del frente, abatiéndolo
todo á su paso con la fuerza de. un ariete.
Junto á una empalizada encontrábase Alma-
gro en ese momento de pie ; la criolla, que atra-
vesaba el patio, lanzó un grito y sin fuerzas
para huir cayó á lo largo á pocos pasos de la
puerta.
La embestida había sido rápida, y en su ím-
petu el toro revolvióse hacia Felisa despreciando
un ademán agresivo de Jorge.
El trance era serio.
Almagro revoleó el rebenque por encima de
su cabeza, lanzando una especie de alarido sin
separarse de la empalizada.
El toro se paró de súbito á pocas varas de
Felisa, resoplando; embistió por un instante á
Jorge, hiriendo el aire con sus agudos cuernos,
y con la misma rapidez, como atraído por el
vivo color rojo de un pañuelo que la criolla lle-
vaba cruzado sobre el seno, arrojó tierra con
una de sus pezuñas al rostro de Almagro y lan-
zóse con el asta baja sobre el bulto que se re-
volvía en el suelo.
En ese segundo crítico, Ismael, que había cla-
vado espuelas á su caballo, salvando la distan-
cia intermedia en dos botes prodigiosos, cayó
ISMAEL . 95
como una tromba de flanco sobre la bestia, y
al empuje de los poderosos encuentros de sü bayo
de trabajo, revolcóse por el polvo la res lan-
zando un ronco bufido.
Produjo el terrible choque un ruido semejante
al de una marmita de hierro que se rompe ; sen-
tóse el caballo sobre el toro con sus remos de-
lanteros y por un momento formaron una masa
informe en medio de la polvareda, ginete, toro
y bridón, entre voces enérgicas, salvajes bramidos,
sordos golpes y ruido de espuelas.
Cuando el caballo resoplando con esfuerzo, roto
el pretal y temblorosa la piel saltó sobre la bes-
tia bravia, é incorporóse ésta haciendo en el
suelo ancho surco con el cuerno, Felisa ya no
estaba allí, y Almago aparecía ginete en un tor-
dillo.
-Estaba pálido y ceñudo.
Ismael picó su . cabalgadura sin darle tiempo,
y recostándose al toro, lo acodilló con violencia
y fuéle azotando largo espacio para abandonarle
en el declive de una loma.
Almagro se le reunió en breve ; y sin mirarle,
con aire taimado, díjole estas solas palabras:
— ¡ Caiste á tiempo !
• Ismael, oprimiendo el barboquejo entre sus la-
bios de mujer, miró con vaguedad al horizonte,
y limitóse á contestar con su modo seco y de-
sabrido :
— Moprudo el « orejano ».
96 E. ACEVEDO DÍAZ
Desde este suceso, Jorge había ido acumulando
mayor hiél contra el mozo.
Felisa solía mirarle con fijeza, delante de él,
en ciertas oportunidades; y estas manifestacio-
nes lo encelaban de un modo siniestro, ocurrién-
dosele pensar al fin que Felisa debía querer al de
las chascas.
Poco tiempo después del lance, en una noche
oscura y calurosa, Ismael cantaba á media voz,
rascando la guitarra cerca de la cocina, de la
que salía, extendiéndose algo hacia afuera, un
resplandor rojo entre humaredas de carne « chu-
rrasqueada».
Era ya un poco tarde, y los peones se iban
recogiendo á 'medida que cenaban ; oíanse acá
y acullá algunos bostezos sonoros y un chic-chac
de rodajas que disminuía por instantes.
Felisa llegó á percibir la voz clara de Ismael,
y salió de su pieza, parándose un momento en el
umbral.
En seguida se dirigió á la huerta pequeña de
que hemos hablado, y allí, entre las coles y ce-
bollines, el apio y el orégano que servían para el
j>uch€ro diario, había dos matas de claveles sin
flor, y un cedrón que ya envejecía. Arrancóle
«Ha un gajo de la parte más tierna y verde, y
lo tuvo bajo la nariz un rato, refrególo luego
«ntre sus dedos con la vista como clavada en la
tierra, y no tardó en volverse.
Pero en vez de entrarse á su habitación, He-
ISMAEL 97
góse maquinalmente hasta el sitio en que se en-
contraba Velarde, púsose en jarras y dióle la
espalda, con el gajito entre los labios.
Al principio, al verla, Ismael se calló, sin cesar
de rascar les cuerdas ; y después, siguió su can-
tinela en voz bajita, concertando el falsete con el
tañido de la prima y la bordona.
Tenía tan cerca á Felisa, que él comenzó á
revolverse de pronto, un poco desasosegado. Dióse
ella entonces vuelta, y dejó caer el gajito como
distraída encima de la guitarra.
Hecho esto, se fué.
Velarde pasó su mano callosa por la caja del
instrumento, sin apartar los ojos del bulto que
se alejaba, tropezó con el cedrón que se había
metido en el hueco, y lo olfateó con ruido de
fosas, pareciéndole que «olía á mujer».
Almagro fué testigo de esta escena, allí pró-
ximo en la oscuridad, sin ser visto.
XIII
Al rayar el alba, dijo á Ismael :
— Hay que trabajar hoy todo el día en el
campo con el ganado alzado. Tú vas á apos-
tarte en la orilla del monte, donde está el jun-
7
98 E. ACEVEDO DÍAZ
cal grande de la barra, y allí se te irá á juntar
Aldama.
El español dijo esto con un gesto torvo, de
noche mal dormida.
Ismael montó á caballo en silencio, y dirigióse
al juncal.
Este sitio era selvático, profundamente solita-
rio : un vallecito cubierto al principio de chucas
y flores azules, altas cañas con nutrido ropaje
de verdor ; en seguida, y más allá, un juncal es-
peso que se extendía á lo largo del monte so-
bre un suelo húmedo y esponjoso. — Llenaba aque-
llos lugares con su agreste aroma la flor del
chirimoyo, y movíase sobre las yerbas crecidas
todo un enjambre de libélulas.
Ismael no conocía bien esta parte del extenso
campo que estaba á muy larga distancia de las
« casas », en un extremo poco frecuentado por la
hacienda vacuna.
Al penetrar en el vallecito, encontró á su paso
una res muerta que presentaba profundas des-
garraduras en el cuello y pecho. La sangre había
escapado en abundancia poruña de ellasyaglo-
merádose en negros coágulos en redor.
— Uña de puma .... ó de tigre, se dijo Ismael
observando los despojos.
Y fijando luego más su atención en los con-
tornos del sitio en que se había detenido, alcanzó
á percibir entre la hierba un fragmentó de papel
quemado y ennegrecido por la pólvora, que ha-
bía servido sin duda de taco á una pistola.
ISMAEL 99
— ¿Será del mayordomo? -preguntóse interior-
mente Ismael.
Y quedóse un poco caviloso.
Cerca del cañaveral veíase un árbol aislado.
Encaminóse á él, y echando pie á tierra, ató
por el cabestro á una de las ramas bajas su ca-
ballo.
En seguida, dándose con suavidad en las pier-
nas con el rebenque, dirigióse al cañaveral, donde
penetró, escudriñando su espesura con ,sigilo. Rei-
. naba allí profunda soledad. Avanzaba la mañana,
«
pesada y ardiente, sin brisas consoladoras. Un
hálito de frescura alimentado por el rocío que
bañaba las hojas, hacía sin embargo agradable
la estadía bajo las cañas. Ismael tendió el poncho
que llevaba arrollado á la cintura, y arrojóse
sobre el césped boca abajo, según su hábito in-
dolente.
En esa actitud le sorprendieron las horas, sin
que llegase Aldama ni apuntase por los alrededores
el ganado bravio.
El sol lanzaba ya casi verticales sus fuegos, é
Ismael con la barba apoyada en los brazos en cruz
y sirviéndose del sombrero con las alas extendidas
sobre su cráneo, á modo de quitasol, permanecía
inmóvil.
Dormía.
Cuando se despertó, parecióle* que había so-
ñado. Su blusa tenía olor á cedrón. Acordóse
entonces de Felisa, cuva cara se le calcó de sú-
100 E. ACEVEDO DÍAZ
bito en las pupilas y se le antojo que se le aso-
maba allí, mostrando los dientes, lo mismo que en
el agua quieta de un remanso.
El labio sensual de Ismael removióse trémulo.
Volvió á bajar la cabeza y á esconderla entre
los brazos para librarse de los mosquitos que
zumbaban por todas partes; y en esta posición,
en medio de esa laxitud física que domina á ciertas
horas los organismos habituados al trabajo muscu-
lar, no , llegó á apercibirse de un ligero roce entre
las cañas, ni menos de los pasos de unos pies
afelpados que se deslizaban rápidos sobre las
hierbas. . . .
De súbito sintió que lo cogían del tirador, y lo
levantaban con suavidad, poniendo á prueba la
resistencia de las agujetas.
Ismael, sin perder el ánimo, comprendió bien
pronto que aquélla no era una mano de hombre,
y sí una zarpa formidable, cuyas garras se ex-
tendían y cerraban con fuerza oprimiendo su cinto
y ropas para arrastrarle lejos del sitio.
Un olor acre y nauseabundo, confirmó su creen-
cia de que tenía al lado una fiera.
El espíritu de propia conservación le obligó á
estarse inmóvil por el instante. La bestia feroz
había venido al rumbo, y en vez de destrozarle, al
verle quieto — dormido ó muerto — tentaba llevár-
selo al fondo del juncal. Conveníala inmovilidad
absoluta. ^
El menor signo de vida, caído é indefenso, traería
I
ISMAEL 101 ■ ,
en pos el rugido y la obra terrible del colmillo y
de la garra.
La zarpa levantó dos ó tres veces su presa, arras-
trándola algunas varas con extraordinario vigor,
sin inferirle daño.
Ismael seguía boca abajo, conteniendo su aliento,
cerrados los ojos y bien ceñidos los brazos, res-
guardando en parte el cuello. En medio de su
tribulación, indicóle el instinto que algo detenía á
la fiera. No era ella seguramente la hambrienta,
sino los cachorros; ni se explicaba él de otro modo
tan corteses modales.
De pronto, la bestia largó su presa, y alejóse
veloz algunos pasos. '
Ismael respiró, volviendo un poco el rostro,
hasta poder mirar de soslayo por debajo del ala
del sombrero.
No pudo menos de estremecerse.
La fiera, dándole el flanco, con su enorme ca-
beza inclinada hacia el suelo, parecía escuchar. —
Era un yaguareté hembra de espléndido pelaje
blanquecino con manchas negras á los costados,
miembros cortos y robustos, y contextura poderosa,
tan grande como el tigre de raza. Con la cola en
forma de aro, las orejas enhiestas, parecía, decíamos,
recoger los rumores del campo ó del monte, des-
confiada é indecisa, cual si presintiera un peligro
cercano.
Ismael intentó echar mano á la daga cuyo
mango asomaba á su costado, sin volverse, apro-
102 E. ACEVEDO DÍAZ
vechando aquel minuto de tregua á su fuerte zozo-
bra ; pero hubo de reprimirse en el instante mismo,
porque el yaguareté, aproximándose de nuevo,
tomó á asirle del cinto, sacudiéndole en el aire, para
dejarle caer con lentitud y posar la zarpa en
su dorso.
Luego acercó la boca á la noca, y olfateó
ruidosamente.
Ismael sintió en su cuello el aliento húmedo
y fétido, en la espalda el roce de las garras^ y
un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Creyó per-
dida toda esperanza. — Se esforzó en recordar en-
tonces alguna oración trunca, si alguna le ense-
ñaron cuando chicuelo; pero de pronto se dilató
su corazón con desesperado brío y sintió un ansia
grande de vivir.
En ese instante en que se resolvía á echar de
nuevo mano á la daga, la fiera dio un pequeño
salto, apartóse regular trecho, y púsose de nuevo
á escuchar los ruidos de afuera.
Era que se oían lejanos y confusos ladridos,
los mismos que sin duda la habían hecho vaci-
lar al principio^ aunque sólo perceptibles para su
sentido sutil. El amor de madre, más intenso que
el del celo, aun en el corazón de la fiera, sal-
vaba á Ismael.
La tigre temía por sus cachorros, que había
dejado solos en el juncal.
Vaciló algunos momentos, yendo y viniendo, y
pasando la lengua por sus labios negros y babosos.
ISMAEL 103
Los ladridos se percibían más claros y vibran-
tes del lado del monte.
Ismael pensó en Aldama.
La fiera se revolvió de improviso, lanzando un
pequeño rugido, y desapareció entre las cañas,
arrastrándose sobre el vientre como un yacaré.
— i Me cayó la china ! — exclamó Ismael, res-
pirando con fuerza, al incorporarse. -7- ¡ Mal aiga
el godo, más fiero que la tigre!
Y salió del cañaveral apresuradamente, para
encaminarse al árbol en que había dejado su ca-
ballo de faena pastoril.
El fiel amigo estaba allí tranquilo, pero acom-
pañado.
Echado á la sombra, junto al bayo, con la
lengua de fuera enlodada, sudoroso y resollante,
vpíase uno de los grandes mastines de pelaje
leonado y cuello blanco habituados á la lucha
con la res bravia, que, sin duda extraviado en
algún sendero del monte, había salido por el es-
tero del juncal, abandonando á Aldama. La pre-
sencia del caballo de Ismael bastó á detenerle.
Allí había amos. El asta aguda de los toros ha-
bía hecho ligeras lesiones en la piel del perro,
adornándola de bandas rojizas ; y sus fauces bien
abiertas aparecían llenas de espuma y sangre.
Ismael montó á caballo, y alzando el reben-
que con ademán brusco, señaló el juncal espeso,
diciendo como si fuera comprendido por el mas-
tín:
104 E. ACEVEDO DÍAZ
— Criadero de tigres, Blandengue. Movete á
matar cachorros.
Blandengue se levantó de un salto, y echó á
andar en pos del gánete que se dirigió al monte
á paso de trote.
Por allí cerca, bajo unos tsarandíes» que for-
maban isleta, encontrábanse dos gauchos vaga-
bundos armados de trabucos.
Velarde se les juntó, convidándolos á pitar, y
con su bota de caña.
En las horas que se subsiguieron, ningún peón
de la estancia vio á Ismael en el campo.
Parecía haberse hundido en la espesura del
monte ó en el juncal siniestro como una alimaña.
En los ranchos no faltaba quien extrañase su
demora.
Acostumbraba él á encontrarse en la enra-
mada al caer el sol, y ya era noche profunda.
Felisa había rondado alguna vez cerca de ella,
sin decir palabra.
Aldama, al verla, habíase dicho :
— Anda abiriguando.
Él también no dejaba de sentirse algo in-
quieto por la falta de Ismael, y para ello le asis-
tían sus razones.
Almagro, en cuyos labios gruñían en cada
frase las pasiones groseras, tuvo en sus encuen-
tros casuales con la criolla algunas torpezas que
decirla, que ella devolvió con sus peculiares vi-
sajes de ironía y desprecio.—
ISMAEL 105
El semblante de Jorge tenía mucho de raro
esa noche ; y esa su expresión de cruda taimonía,
resaltaba más á la luz de un fogón, próximo
al cual se había puesto á conversar con Aldama
sobre las ocurrencias del día.
— El Blandengue se cortó en el monte, — de-
cía éste, — pa ya del juncal; y á la cuenta los
yaguaretés lo arañaron ....
Los ojos de Almagro se encendieron en su
fulgor felino.
Afectando reposo, preguntó :
— ¿Y qué es de Ismael? Ya debía estar aquí.
— Cuando juí al cañizal, ni rastro de él, — re-
puso Aldama con extrañeza. — El ganao no en-
derezó á los huncos de la barra ; y pa mí Esmael
se dentro al monte atrás de los auyidos de Blan-
dengue.
El mayordomo quedóse pensativo, en tanto Al-
dama encendía un cigarro de tabaco negro y
papel grueso.
— El rincón ese es fiero, — añadió, despidiendo
humo por las narices. — La tigrada anda ronzando
siempre carne de cristiano.
Jorge experimentó una emoción fuerte, y re-
fregóse despacio las manos.
En ese momento ladraron los perros ; y Blan-
dengue, lleno de sangre y lodo, entróse inespe-
radamente en la enramada. ^
Traía rasgada en diversas partes la piel del
hocico, -^ la del cuello abierta en un costado,
hasta mostrar la pulpa.
106 E. ACEVEDO DÍAZ
Mayordomo y peón se miraron.
— ¡ Pa que vea no más ! — dijo Aldama, cogiendo
al perro con las dos manos de la cabeza. — ¿Y
aonde quedó Esmael, Blandengue?
— ¡ Aquí anda ! — contestó una voz tranquila
en las tinieblas.
Ismael, que acababa de apearse á corto tre-
cho, adelantóse con una carga sobre los hombros.
— ¡ Güeñas noches les dea Dios ! — dijo con su
aire de indolencia.
Y arrojó al suelo el bulto.
— ¿ Qué es eso ? — preguntó Almagro acre-
mente.
Ismael detuvo en su semblante sus ojos par-
dos, esta vez muy abiertos, y colgando el reben-
que en el mango de la daga, respondió con la
mayor calma :
— El cuero de una tigra.
XIV
Pasaron algunos días.
Jorge Almagro seguía reconcentrado y bilioso.
Buscaba ocasiones para zaherir á Ismael.
Una vez le reprendió por haberse alejado dos
horas del lugar de la faena ; otro día le lanzó
ISMAEL 10'
una palabra deprimente. Ismael le miró hosco, en
silencio, y dióle la espalda.
— Este tupamaro busca el rigor, — había di-
cho el mayordomo, viéndolo alejarse.
Aldama recogió la frase, y la trasmitió á Is-
mael.
Éste había fruncido el ceño, y contestado al-
gunas palabras ininteligibles ; con las que, según
Aldama, había querido significar que en todo
caso, haría él de repente con el mayordomo lo
que se hacía con un toro para reducirlo á
< güey » .
Cierta tarde, se apartaban del rodeo ó gran
núcleo de ganado, algunas reses para saladeros.
Todo el personal del establecimiento estaba
ocupado en la faena.
El sol diluía su fuego en la atmósfera ha-
ciendo sofocante el ambiente, y el polvo levan-
tado por los cascos de los caballos enceguecía
á los ginetes,- en medio de una labor ímproba y
dura, en que la destreza está á cada momento
desafiando el peligro, y en que la fuerza mus-
cular del hombre entra en prodigiosa competen-
cia con el brío del ganado mayor.
A esta tarea habían concurrido numerosos
hombres de campo de otros distritos; y entre
ellos, un gaucho bizarro, que estaba al frente de
la invernada del Rincón del Rey.
Bulliciosa animación sentíase en esa parte de
la comarca.
108 E. ACEVEDO DÍAZ
El tropel de los caballos en sus frecuentes ga-
lopes, los roncos bramidos y las voces enérgicas
de los ginetes, llevaban sus ecos á gran distan-
cia en los campos. En medio de aquel cuadro
de robusto colorido, que de lejos pareciera entre
su niebla de polvo torneo de toros y centauros^
embistiéndose y reluchando con furor, destacá-
base Jorge Almagro con un gran grupo de pe-
ninsulares interesados en la compra de novillos
propios para la faena de saladero.
A su alrededor la novillada se revolvía en gruesa
espiral de astas en perpetuo roce, resoplando
azorada y oprimida dentro del círculo impuesto
, por hombres y perros.
Alguna vez, este cerco erg, roto con fiereza, y
algún toro bramando se abría paso para desapa-
recer bien pronto en la hondonada, cuando los
agudos colmillos de Blandengue ú otro fuerte
mastín no le sujetaban de la nariz aplacando sus
ímpetus de una manera instantánea y compe-
liéndole á retroceder en su impotente furia.
A intervalos, bien unidos, como formando un
solo cuerpo informe de ocho pies y dos cabezas,
caballo y novillo, castigados por la espuela ó el
rebenque, sudorosos, en rápida avalancha, des-
cendían las parejas de la meseta á incorporarse
al grupo del segundo rodeo; y solía suceder que,
volviendo sobre uno de los flancos la res aco-
dillada huía veloz al campo abierto, y era en-
tonces cuando los más esforzados pastores se
ISIUAEL 109
disputaban en ágil carrera poner el lazo de trenza
en la cornamenta, ó á rodeabrazo paralizar los
miembros de la res con un tiro de boleadoras.
Ocurrido uno de estos casos, Jorge Almagro
habituado á los ejercicios del campo y celoso de
su fama de fuerte y hábil ginete, lanzó su la-
zada á la cabeza de un novillo que rompía el
círculo, después de arrojar ensangrentado por los
aires uno de los grandes perros.
El tiro falló.
El gaucho de la invernada del Rincón del
Rey se puso á reir con ironía.
Los tupamaros^ en gran número, se miraron
con sorna unos á otros, haciendo serpear sus la-
zos armados en el suelo, con intención de pro-
bar fortuna.
De pronto Ismael, que se había conservado
impasible, hizo arrancar su caballo con marcial
estridor de estribos; y ganado lo suficiente del
campo sobre la res, aventuró su tiro de bolas,
las que atravesaron silbando sobre el novillo,
para caer por delante como uña culebra de tres
cabezas y trabar sus miembros en apretados ani-
llos, al punto de obligarle á doblarlos y hundir
sus cuernos en tierra.
Un grito de aplauso escapó al pecho de los
circunstantes, aclamando al diestro «tirador».
Jorge se mordió los labios hasta hacerse sangre.
— ¡Ya te cruzaste! — prorrumpió cpn ira re-
concentrada, fijos sus ojos de jaguar en Ismael.
lio E. ACEVEDO DÍAZ
— j Guapo el criollo ! — dijo en voz alta el gau-
cho de la invernada, siguiendo atentamente los
movimientos de Almagro.
Este se volvió, dirigiéndole una mirada co-
lérica. El gaucho apretó á la montura las pier-
nas, lanzó su caballo de lujoso arreo hacia Jorge, y
tras este salto de amenaza, exclamó con mal ceño:
— Se ha pensao que va hacer carona del cuero
del tupamaro.
Almagro no replicó.
Pocos momentos después, dirigiéndose á un ne-
gro de chiripá rojo que hacía jadear su cabalgadura
en continuo vaivén con las reses, preguntóle im-
perioso :
— ¿Quién es ése, retinto?
— Fernando Torgués, — dijo el negro alar-
gando su boca pulposa como una trompa de tapir.
— ¡ Ah, el gaucho díscolo ! — repuso Almagro.
XV
La ardua tarea seguía en tanto, y aun debía
durar una hora. Circulaba como una atmósfera
de fiebre en el rodeo ; el calor no cedía ; el polvo
en perpetuas sacudidas se arremolinaba en tomo
de los grupos, los caballos jadeantes alargaban
ISMAEL . 111
SUS cuellos buscando en el ambiente denso una
ráfaga de aire fresco, y el ganado se agolpaba ru-
moroso, haciendo temblar el suelo bajo frenéticas
corridas.
De improviso, un novillo de imponente aspecto
atropello el cerco, hiriendo uno de los caballos, y
bajando la cuesta con la violencia de una mole
desprendida de la cumbre.
Almagro se precipitó sobre la res lleno de des-
pecho, para unirle á la paleta la de su zaino de
gran alzada. El amor propio lastimado le hizo
hundir la rodaja en los ijares con cruel rigor;
en su brío, brincó el caballo en vivísimo arran-
que, y mordiendo el freno enarcó el pescuezo,
lanzándose al declive con pasmosa rapidez.
Pero, casi al final de la cuesta, aflojáronsele
los brazuelos, dobló los corvejones, y cayó de
costado, rodando hasta el pie de la loma, des-
pués de haber arrojado á su ginete á algunas
varas de distancia.
Perseguía á Almagro la mala suerte.
Un nuevo murmullo compuesto de voces y
risas burlonas, siguióse á esta caída, atrayendo
al sitio gran número de los concurrentes. Los ami-
gos de Jorge rodearon á éste, que se hallaba un
tanto aturdido en el suelo.
— ¡ Había sido parador el hombre ! — exclamaba
Fernando Torgués entre carcajadas ruidosas. ¡ Vea
no más el diablo, como lo hizo oviyo entre la
yerba I
112 E. ACEVEDO DÍAZ
Así diciendo, mientras Jorge se reincorporaba, el
gaucho de gran talla y arrogante continente, barba
castaña y ojos celestes, de mirar ceñudo, hacía en-
sayar corvetas á su caballo, domeñándolo con fuerte
brazo en cada rebeldía.
Los hombres de campo se le aproximaban silen-
ciosamente, y empezaban á mirarle con interés ó
cierta fascinación suscitada por el prestigio de la
fuerza física, de la hermosura varonil, de la audacia
y resolución que revelaban la mirada, la acción y
el gesto, cuando á un simple ademán ó grito bronco,
hacía volver azorada una res al núcleo ó á un bote
impetuoso de su cabalgadura hacía bramar de có-
lera á ün toro. Aquel mismo interés manifestado
por Ismael, en sus pendencias con Almagro, le ha-
bían atraído las simpatías de todos sus compañe-
ros, dada la fama que Jorge había logrado conquis-
tarse por sus actos de cruel severidad en aquellos
contornos.
Fernando Torgués conocía esa fama del penin-
sular, y la acción del tupamaro le había sedu-
cido. Hacíale acordar á un Jesús de las estam-
pas^ el gauchito de los rulos y de los ojos de
mujer.
— Se me hizo güeno el partido, — vociferaba, —
cuando lo vide con su carita de hembra peli-rubia
tirando las bolas por las guampas del animal.
Los criollos le habían hecho círculo, y le ce-
lebraban las ocurrencias, especialmente los del
distrito del Pantanoso que habían venido con él.
ISMAEL 113
Era que de aquella personalidad fuerte se des-
prendía como una esencia acre y contagiosa de so-
berbia y de bravura, que halagaba las propensiones
é instintos de sus congéneres, atrayéndolos por su-
gestión irresistible.
Aumentaban este prestigio personal, ciertas aven-
turas locales ó de pago, de la primera juventud
de Torgués. Prodigios del músculo; luego, rara
habilidad para domar al potro, correr al ñandú,
cazar al tigre y vencer en la pelea á sus con-
trarios, completaban el renombre. Este gaucho
de .presa era temido, si bien su fama no salía
del círculo estrecho de la vida de pastoreo. Ya
era algo entre la gente nacida en asperezas, en
lucha de todas las horas con las bestias, un hom-
bre que derribaba á un toro de las astas, con la
• misma intrepidez con que vencía á puñal á un
enemigo.
El éxito feliz en los lances individuales, en los
duelos tenebrosos, cuyos hilos secretos no alcan-
zaba á descubrir siempre la justicia del rey, in-
cubaba estas prepotencias en la oscuridad, in-
formes larvas de caudillos que la ley de la
evolución tenía fatalmente en el andar del tiempo
que arrojar desmelenados é iracundos á la escena.
El valor cruel y las proezas del músculo los
colocaban en medio á su existencia sombría de
tribu hispano-colonial, al nivel de aquellos héroes
primitivos de leyenda que lactaron cuando niños
lobas y panteras. Frutos maduros de un sistema
8
114 E. ACEVEDO DÍAZ
de fuerza, se imponían entre ellos- mismos la ley
del mks fuerte, para aplicarla después implacables
y unidos al adversario común.
A esta familia de centauros rehacios á la obe-
diencia pasiva que iba creciendo y agigantándose
en la soledad, como los « ombúes » en el desierto,
pertenecía el gaucho membrudo y altanero de la
invernada del Rincón del Rey.
De hablar recio y ademanes rudos, llamaba la
atención á la distancia, sin que él se preocupara del
alcance de sus frases, ni de los efectos de su
atrevimiento. El hábito de lidiar con los « bicór-
neos »^ según decía, no le dejaba lugar para
«lindezas».
Sus carcajadas sonoras hicieron aproximar al
núcleo á un hombre de formas atléticas que venía
montado en un rosillo entero. Pertenecía al grupo
de los peninsulares, y acababa de separarse de
Almagro.
Por su aspecto, reconocíase al primer golpe
de vista al hombre campero, ágil y sufrido. Traía
daga cruzada por delante, pantalón y bota de
baqueta.
De mirar duro y oblicuo, con un cigarro en
la boca, púsose á escuchar en silencio, escu-
piendo de vez en cuando de lado, sin mover la
cabeza ni apartar la tagarnina de los labios,
casi invisibles entre el espeso boscaje de su
barba.
Ninguno puso atención en él. El círculo se ha-
ISMAEL 115
bía estrechado en redor de Fernando, quien en
ese instante mantenía vivo el interés de los oyen-
tes relatando un episodio de sensación ocurrido á
orillas del Santa Lucía.
Un jefe de partida de celadores, — que así se
llamaban los soldados del preboste, — había mar-
tirizado á un criollo muy mancebo todavía, por
sospechas de hurto. La indignación era grande
en el distrito, porque fuera de ser la víctima
inocente, se había defendido solo contra toda la
fuerza de la Hermandad, cayendo al fin abru-
mado por el número. Según Torgués añadía,
el mozo hizo « mueca al peligro » con una me-
dia-luna de cortar jarretes, y con ella desjarretó
dos godos como para hacerlos andar en cuatro pies.
Una voz que venía de fuera del círculo formado
por el grupo, interrumpió aquí á Fernando, di-
ciendo :
— ¡Te vas en lengua, voceador!
Torgués se empinó en los estribos y echándose
atrás el sombrero, contestó;
— ¡ Nunca le criaron pelos, y lo que dice lo sos-
tiene el brazo, señorón de estampa !
— Falta verse, matamoros.
Y el ginete de formas atléticas, que no era
otro que el dueño del campo en que ocurriera el
suceso, levantó en alto su rebenque de cabo y pa-
sadores de plata con aire agresivo.
— ¡Abran cancha! — gritó Torgués rugiente. —
Voy á señalar á ese godo en la oreja.
116 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡Y yo á tarjarte la lengua!
El círculo se abrió de súbito, entrándose al
medio el del rosillo ; y volvió á cerrarse en vio-
lento remolino, á impulsos de una emoción ex-
traordinaria.
Los dos hombres echaron veloces pie á tierra,
y las dagas relumbraron.
— Arroyate no más el tartán y cuida de tu
alma, — dijo Torgués, oprimiendo con furia el bar-
boquejo entre sus dientes.
— ¡ Así ha de ser ! — repuso en voz breve, lí-
vido y descompuesto el del rosillo, envolvién-
dose con giro rápido en el brazo izquierdo una
especie de chai de vicuña que había traído á modo
de banda sobre el cojinillo de su montura.
Y sin hablar más, temiendo se les escapara la
fuerza con la voz, se fueron al encuentro encor-
vados á largos pasos de felino, hasta que, acor-
tada la distancia y caídos en guardia á su ma-
nera, torcido el cuerpo y cambadas las piernas,
miráronse un momento en las pupilas, como si
en ellas estuvieran las puntas de las dagas.
En el grupo no se oía el más leve mumullo;
reinaba ese silencio profundo que impone, entre
fuertes ansiedades, un duelo á muerte. Todos los
ojos estaban fijos, pálidos los semblantes y mu-
das las bocas.
ISMAEL 117
XVI
Las dagas se cruzaron despidiendo chispas en
el choque, para separarse, ondular, recogerse y
alargarse de nuevo como víboras rabiosas. Sus
filos solían encontrarse en las tendidas á fondo
cerca de los extremos agudos; y los dos com-
batientes, comprimiendo sus respiraciones, apre-
tando el labio y bien abiertos los ojos, cual si
los párpados se hubiesen recogido en el fondo
de las cuencas, parecían hacer reposar sus tron-
cos sobre elásticos de goma ó muelles.de acero
al saltar de frente ó balancearse con la flexibi-
lidad del tigre.
El tartán del hombre atlético estaba á los po-
cos momentos hendido á tajos, sirviéndole de
resguardo de brazo y pecho; Torgués sangraba
por pequeñas heridas en el tronco, cuyo esco-
zor apenas advertía en la fiebre de la pelea.
Los golpes empezaron á sucederse torpes, en-
tre falsas paradas é inseguros ataques, exacer-
bado el encono, perdida ya la serenidad de la
vista y la firmeza del brazo por el esfuerzo y
la fatiga.
Chorreaban sudor los rostros, los pies arma-
118 E. ACEVEDO DÍAZ
dos de espuelas con sus calcañares en ángulo
tropezaban á intervalos, y las dagas huían con
frecuencia de las manos ateridas hasta tocar el
suelo en el furor de la brega.
Llegó pronto un momento que aumentó la
^ ansiedad, precipitando el desenlace.
Los contendientes habían estrechado el espa-
cio de separación, y con el puño que oprimía el
arma sobre la rodilla derecha, se dieron ligera
tregua, mirándose torvos y jadeantes.
Tras estos segundos de descanso, el hombre
de la barba espesa se tiró á fondo con un mo-
vimiento rápido y violent9, ^ punto de perder
su guardia é irse sobre el adversario como una
pesada mole.
El golpe habría sido mortal, si aquél no salta
de flanco librando el pecho, y ofreciendo sólo
su brazo izquierdo á la punta del arma.
Al sentirse lastimado, Torgués levantó la daga,
barbotando con ronca voz:
— ¡ Vale tarja !
Su brazo volteóse con la fuerza de un ba-
rrote de hierro, y la daga cayó abriendo ancha he-
rida en el robusto cuello de su enemigo, que
abandonó el acero ensartado en el brazo de Fer-
nando, para rodar por tierra á la manera del po-
tro que recibe un golpe de garrote en el testuz.
El grupo, ya muy numeroso y compacto, se
arremolinó con el rumor de la marea. Todas las
bocas respiraron ruidosamente.
ISMAEL 119
El vencedor al arrancarse la daga de la he-
rida y al arrojarla lejos, enrojecida con su san-
gre, dijo con su acento fiero:
— ¡ Vean si está bien muerto !
Los ginetes en tumulto aproximáronse más al
cuerpo del vencido que yacía de costado entre
un gran charco sangriento, y se quedaron mi-
rándole en silencio.
Difícil hubiera sido reconocer en aquellos ros-
tros si el sentimiento que en ese instante pre-
dominaba, era el del interés que inspira la
desgracia del guapo, ó el de la compasión que
despierta la muerte de un hombre. El hecho era
que, á la voz de Fernando, todos se habían mo-
vido como por un resorte. El gaucho bravo te-
nía en los ojos una fuerza avasalladora ; ninguno
se acordaba en aquel momento de la justicia del
rey.
Sabido es que la costumbre de ver sangre,
aunque fuere la de las bestias, cebaba y subyu-
gaba á los que habían nacido en los hogares
del desierto y contemplado desde la edad más
tierna cómo palpitaban las entrañas de la res
abierta en canal, segundos después que el cu-
chillo había dividido las arterias del cuello. Este
vapor de sangre que se aspiraba en la infancia
endurecía el instinto y adobaba la fibra.
Entonces, en el periodo de la adolescencia,
depravada la sensibilidad moral, llegábase á asis-
tir con deleite á las luchas mortales dé los hom-
120 E. ACEVEDO DÍAZ
bres y las hazañas cruentas del valor. Este es-
pectáculo, en los lances singulares, embriagaba
y suspendía; una atracción irresistible encade-
naba los espíritus agrestes á la escena ^el drama,
hasta que declarada la victoria, la superioridad
del triunfador los hacía esclavos de su presti-
gio, de su fuerza y de su imperio.
El caudillaje, por lo mismo, no fué nunca otra
cosa que un cautiverio de voluntades por la
coerción decisiva de la audacia, de la intrepi-
dez y del éxito, en la soledad de los campos,
en medio de las tinieblas de la ignorancia y del
error, lejos de la infijiencia eficaz de las autori-
(lades, allí donde la libertad indómita tenía por
vehículo al potro, por refugio el seno de los
bosques, y por tipo genérico al primitivo gau-
cho de la leyenda heroica.
Escenas como ésta á que nos referimos, de
tiempos ya lejanos, tiempos de la primera gene-
ración, en que la raza empezaba á sentir el her-
vor de los instintos hasta entonces reprimidos y
á desprenderse apenas de su corteza de barba-
rie, — de su piel charrúa^ si se nos permite la
imagen, — animando la escena con la variedad
pintoresca del tupamaro^ — eran escenas propias
de la índole genial del pueblo, frecuentes y trá-
gicas, sin represión inmediata, en que se adies-
traba el músculo dándose desarrollo increíble á
las pasiones con abandono absoluto del cultivo
de la inteligencia y del sentido moral. La ley
ISMAEL. 121
de la herencia ejercía todo su imperio en la vida
tormentosa del embrión. El menor episodio de
guerra ó lucha de familia se caracterizaba por
una propensión irreductible de los instintos cie-
gos, más que por la fuerza del cálculo ó la ma-
licia de la idea. Se vivía de sensaciones ; y el
odio ó la venganza las ofrecían á cada hora en
nuestra edad del centauro y del hierro.
La escena que dejamos relatada, había remo-
vido las pasiones del grupo por un momento.
Después había sobrevenido algo como una
calma indiferente. jUno de los campeones estaba
en el suelo, extinta para siempre su fiereza !
Jorge Almagro se encontraba en el extremo
opuesto del rodeo, apresurando la conclusión del
aparte de novillos, cuando el negro de chiripá
rojo, azuzando sin descanso á su rucio rodado con
una sola espuela de rueda enorme ceñida al pie
desnudo, se le acercó para decirle que el ha-
cendado Tristán Hermosa acababa de caer mal
herido en lucha con el capataz de la invernada del
Rincón del Rey.
— ¿Y él? — preguntó entre tartajoso é iracundo
el mayordomo.
— Cribao y manco, señó.
Almagro picó espuelas, seguido del grupo, or-
denando que se largase el ganado. .
A mitad de su galope, alcanzó á divisar hacia
la izquierda muchos ginetes que so alejaban á
buen paso del sitio de la tragedia.
122 E. ACEVEDO DÍA2;
— ¡Que se cure de la manquera! — murmuró con
sorda rabia. — ¡A su tiempo, conmigo ha de ser!
En el lugar de la lucha, sólo se veían dos hom-
bres: Aldama é Ismael.
Tres de los grandes mastines, echados junto al
cuerpo inmóvil, alargaban sus hocicos oliendo la
sangre que empapaba las hierbas.
Así que Almagro llegó, lanzóse rápido del ca-
ballo, y dando con el mango del rebenque en la
cabeza de uno de los perros, que arrastró en su
fuga á los otros, sacudió con fuerte brazo el
cuerpo de Hermosa, hasta volverle de rostro; y
púsose á contemplarle pálido y mudo.
Ismael salivó á un lado con displicencia, y dijo
sencillamente :
— Dijunto.
— Aurita no más jipeó con un gorgorito, —
añadió Aldama.
Almagro levantó la cabeza gestudo, mirándoles
de reojo. En seguida quitóse un gran pañuelo
á cuadros que llevaba en el cuello, y rodeó con
él el de Tristán Hermosa, cuya herida era ancha
y profunda. La daga había ofendido venas y arte-
ria, sucediéndose una hemorragia mortal.
Vendada la herida, Alrüagro hizo una seña al
negro del chiripá rojo, que había ya mudado de
caballo, diciendo :
— Acerca, Pitanga; lo cruzaremos adelante.
Y dirigiéndose á Ismael y Aldama, agregó
bruscamente:
ISMAEL 123
— ¡Ayuden á levantar!
El cuerpo fué colocado sobre la encabezada
del lomillo, manteniendo el equilibrio el negro
con las dos manos sobre el pecho ; y el fúnebre
acompañamiento echó á andar hacia la casa, cuando
cerraba ya el crepúsculo.
XVII
A aquella hora notábase en la estancia reco-
gimiento y soledad. Dos individuos del peonaje
acababan de retirarse á un galpón pequeño, á cuya
entrada ardía un buen fuego, después de en-
cerrar en el corral una majada de ovejas que
llenaban el espacio con sus balidos plañideros.
Una campana de hierro que pendía del techo
del corredor, había sonado como de costumbre
anunciando la hora de la cena, sin que á su lla-
mado hubiese aún comparecido Almagro con
el numeroso personal de trabajo del estableci-
miento.
Atribuíase esta demora á las dificultades de la
elección y del aparte de» las reses.
La viuda de Fuentes se entretenía á la luz de
una lamparilla en embeber puntos en calcetas, á
favor de una calabaza pequeña, muy absorta en
124 E. ACEVEDO DÍAZ
SUS menguados como en tarea concienzuda, con
su vieja peluca de bucles castaños bien puesta en
el rugoso cráneo, y su rosario de cuentas amarillas
prendido al cin turón.
F'elisa, sentada junto al ventanillo que daba
al campo, conservaba todavía entre sus manos el
mate de yerba que poco antes había servido con
leche á la abuela, sorbiendo cavilosa su bombilla
de vez en cuando.
Parecía echar de menos algo, y sus ojos no
cesaban de dirigirse á la campaña, que íbase por
grados cubriendo de sombras. Esa noche, Fe-
lisa experimentaba un desasosiego completo. Iba
y venía ; tornaba á salir, recorría el patio, la en-
ramada, aventurándose un poco hacia el campo ;
y volvía al rancho, para mostrarse inquieta den-
tro de su habitación, sin que nada la distrajese*
Ella misma no se daba una idea clara de lo
que le ocurría, aun cuando en medio de sus im-
paciencias creía ver entre una nube de polvo
una imagen de rostro pálido y flotante cabellera,
que no quería mirarla ni sonreiría, y por la que
ella á su vez sentía enojo y afecto juntamente, y
hubiera si pudiese, arañado ó besado, según la oca-
sión.
En ciertos momentos quedábase encogida, con
la vista en el suelo.
Pensaba acaso que su abuela, después de rezar
sus oraciones en un viejo sillón de baqueta con
clavos de bronce, del tiempo de don Bruno de
ISMAEL 125
Zabala, que le servía de asiento favorito, íbase
é. las nueve á dormir; que Almagro lo hacía á
las diez en el extremo opuesto del rancho, en
lionde tenía su catre, cuando no lo trasladaba
a.1 galpón destinado á la lana y cerdas, para
gozar mejor del fresco de la noche; y que, el
otro, se refugiaba en la enramada con Aldama,
haciendo antes de entregarse al sueño, música
tie « tristes » con la guitarra ....
Verdad también que ese otro, en determinadas
noches, solía meterse en un cuartito que daba
entrada á la tahona, de allí distante treinta va-
ras, con ventanillo sin rejas.
Y, calculando quizás estas cosas, volvía la
vista á la abuela, sintiéndose como tentada de
preguntarle por qué era que había hombres tan
liuraños, que fuera preciso á una muchacha en-
cariñarlos mucho con los ojos antes de hacer-
los mansos y seguidores. Pero, ¿qué diría la
« vieja » si ella le preguntase semejante zafadu-
ría ?
Lo cierto es que aquel corazón, en el mismo
•estado que una calandria en lo espeso del ramaje
ceñida de las alas, se encontraba bajo ansias des-
conocidas.
El gauchito de boca de clavel le andaba á
Felisa por los ojos. Tenía herido en lo vivo el
sensorio, y esta herida exasperada por el ca-
pricho duro y voluntarioso, la rebelaba ante la
idea de que Almagro pudiese ser « su hombre >.
126 E. ACeVeDO DÍAZ
En el momento en que volvemos á encon-
trarla, un mal humor manifiesto comenzaba á
contraer su ceño. Agraciaba aún más su linda cara
morena una cinta roja con que había ceñido su
pelo negro y crespillo, el cual le caía por detrás
en grandes trenzas sobre un vestido de zaraza,
corto y esponjado por el almidón y la plancha
caliente. Ceñía su cuejlo una pañoleta de algodón
floreado, cuyas extremidades al resbalar en su
pecho ponían mejor de relieve los encantos que
por entonces no tenía ella en mucha cuenta, á
pesar de los groseros avances de Jorge. Este
traje dominguero no dejaba de sorprender á su
abuela, quien la miraba por encima de sus gafas,
como indagando la razón de tanta compostura ;
|)ues comunmente Felisa andada de « trapillo », sin
mucho miramiento. — Pero á ella se le había an-
tojado no hablar en ese día, y la vieja viuda tuvo
que limitarse á sus ojeadas cortas de pupila ahu-
mada y mortecina.
Después de un largo rato de silencio, la nieta
dijo con mal modo de repente:
— ¡Ya es hora de cenar, agüela!
La viuda sin levantar la vista de sus men-
guados, ni abandonar la aguja que temblaba como
la de la brújula en sus dedos descarnados y amari-
llentos, concretóse á responder con mucho reposo :
— Jorge no ha de tardar.
Felisa se levantó con enfado y fué á colocar
el mate en una mesita.
ISMAEL 127
Dirigióse- luego al ventanillo del fondo, donde
puso sus dos manos, sin decir palabra, y que-
dóse mirando con su aire de encono los cardi-
zales secos que se extendían al frente.
No habían pasado cinco minutos, cuando ella
atisbo algo desde su ladronera, que llegó á disi-
par en parte su gesto de disgusto.
Un ginete acababa de atravesar solo, hacia la
tahona, si no sufría engaño su vista en medio
de la oscuridad que rodeaba todos los objetos;
y ese ginete por su postura indolente en el ca-
ballo y el sombrero doblado de un ala hacia
arriba, le era bien conocido.
La cabalgata al aproximarse á la estancia
había hecho un rodeo, encaminándose á la cabana
de techo de paja, donde se depositó el cadáver
con el objeto de velarle esa noche.
La viuda y Felisa se encontraban ya á la mesa,
cuando vino Almagro á ocupar su banqueta»
limpiándose con el brazo el sudor del rostro.
Mientras se servía el asado y la carbonada
criolla, y preparaba él su estómago con una
buena dosis de vino carldn, bebido en vaso de
azófar, relató con frases entrecortadas las peri-
pecias de la faena, sin excluir el episodio de
Hermosa y Torgués, y algunos juramentos gro-
seros que acompañó con un golpe de puño en
la mesa.
Condoliéronse abuela y nieta del suceso, alar-
mándose aún más la primera al saber que de allí
j
128 E. ACEVEDO DÍAZ
á pocas horas llegaría la gente del preboste, para
las informaciones necesarias. Tranquilizóla Jorge
á este respecto, no insistiendo mucho sobre el
asunto.
Pudo observar Felisa que á su primo se le
desarrugaba el ceño, y ponía en ella sus ojos
con una expresión blanda y afable.
Es que Jorge la hallaba más compuesta é
incitante que de costumbre ; y hasta llegó á ima-
ginarse que fuera él tal vez, el origen de este
atildamiento inesperado. Para confirmarse en la
creencia, tentó con los pies por debajo de la
mesa, hasta encontrar los de la criolla, que apri-
sionó muy audazmente entre los suyos.
Felisa se estuvo quieta, y se sonrió sin mi-
rarlo.
La abuela, á quien las novedades extraordi-
narias del día tenían bastante conturbada, inqui-
ría á cada momento de Jorge mayores detalles,
que éste le trasmitía entre bocado y bocado, sin
apartar la vista de la criolla.
Pocas veces había estado Almagro tan alegre
y obsequioso con la viuda y con su prima. ¡Juro
por el ánima de mi padre, — exclamaba, — que
hoy soy capaz de perdonar ! — Y mientras esto
decía, alguna nueva libertad llegó á permitirse,
porque Felisa lo miró con los ojos muy severos,
y separó sus pies.
No se resintió él por eso; y pasados pocos
segundos volvió ¿ comenzar.
ISMAEL 129
Antes de tocar la cena á su término, la vieja
viuda se levantó para pasar á la pieza que servía
de dormitorio t^nto á ella como á su nieta.
Así qu§ hubo salido, Jorge detuvo á Felisa
que se marchaba detrás con las mejillas encen-
didas, y ese aire suspicaz y altanero propio de
una mujer que ha tolerado demasiado. La detuvo
con la intención de darla un beso. Ella lo burló,
rechazándolo callada, con energía. . . .
La abuela pudo sentir entonces desde su cuarto
ciertos choques ó estrujones contra las banquetas
y la puerta, que se cerró con violencia, y volvió
á abrirse; y cuando venía ella á averiguar lo
que ocurría, tropezó en la oscuridad con Felisa,
que á su pregunta, respondió con la voz un poco
desfigurada :
— Nada, agüela,
Y pasó adelante con los ojos cuajados de lá-
grimas, llevándose la mano al seno, como si allí
hubiesen dejado escozor doloroso unos dedos
brutales. La viejecita se volvió más tranquila,
dando un bostezo.
Felisa fué á sentarse junto á su ventanillo,
silenciosa, con la barba apoyada en la palma de
la mano, las orejas ardiendo y la mirada colé-
rica.
o
130 E. ACEVEDO DÍAZ
XVIII
En tanto que esto ocurría en las habitaciones
de la viuda de Fuentes, otras escenas se prepa-
raban en el extremo opuesto.
Hemos dicho que la cabalgata se había dete-
nido en la cabana de techo pajizo, en donde se
depositó el cadáver de Hermosa. »
Ismael se apartó del grupo, una vez en aquel
sitio.
— Toy cavilando en cosas fieras, — le había
dicho Aldama al separarse, con aire aprensivo. —
Los perros principian á auyar.
— Por el ánima del dijunto, hermano ....
— No creiba. A canto de gayo, ante la maña-
nita, vide en el cielo una estreya con cola, de
la parte aya del bañao. ¿No piensa que haiga
agüero ?
— A la cuenta se amachimbró una bruja.
Y al decir esto Ismael, encogiéndose de hom-
bros, imperturbable, habíase dirigido á la tahona.
Cuando pasó por delante de la ventanilla de
Felisa, miró de soslayo. La sombra de la criolla
se dibujaba en el fondo. . . .
Ismael se apeó á la puerta de la tahoila, y
ISMAEL 131
ató su caballo á un arbusto, sin bajarle el re-
cado.
Entróse luego á la pieza de que hablábamos, y
sentóse en una mesa colocada junto al ventani-
llo, apoyando la cabeza con indolencia en la pa-
red del fondo. Quedóse mirando el cielo oscura
como embebido. Su cuerpo lleno de cansancio y
laxitud, no salió en* muy largo tiempo de esta in-
movilidad.
La habitación no tenía más muebles que la
mesa, y un cráneo de vaca por único asiento en un
extremo. Sobre este despojo blanco y lustroso,
perfectamente aseado por el sol, la lluvia y el
viento, veíase una guitarra cuyas clavijas esta-
ban adornadas con pequeños moños rojos y ama-
rillos.
Las noches estivales transcurren veloces.
Cerca de las once, Ismael sin sueño aún, algo
inquieto y febril en medio de las mismas fatigas
de la jornada por la excitación de sus nervios,
cogió la guitarra, y volviendo á su asiento, púsose
á templar las cuerdas.
La oscuridad y el silencio rodeaban el edificio
principal.
En la cabana de techo pajizo entraban ó salían
algunos hombres, que parecían relevarse en la
vela del cadáver.
La puerta abierta permitía verle de cuerpo en-
tero dentro de un mal féretro fabricado con viejas
maderas, á la luz roja y oscilante de varias bujías
132 E. ACEVEDO DÍAZ
de sebo, cuya humaza formaba como una niebla
espesa en el interior.
Aldama, un poco agitado por extrañas preocu-
paciones, merodeaba cerca de la tahona.
Allí próxima, elevábase una gran pila de osa-
mentas de animales vacunos y yeguares.
Apeóse junto á estos despojos, diciéndose á me-
dia voz :
— Esmael tá cantando.
Se sorprendió de que no le hubiese aflojado la
cincha al pangaré.
— i Siempre lerdeando el hombre !
Tras esta observación, y bajo el influjo de sus
presentimientos, practicó con su caballo esa dili-
gencia, y apartándolo del sitio, lo ató á una es-
taca sin quitarle el bocado. Dirigióse en seguida
al cercano arbusto, donde había visto el caballo de
Ismael, é hizo lo mismo, después de conducirlo al
terreno en que asegurara el suyo. Los bocados sin
camas ni coscojas, les prermitían saborearse con
la gramilla.
Aprestábase en pos de esto á platicar algu-
nos momentos con su compañero, cuando algo
de extraño y sospechoso en las sombras lo de-
tuvo.
Alguien avanzaba sigilosamente hacia la tahona,
y parecióle á Aldama bulto de mujer.
El pensar que fuera Felisa no le causó asom-
bro, porque él estaba enterado de las cosas de
Ismael ; pero sí, inquietud. En aquella noche Al-
ISMAEL 133
dama se sentfa más supersticioso que nunca, y
recordaba sin saber por qué el gesto de Jorge
Almagro.
¡No había de ser bruja la que se enmaridase!
— Allí había un muerto; la noche estaba negra;
al mayordomo le comía un gusano el corazón;
Ismael cantaba como un pájaro en la rama, y
la hembra venía revoloteando .... ¡Y aquellos
diantres de perros que no dejaban de llorar !
Aldama se agazapó detrás de la pirámide de
huesos.
I-a sombra pasó cerca, cautelosa.
Las dudas se desvanecieron en el espíritu del
gaucho.
— Vea no más, ¡con qué noche! Pa este riesgo
grande, es juerza que ya no puedan vivir sin
verse, i La calandria ciega se va al rumbo de la
caijturria ... y allí cerquita está gritando la
corneja por los ojos del dijunto!
Felisa, — pues ella era, — siguió sin ruido al-
guno hasta el ventanillo, al que acercó su rostro.
Ismael que en ese instante cantaba una trova
con una voz baja, si bien afinada y casi musical,
calló de súbito ante aquella aparición, quedando
presas en sus uñas las cuerdas de la guitarra.
Miráronse los dos, callados algunos momentos.
Felisa cogióse del tosco marco del ventanillo,
y púsose á columpiarse, apartando la vista de
Ismael para dirigirla á uno y otro lado, como
si algún temor la perturbase.
134 E. ACEVEDO DÍAZ
Mirábalo luego á él, y volvía á darle el per-
fil, deteniendo su ligero columpio, para escuchar
mejor los ruidos de las «casas».
Blandengue, que por allí vagaba, llegóse de
pronto olfateando y posó su enorme cabeza en
el muslo de la garrida moza, meneando despa-
cio la cola.
Ella le dio un golpecito con la mano y lo em-
pujó con el pie.
Blandengue dio un resoplido, y fuese paso á
paso.
Ismael se había bajado de la mesa, y apare-
cídose en el umbral de la puerta baja y estrecha
con la guitarra en la mano.
Felisa le hizo un mohín de menosprecio, y
presentóle la espalda.
Después simuló alejarse con los brazos cruza-
dos y el aire muy indiferente, * sandungueando »
su pollera corta y sacudiendo sus trenzas en gra-
cioso meneo.
— ¡Veni! — dijo Isniael con tono arisco.
Sin hacer caso á este llamado, Felisa caminó
un ligero espacio, y volvió luego al rumbo, como
quien pasea al aire fresco.
Ismael la tomó de la muñeca bruscamente,
apretándosela.
—Déjame, — prorrumpió ella con acento seco.
El tiró, sin embargo, sin ninguna disposición
■de largar,
Felisa hizo hincapié en una de las paredes de
ISMAEL 135
adobe de la tahona, que presentaba bastantes
grietas y aberturas en su base; y así se sostuvo
por breves segundos, sin dejar de mirar para
afuera.
Pronto perdió esa última posición, y de im-
proviso, sin que se apercibiese que algo había
puesto ella de su parte, vióse en el interior del
cuartito á oscuras, acordándose recién que quien
la tenía cogida era peligroso.
Desprendióse de él, y fuese de nuevo á la puerta.
Escudriñó en la sombra ....
Ismael, que se había quedado hosco é inmóvil,
preguntó :
— ¿Anda ai el gato montes?
Felisa se estremeció en la oscuridad, y domi-
nando la impresión causada por esas palabras,
dijo:
— ¿Le tenes miedo?
Los ojos oscuros de Ismael centellearon.
— ¡Ladeao! — contestó con desprecio, mirando
hacia la cabana.
Y yéndose á ella, volvió á asirla nervioso.
Cedió Felisa, esta vez.
Velarde conservaba la guitarra en la mano iz-
quierda.
Ella le empujó del brazo, diciendo:
— ¡ Toca no más ! . . . .
Ismael sintió arderse, y púsose á pulsar el ins-
trumento sin saber lo que hacía, arrancándole
sones desacordes.
136 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡ Ansí no ! . . . . exclamó la criolla con dureza.
Y deslizó sus dedos en las cuerdas, para con-
cluir posándolos en la mano ardorosa del tañe-
dor, que al contacto quedóse quieta ....
Después, Ismael se echó el sombrero á la nuca,
y la guitarra cayó al suelo, gimiendo al choque
como un ave que se cae dormida de las ramas.
Las dos bocas se acercaron, y por un instante
estuvo la del cantor prendida entre temblores al
clavel de carne.
Luego se apartaron el uno del otro, sucedién-
dose el silencio.
XIX
Ismael alargó las manos temblorosas y empez6
á tantear. Ella dejó hacer. Miróle y sonrióle,
con los ojos húmedos y brillantes. Alguna vez
pasó sus dos manos sobre las de él, no para re-
primirle sus nerviosos tanteos, sino para acari-
ciarlas. Sentíase feliz. Los alientos del varón
le encendían la sangre, quemándole todo el
cuerpo, y se abandonaba sin resistencias, acer-
cando y retirando su cabeza del pecho de su
amante, con esos movimientos bruscos al princi-
pio, pausados luego, de una voluntad que se rinde.
ISMAEL 137
En cierto momento él la estrujó en un arre-
bato enérgico. Suspiró Felisa, acercóle otra vez
su boca ardiendo, é hízole presa el labio con
los dientes. Quiso él desasirse por ,un segundo,
echando atrás el rostro; mas ella le cogió suave
con las dos manos de los rulos, y volvió á be-
ber fuego en aquella boca sombreada por un bi-
gotillo negro, con la tenacidad de una abeja en
un pétalo de flor lujuriosa.
Entonces él se apoyó en la mesa, y la atrajo,
con ímpetu rudo, callado, entre las sombras; y
cuando Felisa quiso decir algo, que se quedó
atravesado como un nudo en su garganta, ya
era tarde .... El gaucho vigoroso que domaba
potros, era en aquel instante lo que el clima y
la soledad lo habían hecho: un instinto en car-
nadura ardiente, una naturaleza llena de sensua-
lismos irresistibles y arranque grosero.
Al sentir la presión de sus manos, como te-
nazas, ella se abandonó con cierto deleite, de-
jando caer la cabeza en su hombro ....
Transcurrieron algunos momentos.
Al cabo de ellos, una sombra negra apareció
en el umbral, sin que de ella se apercibiera nin-
guno de los dos.
Con acento débil y balbuciente, decía Felisa:
— Yo me voy ....
¿ De quién era la sombra interpuesta en el um-
bral?
El mayordomo, acosado por el celo había pa-
138 E. ACEVEDO DfAZ
t
sado del rancho en que se velaba el cuerpo de
Tristán Hermosa, al de la familia de Fuentes.
La vieja viuda dormía y el lecho de Felisa
parecía solitario.
Jorge estuvo' escudriñando algún tiempo. Des-
pués se dirigió á la cocina y supo por una ne-
gra que allí fumaba su «cachimbo» junto al fo-
gón apagado, que la criolla se andaba por el
campo, atrás de los bichos de luz.
Almagro fuese ; descalzóse detrás del rancho
las espuelas que dejíS allí tiradas, y encaminóse
derecho á la tahona, probando primero si el filo
de su daga estaba al pelo,
Aldama, escondido en el montón de huesos,
lo vio pasar como agazapándose en las som-
bras; pero no tuvo tiempo de prevenir á Is-
mael, porque el mayordomo estaba ya á pocos
pasos de la puerta, cuando él ante esta aven-
tura, volvió á acordarse del aullido de los pe-
rros y de la « estrella con cola».
Jorge escurrióse hasta el ventanillo ; y escuchó.
Como le pareciese oir resuellos ó respiracio-
nes ahogadas de dos personas, la sangre se le
subió á la cabeza; y con la cautela y la agilidad
de un felino, introdujese sin ruido en la tahona.
En ese momento, Felisa pronunciaba las pa-
labras que dejamos consignadas, y disponíase á
desasirse de su amante, cuando sintió que una
mano áspera y ruda cogía sus trenzas. Helósele
la sangre.
ISMAEL 139
Esa mano ó zarpa le rozó la nuca, oyéndose
luego un crujido singular, — el qué hacer pu-
diera el filo de un cuchillo al cortar la cabe-
llera de un solo golpe, — en tanto barbotaba esta
frase, una voz ronca é irascible:
— ¡Te habías de dar al más ruin, perdida!
Escapó al pecho de la criolla un grito casi
ahogado, al reconocer el acento del español.
Dejóse caer de rodillas, y cogiéndose con las
dos manos la cabeza despojada de su$ trenzas,
lanzóse en seguida sobre él, y clavóle las uñas
en el rostro.
Jorge la rechazó con brutalidad, arrojándola
fuera de un empellón, que acompañó de un terno
sangriento.
Felisa lanzó un grito de angustia.
Ismael rechinó los dientes, y saltó como una
fiera.
Dejóse oir tan sólo ruido de rodajas, en aquel
brinco siniestro.
Los ojos de Almagro, redondos y fosfóricos
como los del ñacurutú^ brillaban fijos en las ti-
nieblas ; estaba él encorvado, con las piernas en
comba, junto á la puerta, conteniendo la respi-
ración para eludir el encuentro al primer cho-
que, arrastrándose hacia afuera. Su afilada daga,
tendida en guardia baja, oscilante como un pén-
dulo en el crispado puño, despedía blancos re-
flejos.
Ismael dio un segundo bote ciego de rabia,
140 E. ACEVEDO DÍAZ
y melláronse las dagas echando chispas al cho-
car en la sombra.
El pie de Jorge, al asentarse con la pesadez
del plomo, tropezó en la caja de la guitarra
caída en tierra; y las cuerdas estrujadas dieron
rumbo cierto á Ismael, que dirigió rápido al si-
tio la punta de su arma.
Un relámpago de luz verdosa surcó la atmós-
fera, inundando la escena del drama.
A esta instantánea iluminación Ismael pudo
percibir á Aldama, de pie á algunaS' varas de
la puerta, inmóvil, y cuchillo en mano; y á su
enemigo á un metro apenas de distancia con la
cabeza hundida en las espaldas en actitud de
arrastrarse hacia el campo.
El momento era decisivo.
Siguióse una lucha sorda, cuerpo á cuerpo, en
la que hasta la cabeza de vaca rodó por el
suelo, junto con la mesa; después. ... el ruido
de una masa que se desploma, y de una hoja
de hierro que escapa á una mano ya sin vigor.
Luego una ronquera bestial, — algo como un re-
soplido feroz, — sucediéndose á la caída en las
tinieblas.
Por último, un silencio de muerte.
Un hombre saltó afuera.
Aldama reconoció á Ismael que acababa de
pasar por encima del cuerpo de Jorge, á quien de-
jaba por extinto con una puñalada hasta el mango
en el tronco.
ISMAEL 141
Ismael se reunió á su compañero, limpiándose
la sangre que le había empapado el brazo y pal-
pándose en seguida una pequeña herida de punta
en el hombro izquierdo, en la que la daga de Al-
magro llegó á tocar el hueso.
La criolla, auxiliada por Aldama, habíase ale-
jado veloz.
En aquel instante, alarmados sin duda por las
voces y extraños rumores de la tahona, varios
hombres salían en tumulto de la cabana.
Oíase tropel de caballos y chocar de sables.
— ¡A ganar la loma! — dijo Aldama, tirando del
brazo de su compañero.
No opuso éste resistencia ; y los dos desapare-
cieron tras la gran pirámide de huesos, llevando por
guía una especie de duende negro que se deslizaba
fugaz, deteniéndose á veces á uno ú otro flanco,
para lanzar sordos gruñidos á cada nuevo rumor.
Era Blandengue.
XX
La campaña, del paso de la Arena adelante,
ofrecía un aspecto lleno de salvaje colorido. Mar
ondulante de enormes pastizales, cuchillas enhies-
tas, faldas abruptas, cañadones fangosos orlados
142 E. ACEVEDO DÍAZ
de espesas maciegas ó arroyos de ribazos som-
bríos.
Las estancias ó poblaciones veíanse diseminadas
á grandes distancias, con sus ranchos circm'dos
los unos por cardales, los otros de escasos árboles
sin fruto ; á veces, por dos ó tres « ombúes »
corpulentos, ramosos y librados al crecimiento
espontáneo, con gajos salientes y formidables re-
toños. Próximos á esas estancias, corrales de
postes torcidos para el encierro del ganado, y de
cuyo suelo blando y esponjoso compuesto de dos ó
tres capas de guano, salía y descubríase á lo lejos,
un vaho húmedo y azulado en constante evapo-
ración.
En el horizonte del nordeste, por encima de
la línea verde de los bosques, dibujábanse en
masas azules y compactas los picachos y las
crestas de las serranías pedregosas de las « Ani-
mas ».
El panorama al frente tenía el tinte cerril del
desierto, sólo animado de vez en cuando por la
carrera frenética del potro encelado con la cola
barriendo el suelo y los cascos casi ocultos por
mechones de pelo basto y sucio, arremolinando
por delante, entre broncos relinchos, la yeguada
arisca.
En alguna planicie los toros chocaban sus cuer-
nos con ruido estridente entre sordos .bramidos,
recalentados por el celo y los ardores del sol;
otros se frotaban con fuerza los lomos en las
ISMAEL 143
concavidades de las grandes piedras, alzada la
cabeza, arqueado el cuerpo y tiesos los miembros
inferiores; mientras el resto se revolvía entre la
vacada, disputándose á punta de asta la junción
sexual.
Salía de los pequeños valles como un rumor
bravio y feroz, á la hora de la siesta.
Pocas carreteras por estos sitios ; muchas male-
zas y boscajes sobre las corrientes de agua, pasos
tortuosos, picadas oscuras, ni una huella 3e arado
cerca de las poblaciones, ningún gaucho en movi-
miento que indicase el trabajo y la faena pas-
toril.
Era la hora de la laxitud y de la modorra, el
sueño del mediodía bajo las enramadas ó á la
sombra de los árboles, entre una nube de mosqui-
tos y una atmósfera de fuego. Cantaba la chicharra.
Por estos sitios, y otros idénticos, cada vez
más solitarios á medida que avanzaban al trote
largo y firme de sus caballos, iban atravesando
Ismael y Aldama al día siguiente del lance de la
tahona.
Habían marchado toda la noche y traspuesto
una gran distancia entre ellos y sus perseguido-
res, extraviándoseles el Blandengue en la ruta.
Somnolientos y sudorosos, necesitaban reparar
sus fuerzas, é hicieron un alto del otro lado del paso
del Rey, en el Yí.
Una pequeña pradera en el interior del monte
les sirvió de asilo.
144 E. ACEVEDO DÍAZ
Algunas horas después, emprendían de nuevo
la marcha hacia el Río Negro, sin haber comido.
Caía la tarde. El aire estaba denso. El calor
seguía sofocante.
De repente, Ismael se detuvo y echó pie á
tierra.
Aldama se paró á su vez, cruzando la pierna
encima del recado.
Ismael apretó la cincha, y desprendió el «lazo »,
que preparó con mano ágil y lista.
Volviendo á montar, arreglóse de un tirón el
chiripá y dirigió una mirada al llano.
Un trozo de ganado vacuno que salía de
abrevar en el ribazo, se había aglomerado en
aquel sitio. Las reses inmóviles, con las cabe-
zas levantadas, obser^'^aban con cierta curiosidad
mezclada de recelo á los dos ginetes.
Las madres con cría se habían adelantado un
poco, refregaban ligeramente con el hocico á sus
becerros y dirigían luego sus ojos inquietos á Is-
mael y Aldama.
Los novillos movían á ambos lados la corna-
menta y sacudían las colas, con aire agresivo.
Una vaquillona «chorreada», de cuernos cor-
tos y orejas partidas, dio de pronto un salto ó
brinco juguetón, enseñando una picana maciza y
suculenta, y vino á colocarse á vanguardia de
todas con mucho atrevimiento.
— Está gorda, — dijo Aldama sin sacarse el
barboquejo de la boca, con el que entretenía
I
ISMAKL 145
el hambre. Afírmesele á la c chorreada », apar-
cero.
Ismael se echó el chambergo á la nuca en silen-
cio, puso espuelas arrancando con viveza, y revoleó
el « lazo ».
El ganado se volvió rápido haciéndose un
montón para emprender la fuga, y la vaquillona
se quedó á retaguardia, metiendo en todas par-
tes la cabeza en su empeño de abrirse ca-
mino; pero en uno de los instantes que la alzó
para acelerar la carrera, despejado el terreno por
su frente, silbó el « lazo », y fué cogida por el
cuello.
Ismael escurrió la lazada con presteza, hasta
ceñirla bien; y sujetando su caballo, volvió
bridas.
La res saltó con increíble agilidad, balando, y
rodó por el pasto como una bola.
Antes de que pudiese reincorporarse, casi as-
fixiada por la opresión de la trenza y la argolla,
tuvo en el pescuezo la bota de potro de Aldama ;
quien, con sin igual destreza, apretando allí en
esa forma, y con la rodilla derecha en el vientre de
la res, desenvainó la daga, que introdujo veloz en
la garganta y revolvió en la herida hasta cortar la
arteria.
El animal baló tristemente; saltó un chorro de
sangre negra, y sobrevino muy pronto la muerte
entre gorgoritos y temblores.
Aldama limpió la daga, pasóla por la caña de
10
146 E. ACEVEUO DÍAZ
la bota, tentóla con el pulgar hasta levantarse la
piel, é inclinándose, dio un gran tajo en el cos-
tillar de la vaquillona rozando la paletilla, del
lomo al vientre, y otros tres, en direcciones res-
pectivamente paralelas. En seguida cogió uno de
los extremos de aquel rectángulo, introdujo el
acero bien al ras de las costillas y lo desprendió
de ellas á golpes de filo, arrojando á un lado
el enorme trozo de carne con pelo y más de
media pulgada de grasa, aquélla caliente y todavía
palpitante.
Todo esto fué obra de un momento.
Tragó saliva, echóse más atrás el sombrero,
pasó y repasó nuevamente la daga en el pelo
de la ternera, y volviéndose hacia Ismael, que
desnudaba á su vez la suya, dijo con aire concien-
zudo :
— No ha que achurar. Déla güelta.
Y limpióse con la manga, recogida el sudor del
rostro.
Ismael cogió la res de una trasera y otra
delantera, mientras sujetaba la daga con los dien-
tes, y la volvió de lado haciendo palanca de la
rodilla.
En tanto él separaba el costillar con piel, Al-
dama acometía la picana^ trozando el rabo en su
nacimiento.
Este trabajo fué practicado con actividad ner-
viosa, chorreando sudor sobre la carne viva que
se estremecía en los huesos al descubierto de
ISMAEL 147
la res, y alzándose á cada segundo la cabeza
para dirigir á todos rumbos una mirada escudri-
ñadora.
El animal tenía marca. Pero ellos tenían que
comer. Cuando se andaba á monte, todos los bienes
eran comunes.
Concluida la tarea ataron á los tientos la carne
con cuero, secáronse otra vez el sudor, y echáronse
de brazos por algunos instantes en los recados para
tomar aliento, con las manos llenas de sangre, los
rostros de polvo y desgreñadas las largas cabe-
lleras.
En seguida montaron y emprendieron el trote.
Sólo quedaba en el sitio, como un trasunto de la
« chorreada», con las costillas al aire, sin lengua y
sin cola, cual si dos jaguares hubiesen cebado en
sus carnes colmillos y garras.
Los fugitivos, antes que cayera la noche, de-
voraron al galopé una distancia considerable .
Tenían por delante la inmensa extensión de-
sierta, arroyos, ríos y selvas.
Aldama era el baqueano en la zona que re-
corrían, y conocía en ella, según él afirmaba
con aire chocarrero, entre las sombras de la
noche, los campos por el gusto de las yerbas, y
la hacienda gorda por el ruido de las pezuñas.
Caía el crepúsculo, cuando ellos resolvieron
guarecerse en los montes del Río Negro, cuaja-
dos entonces de matreros.
148 E. ACEVEDO DÍAZ
XXI
Denominábanse así, no sólo los delincuentes y
contrabandistas que la Hermandad perseguía sin
tregua, sino también los que sin tener cuentas
con la justicia del Rey, eludían el servicio de las
armas, resignándose á una vida montaraz de per-
petua zozobra.
Esta tenía múltiples fases pintorescas y dramá-
ticas.
Los días se pasaban en la espesura, donde el
sol deslizaba uno que otro hilo de luz.
Se hacía existencia común con los « carpin-
chos », las zorras, los perros cimarrones y aun
con el yaguareté. La costumbre bíblica era para
ellos una realidad. Las fuerzas ciegas de la na-
turaleza les formaba un círculo infranqueable.
Domaban el potro y le enseñaban k vivir en
potriles tenebrosos, á recorrer los senderos más
estrechos y torcidos, á pastar en las praderas
sombrías, á abrevar en el cauce oculto del río,
y hasta á reprimir sus relinchos en presencia de
sus congéneres. El caballo así adiestrado, era
un amigo inestimable, leal, inteligente y dócil.
De esta manera, el hombre, como los seres in-
ISMAEL 149
feriores que se arrastran, tomaba parte en el con-
cierto de la selva ; se arrastraba también al pie
de las mismas gusaneras erigidas sobre pedestal
de heléchos bajo las bóvedas, comía á veces
como el tipo primitivo el ave que cogía en la
rama, el cogollo de palma, la raíz jugosa ó la
fruta silvestre, y rendíale el sueño en el ramaje,
donde arreglaba su lecho, ó en el suelo mismo
cuando no se veía rastro de alimaña, en medio
de un coro de extrañas notas, estridulaciones,
gritos, vagidos, silbos, gorjeos, gruñidos y rumo-
res siniestros, á que concluía por habituarse en su
condición miserable.
Las barbas y el cabello hacían de la cabeza un
matorral..
Cuando las ropas caían á fragmentos deshechas
por el uso y la intemperie, se reemplazaban por
otras idénticas, si era eso posible, en las excur-
siones sigilosas: de lo contrario, se suplían con
pieles de novillo ó de carnero, se fabricaban chi-
ripaes peludos aunque sobados, y gorros de
manga, á cuchillo y lesna, y por hilo, tientos de
cuero yeguar.
En los casos de enfermedades, la « márcela »
macho y hembra y la enjundia de lagarto, ser-
vían de drogas. Esos organismos dados á la fa-
tiga, de nalgas de hierro y piernas domadoras,
rara vez necesitaban, sin embargo, de diuréticos,
de emplastos y de astringentes. Cuando logra-
ban entrarse al monte mal heridos en una re-
150 E. ACEVEDO DÍAZ
friega, lastimados en la' entraña, como el toro en
la pelea, ganaban arrastrándose todas sus anfrac-
tuosidades más oscuras, y agotadas ya sus fuerzas,
allí morían en soledad profunda sin que nadie
oyera sus maldiciones ó lamentos.
Las salidas furtivas en busca de ganado, se efec-
tuaban en ciertas horas cuando se presentía al-
gún peligro cercano : al rayar el día ó al cerrar
la noche, pues aun en medio de las tinieblas, el
campero sagaz descubre y escoge los animales
gordos, cuyo peso bruto, — como decía Aldaraa, —
denuncia « el ruido de las pezuñas ». Un oído
experto distingue en la oscuridad los pasos de
un niño de los de un hombre ; y del mismo modo
el gaucho astuto clasifica la res de carnes sólidas
entre otras de menos valía.
A ocasiones, veía el matrero transcurrir sema-
nas en sus escondrijos sin tentar aventuras; y
sucedía esto, siempre que conseguía reunirse á
otros compañeros en la tupida red del monte,
y que una punta de hacienda arisca se guarecía
en los fértiles prados de su interior. Convertíanse
entonces en pastores de aquella dehesa salvaje,
dividíanse con el puma concolor y el yaguareté
las vaquillonas tiernas y rellenas, hasta que el
ganado abandonaba el sitio un día, rompiendo ra-
majes, arrastrando lianas añosas y hundiéndose en
lo profundo de la selva.
Las entradas y senderos eran muy estrechos,
como caminos de coatíes ; se bifurcaban y trifur-
ISMAEL 151
caban, atravesándoseles á trechos con gruesos
troncos que bien pronto bordaban las enredade-
ras silvestres en frondosos belvederes. Estas sendas
parecían guiar á los escondites y guaridas, cuando
en realidad llevaban lejos de ellos al explorador
osado.
Hay un ave en los campos que al menor pe-
ligro corre entre las hierbas en silencio, levanta
el vuelo y va á cantar muy lejos, irritada, ale-
teando en redor del transeúnte, como si su nido
y sus huevos se encontrasen en el círculo que
traza con su volido, y no en aquel que poco
antes abandonó rápida y cautelosa. El gaucho
errante que copiaba Ja naturaleza, aguzando su
ingenio y sus instintos, observaba en lo interior
de los montes la astuta maña del € teru » y co-
munmente su asilo seguro estaba á la inversa
de las sendas y caminillos de « carpinchos » en
lugares extraviados y hondas espesuras.
Semejante á esos cerdos acuáticos, el matrero
se deslizaba por debajo de los ramajes, escu-
rríase por entre las lianas, volvía y se revolvía en
los matorrales y salvaba la cuenca del río para
perderse en caso necesario en el monte de la ori-
lla opuesta. Cuando era preciso, su cuchillo ó
^w, facón servíanle de hachéi para trozar brazos
de árboles, ó para tender muerto al imprudente
adversario que caía en aquellas redes enmara-
ñadas.
Pero su guarida era rara vez descubierta. Como
152 E. ACEVEDO DÍAZ
la araña que al esconderse en su cueva cierra la
entrada con una puertecilla de tierra dura ; como
la culebra que no habita la galería curva que
abre en el subsuelo, y sí en el hueco de una
de sus paredes laterales, en donde se arrolla y
enrosca ; como el lechuzón que horada la tierra
en espiral, hincha la costra y construye diversas
puertas y ventanas á todos los vientos, para en-
trarse por una y aparecer por otra ; como la nu-
tria, la vizcacha, el zorro cuyas industriosas vi-
viendas sugerían al instinto del hombre sus arti-
mañas para mayor seguridad del escondrijo, el
gaucho selvático buscaba su sitio de reposo allí
donde fuera difícil todo acceso á la planta humana,
tapizado de malezas y espeso cortinaje de hoja-
rascas, con salidas á algún potril oscuro propio
para apacentar su caballo, no lejos de la corriente
de agua.
De semejantes sitios escabrosos sólo salía apre-
miado por las necesidades, aunque hubiese peli-
gro; hacía el merodeo en las sombras, gateaba
entre las maciegas de paja brava á la orilla del
monte para examinar los contornos, antes de
sacar su caballo, y si el peligro no era inmediato,
encaminábase á rumbos conocidos por campos
quebrados/ que facilitasen luego su fuga; pro-
veíase de lo necesario en ciertos ranchos de gente
aparcera, ó en alguna pulpería solitaria de ven-
tanilla y mostrador reforzados con rejas de hie-
rro, y aun con troneras en el muro endeble, á
I8MAEL 153
manera de fortín para abocar escopetas ó trabucos
en casos de asalto.
Ya en posesión de aguardiente, tabaco, yerba.
y alguna pieza de lienzo, tenía tiempo todavía
para platicar con el pulpero mientras tomaba
su cañüa, y de averiguarle qué gente andaba por
el pago, á quién habían lonjeao ese día ó metido
chuza por los ríñones.
Impuesto de todo por el pulpero, — á quien
convenía estar á partir una galleta con el gaucho
bravo, — si el riesgo había desaparecido deter-
minábase entonces á dar un galope hasta el
rancho de la « china », y aun á robar á ésta si
era su consentida, para lo que no era preciso
cencia sino jiierza en los puños y resolv encía,
según la lógica del matrero,
Y entraba á robarla. Bien montado, se acer-
caba de noche al rancho, apeábase á poca dis-
tancia asegurando el « pingo » en el palenque ó
al pie de un « ombú »; ladino y sagaz aguardaba
que la muchacha se entrase á la cocina, y des-
pués arremetía allí haciendo sonar las espuelas,
la mano en el mango del facón y el gesto ira-
cundo.
Las campesinas viejas se quedaban acurruca-
das entre las guascas y cueros peludos, atónitas
ante el gaucho malo y por miedo á una tunda
á rebenque; pero la « china », como era frecuente
en estos casos, no hacía mucha resistencia y se
dejaba levantar del suelo, con chancletas ó sin
154 E. ACEVEDO DÍAZ
ellas, al aire las piernas percudidas, las greñas
sueltas, sin desmayos ni cosas semejantes; y él
la conducía así hasta su caballo, la enancaba bien,
si es que por la premura á veces no la hacía
montar á « lo hombre », y partía á la carrera
muy contento con su presa.
A ocasiones solía sacarla de la misma cama,
y aun tenía que reñir de veras con el padre ó
con algún gaucho forastero que la andaba reque-
brando en su ausencia.
Entonces, una vez ganado el monte procuraba
salir lo menos posible en los primeros días del
suceso por evitar encuentros con las partidas de
la Hermandad, y para holgarse mejor de su luna
de miel en lo más salvaje de la floresta.
XXII
Las gentes del preboste solían establecerse en
puntos estratégicos; y entonces la reclusión era
obligada. De lo alto de una palmera que los
más ágiles escalaban, después de practicar esci-
siones que sirviesen de puntos de apoyo al pie
desnudo, los matreros dominaban el paisaje desde
el fondo del bosque, y seguían todos los movi-
mientos de la Hermandad, ó en su caso, de la
ISMAEL 155
caballería reglada. El vigía no podía encontrar
mejor atalaya; y lo cierto es que el monte estaba
atalayado, con sus palmas á intervalos, en vez
de ladroneras. A cualquier rumbo se escudriñaba
sin inquietud alguna. De la línea verde del bos-
que sólo sobresalían las copas de los palmares,
simulando caprichosos quitasoles, de modo que
el vigía ascendía hasta donde era prudente, sin
ser visto de las altas lomas. Encubríalo el follaje
por completo.
Si movido el campamento, algún « celador »
quedaba rezagado por exceso de sueño ó con
ánimo de refocilarse en el rancho en que unos
ojos oscuros le hirieron el sensorio, — al día si-
gxiiente una cruz grosera allí clavada por la
piedad campesina, marcaba el sitio en que fuera
inmolado á los odios del perseguido.
Cuenta la leyenda de los campos, en su len-
guaje sencillo é ingenuo, que en noche lóbrega
y lluviosa detúvose en una ladera pelada un
pequeño destacamento de dragones.
Los soldados venían sin comer, y habían mar-
chado todo el día bajo el agua. Desolláronse
dos ovejas dé la majada única de un viejo acha-
coso, para satisfacer el hambre de la tropa; pero
faltaba leña.
Los resididos del ganado no ardían. La lluvia
los había convertido en negras esponjas llenas, y
las chispas del eslabón y la mecha ardiendo chis-
porroteaban al contacto, para apagarse de súbito.
156 E. ACEVEDO DÍAZ
La tropa se deshacía en juramentos.
Resolvióse ir á un monte de allí distante tres
cuadras, por leña; mas el monte maldito estaba
plagado de matreros; razón por la cual el alférez,
que era cauto y discreto, no había querido hacer
el descanso allí, por 'el número reducido de sus
hombres que alcanzaban á siete, y por el estado
pésimo de las cabalgaduras.
Tres de los dragones, un cabo entre ellos,
vagaban en las sombras tanteando el terreno,
por doquiera húmedo y resbaladizo; hasta que,
el cabo, más feliz que sus compañeros, dio con
unas grandes piedras que en lo empinado de la
ladera había.
Recordó entonces que al pasar por el sitio el
destacamento, y á la última luz del día, se alcan-
zaron á ver sobre esas rocas dos cajones de
difuntos.
Alargó el brazo, y palpó.
Sus dedos tropezaron con uno de los ataúdes
de aquel cementerio colgante, de que estaban
llenas las soledades; vaciló un momento, y al fin
venciendo su repugnancia, cogiólo con ambas
manos y lo derribó.
La caída hizo saltar la tapa en fragmentos,
pues el ataúd se componía de tablas mal unidas.
El olfato denunció al cabo, por si no hubiese
bastado el peso, que ellos contenían un cuerpo
fresco; mas él, sin preocuparse de la fuerza te-
rrible de los gases, ni de si la mortaja estaba
ISMAEL 157
abierta por delante, volcó el féretro, y sobreco-
gido recién de espanto, écheselo al hombro y
dióse á correr como un condenado, sin aperci-
birse que el cadáver había dejado la mortaja
flotante, adherida como ella estaba al fondo del
cajón por una junción súbita de las maderas, al
desencajarse con el golpe.
Y añade la leyenda, que muy inclinado el ataúd
sobre los ojos, privó al cabo divisar á sus com-
pañeros, por cuyo motivo pasó á algunas varas
de ellos con la velocidad de una centella arras-
trando aquel sudario; y que al ver tan grande
fantasma negro con una cabeza así espantosa,
y largo velo blanco que le colgaba de un lado
lo mismo que vestimenta de ánima del purgato-
rio, el alférez mandó d caballo! con ronca voz,
y el destacamento se precipitó despavorido al
llano tenebroso en frenética carrera.
En la soledad de los campos, toda aquella
noche, de cerca y lejos, en fuga sin rumbo, pe-
leando con las tinieblas, furioso y desesperado,—
el violador de tumbas laneó gritos horribles y
angustiosos lamentos, que escucharon tal vez los
matreros desde el fondo de sus guaridas é hicie-
ron bramar al tigre en los juncales.
El hecho es que al día siguiente, cuando el
viejecito achacoso acercóse en su rocín para
recoger las pieles de sus ovejas, cuyas carnes
habían despedazado los pumas, observó cerca del
monte un cuerpo humano con la cabeza sepa-
158 E. ACEVEDO DÍAZ
rada del tronco á filo de cuchillo, y al rededor
de ese tronco con los hocicos ensangfrentados,
en las postrimerías de su festín lúgubre, una banda
«
de perros cimarrones.
El paisano se hizo la señal de la cruz, y sa-
cando fuerzas de .flaqueza, volvió riendas, casti-
gando á dos lados su rocín.
De análogas tragedias, eran mudos testimonios
las numerosas cruces que por aquellos tiempos
se veían á lo largo de los montes del Río Negro.
El abigeato, la industria del cuatrero, el con-
trabando, delitos previstos y castigados impla-
cablemente por una severísima legislación penal,
constituían sin embargo los hechos más frecuen-
tes de los que « vivían sobre el país *.
La justicia del Rey tenía que habérselas con
centenares de centauros errantes, é igual, número
de contrabandistas ; hasta que don José Gervasio
Artigas, á quien hemos exhibido al principio de
Qste libro en compañía del capitán Pacheco, —
tantas veces vencido por él en las duras refriegas
del contrabando, — produjo una crisis purgadora.
El teniente de blandengues depuró bien pronto
fronteras y campañas, al extremo de merecer
honores y recompensas excepcionales en su época.
Los audaces merodeadores y filibusteros portu-
gueses, que tenían sus razones para conocerle,
concluyeron por temblar en su presencia, y desa-
parecer de un teatro sembrado de crueles ha-
zañas.
ISMAEL 159
En él andar de los tiempos, y especialmente
en aquelloft cuyas escenas venimos relatando,
Artigas ya* en clase de capitán, después de su
gresca con el general Muesas gobernador español
de la Colonia, á cuyas órdenes servía, se había
separado del viejo orden de cosas, y pasado á
Buenos Aires á ofrecer á los patriotas de Mayo
el concurso de su brazo y de su prestigio.
Por est«, en los pródromos de la sacudida en
esta banda, insurrección que venía preparando
el mismo espíritu local estimulado por nuevas
ideas, y por el ejemplo de la revolución argen-
tina, operábase en la campaña una resistencia de
hostilidad manifiesta contra las autoridades rea-
listas; y de ahí que, relajado ya el lazo de la
disciplina colonial, la actitud agresiva empezara
por renovarse en montes y fronteras.
Corrían auras de guerra, y revelábanse las impa-
ciencias en los lances sangrientos de cada día.
Explícase así que un gran número de matreros
perteneciesen á la clase honesta y laboriosa, á
la espera en los bosques del grito de libertad.
A esa cantidad selecta, se había unido también
el elemento no menos considerable de la gente
bravia, con foja nutrida de episodios terribles.
De muchos de estos hombres cerriles, sin em-
bargo, se hizo más tarde bizarros veteranos,
laureados en cien batallas gloriosas.
160 E. ACEVEDO DÍAZ
XXIII
Los montes extensos del Río Negro asilaban,
como hemos dicho, el mayor número de matreros^
que ora vivían aislados, y en grupos de dos ó
tres en parajes desconocidos; ora en bandas de
treinta y cuarenta, allí donde eran mas apropia-
dos los claros ó potriles de la selva.
El observador que no estuviese en el secreto
de las astucias y estratagemas usadas por los
habitantes de las malezas, difícilmente podría des-
cubrir huella ó signo dé vida en el mismo centro
de sus maniobras; aun en el caso, inverosímil,
de que él se hubiese aventurado hasta allí, sin
recibir antes un golpe áe /acdn 6 una descarga
de trabuco á quema -ropa.
Sus únicos refugios contra el hielo, el rigor de
los inviernos, las lluvias torrenciales y la crudeza
de los vientos, consistían en las espesuras del
follaje ó en los zarzos hechos con ramas flexibles
en forma de ranchos que cubrían y recubrían
con cueros vacunos y aun de cameros por todas
partes, dejando apenas espacio para removerse
ellos en sus camas duras de caronas y cojinillos.
Trataban siempre de improvisar estas viviendas
ISMAEL 161
en terrenos altos, para evitar que las aguas
corriesen por debajo. Preservados así de la hu-
medad, el calor de los cuerpos, el humo del
cigarro y la proximidad del fogón á un lado de
la puerta ó abertura, por la que era preciso
entrarse á cuatro manos, mantenían en el interior
un ambiente tibio y agradable que estimulaba
los hábitos de holganza y de indolencia, espe-
cialmente en los días sin sol y en las largas
noches de junio, mezcla de heladas, de tinieblas
y de constante lluvia.
En el interior de esas viviendas los matreros
colgaban sus guascas y utensilios más rudimen-
tarios, tocaban la guitarra, jugaban á la baraja,
y concertaban sus golpes de mano y estratagemas
nocturnas, respetándose recíprocamente, al menos
los que tenían el mismo poder de garra y de
ronca, así como se respetan las fieras aun tra-
tándose de la prioridad en los despojos.
Si alguna vez por un avance atrevido de los
agentes de vigilancia, sus guaridas eran descu-
biertas, no volvían ya ellos á esos sitios, y hacían
otras en lugares más distantes é intrincados, con
mayores precauciones, sin miedo al tigre y al
yacaré, por más que el primero tuviese por allí
su madriguera y el segundo incubase sus huevos
en la arena del ribazo.
Por la noche, los fogones ardían, casi invisi-
bles, á pocas varas de distancia.
La leña se echaba en hoyos á propósito, —
11
162 E. ACEVEDO DÍAZ
remedos de toperas, — de modo que la llama se
expandiese en las anfractuosidades de la exca-
vación, lamiendo arena y greda ; y en la abertura
regularmente ancha se colocaba la caldera sobre
trébedes de troncos, que se reemplazaban así que
el fuego los consumía.
De igual manera quedaba encubierto el res-
plandor de esos hornos especiales, cuando se
asaba la carne ; los asadores circuían la boca, y
todo quedaba en la penumbra, ó claridad dudosa
de un crepúsculo.
De día no se encendían . estos fuegos, porque
el humo los denunciaba á la distancia.
En realidad no dejaba de presentar un aspecto
imponente el cuadro original formado por un
grupo de matreros en rededor de un fogón, to-
mando mate en las altas horas de la noche ; espe-
cialmente si contra toda costumbre, ese fogón
había sido encendido al ras del suelo con grandes
troncos secos y trozos de estiércol vacuno.
Los árboles negros y tupidos ; la soledad selvá-
tica ; las señas misteriosas del espía ó « bombero »
colocado á la entrada del monte entre algunos
« talas » ó « sarandíes »; el sordo bramar de las ali-
mañas á lo lejos ; el ruido de algún caballo al azo-
tarse al río con su ginete en el interior de la selva;
la rotura imprevista de las ramas al empuje de
un novillo « alzado », que luego se volvía estru-
jándolo todo sobrecogido por la sorpresa ó por el
grito gutural de uno de los matreros; el resplan-
ISMAEL 163
dor rojizo del fuego en los rostros pálidos y bar-
budos del grupo ; las voces bajas de los que ha-
blaban de alguna hazaña lúgubre ó hacían alguna
historia de ataque ó salteo ; la inmovilidad de
los cuerpos con las piernas cruzadas en el suelo,
envueltos en sus ponchos oscuros ahuchados
hacia atrás por la culata del trabuco ó el mango
del facón; la mirada torva y el taimado gesta
de los semblantes; las manos de peludos dedos
saliéndose á cada momento del abrigo para coger
el mate ó sacar los puchos de atrás de la oreja;
alguna risa bronca á labios cerrados, algún terna
rudo, alguna ironía sangrienta escapándose coma
un tiro de bola de una boca escondida entre un
montón de pelos erizados : todo esto era bastante
para estremecer á un observador trasladado de
súbito á semejantes lugares, y mayormente aún^
si llegaba á escuchar cómo éste robó un cinto
lleno de onzas de oro á un « tropero » empuján-
dolo luego al fondo de un barranco ; cómo este
otro dio muerte á dos soldados de un trabucazo
por el ventanillo de una cocina al caer de una
noche ; cómo aquél desnucó á un capataz con la
marca de hierro un día que estaban solos junto
al corral de las yeguas; y cómo el de más allá
sacó una tarde á su « china » de un rancho en
que se bailaba, después de abrirle el vientre con
una cuchilla mangorrera al «cantor», que le
había roto la guitarra en la cabeza « blanqueán-
dosela » de astillas ....
164 E. ACEVEDO DÍAZ
Vería el observador al apuntar el día, cómo
el aislamiento agreste había impreso su sello
duro y áspero en aquellas figuras, y cómo el
interior de sus almas se transparentaba en los
rostros con la cruda alti\^ez del macho que no
ha conocido el freno ; algo como una carnadura
de hombre primitivo en esos seres siempre agita-
dos bajo el ala del «pampero», en crecimiento
y connubio con las fuerzas de la naturaleza; algo
de modelo escultural y de belleza protea en sus
cráneos cabelludos, en sus pechos salientes, en
sus cuellos robustos, en sus miembros admirable-
mente conformados, en la trabazón férrea de sus
músculos, en las formas correctas de sus caras
varpniles, en la flexibilidad de sus talles y la
plenitud fisiológica de sus troncos de centauros,
habituados al columpio de los potros y á la
embestida de la hacienda brava.
Y al contemplarlos ágiles y airosos sobre el
caballo arrancar á escape por las cuestas y sofi'e-
nar en la loma, altaneros y arrogantes, para mirar
al horizonte; ó revolear en su diestra las bolea-
doras, arma temible que ellos tomaron del charrúa
perfeccionándola de una en tres bolas anudadas,
con el pintoresco nombre de las tres Marías; ó
agitar el lazo de trenza sobre sus cabezas en un
día de combate para coger infantes y maturran-
gos dentro ó fuera del entrevero ; ó pelear á cu-
chillo en alguna pulpería y abrirse paso por en
medio de las gentes del preboste derribando hom-
ISMAEL 165
bres aquí y acullá con los encuentros de sus
caballos, para golpearse luego las bocas en son
de burla á la orilla del monte ; convendría enton-
ces el que los observase, en que todo en ellos era
instinto y fuerza, — materia prima del valor he-
roico, — sin otra noción moral de la patria que
el fanatismo del pago, ni otra idea de Dios que
una creencia fría, vaga y casi indiferente.
Por eso, —^fuerzas é instintos, — aveníanse bien
con la vida montaraz.
¡ Extraña vida, y escenas de vigoroso colorido
las de la odisea gaucha en los montes!
En las altas horas, el tañido de la guitarra
y algún canto melancólico interrumpían el silencio,
A menudo se oía el pericón alegre, ó el cielito
cadencioso, en cuyo éter á fuer de cielo en mi-
niatura, deberían vagar al rayo de la luna ángeles
de trenza y tez morena, perseguidos por silfos
de luengas melenas, hermosos y apasionados, que
calzaban « domadoras » en vez de coturnos con
alas transparentes.
Estas tertulias, amenizadas á veces con la pre-
sencia de garridas criollas capaces de sujetar un
bagual en el declive de una loma, constituían
el acto sociable por excelencia en el falansterio
de la floresta. — El concierto cotidiano de las
aves al rayar el alba, y el de las alimañas á
media noche por filo, suplían otro género de
distracciones ; si bien el primero era para sus
oídos como gotear de lluvia, y el segundo se
166 E. ACEVEDO DÍAZ
iniciaba en mitad de un sueño profundo, — sólo
perturbado por algún sonámbulo de grito más
penetrante que el de los zorros pendencieros.
Cuando no había probabilidad alguna de ataque
ó sorpresa en campo raso, los matreros pasaban
largas horas en los ranchos, en bailes ó velorios
de «angelitos», reposando en la lealtad de los
vecindarios que les advertían la hora conveniente
del repliegue así que vislumbraban algo de sos-
pechoso en el horizonte.
Si llegaban á ser sorprendidos hacían causa
común, y se batían con bravura, en la firme
convicción de un fin desastroso en caso de caer
prisioneros.
Más de una vez, un solo matrero había hecho
frente á un destacamento, y aun salvádose por
su arrojo de entre los sables y lanzas.
A un instinto poderoso de existencia libre,
se unía en ellos un coraje indómito. Verdaderos
hijos del clima, como Artigas, poseían la tendencia
irreductible de las pasiones primitivas y la cru-
deza del vigor local. Peleaban sin contar el
número, y caían con resignación heroica.
No dejaba de ofrecer también originalidad
cierta faz psicológica, por decirlo así, del matrero,
y que lo presentaba con un tinte simpático é
interesante en medio de los azares y extravíos
de su existencia semi- bárbara; y era la de muy
acentuados sentimientos de gratitud y nobleza
en determinadas ocasiones, los que revelaban en
ISMAEL 167
SUS actos como una prenda segura de lealtad
nativa.
Un sencillo episodio pondrá mejor de relieve
esas cualidades del gaucho errante.
Sobre la costa del Río Negro, en la época á
que nos referimos, vivía solo un paisano viejo,
hospitalario y decidor, en un pequeño rancho por
él construido, y que era el « tronco » de su
€ campito » en que pastoreaba algunas vacas y
yeguas.
Las partidas del preboste y los dragones de
vigilancia solían acampar cerca del rancho del
paisano Ramón, por encontrarse en aquellos si-
tios una de Xz.^- picadas de salida de los matre-
ros á campo raso, y ser por consiguiente más
á propósito para seguir el rastro á los que vi-
vían sin rey ni ley.
Siempre que esto acaecía, el paisano Ramón
se guardaba bien de ir por leña al monte, por
miedo de que la polecía lo tomase por aparcero
de la gente « alzada » ; pero en cambio, caída la
noche, encendía algunas leñas de reserva en la
cocina, y se estaba allí tomando mate con los
soldados de la guardia hasta primer canto de
gallo.
Los matreros sabían que el viejo se acostaba
al escurecery y que cuando se estaba hasta tan
tarde en la cocina, había « godos » en el campo;
cosa que ellos observaban desde los árboles al-
tos, manteniéndose entonces en el monte mien-
168 E. ACEVEDO DÍAZ
tras durara el peligro ó efectuando sus salidas
por otras picadas secretas. Si en la noche si-
guiente la cocina estaba d escuras, los matreros
decían :
— Se acostao oi con las gayinas el paisano
Ramón.
Y salían sin cuidado.
Siempre que aquél veía en desgracia algún
celador de las partidas, ya acosado por un ene-
migo fuerte, ya caído y con la pierna rota por
efectos de una rodadura, ya inquiriendo rumbos
y noticias por el pago, — pudi^ndo él socorrerlo
ó encaminarlo en uno ú otro caso, para salvarle
la vida en el primero ó evitar su muerte en el
segundo, — pasaba de largo como si nada ob-
servase ú oyese, mirando al monte y haciendo
un guiño de ojo muy significativo, aunque na-
die se ocupase de parar en él su atención en ese
momento.
En cambio, si el paisano Ramón encontraba
por acaso entre algún zarzal ó entré los < talas »
espinosos alguna yegua arisca y bellaca, presa
por la cola y las crines en los pinchos, al punto
de no poderse mover, y estarse quieta desga-
rrada y temblando, — él detenía su galope, se
apeaba compasivo, cortaba ramas y espinas con
paciencia y ponía en libertad al animal, que de
puro grato al servicio, solía enviarle á distancia
sacudiendo rabioso la cabeza, dos ó tres coces
furibundas.
ISMAEL 169
Luego él decía, al hacer el cuento de la ye-
gua
— La desenredé por projimidá.
Un día tuvo necesidad el viejo de hacer un
viaje á Montevideo ; y sin que nadie lo notase
se salió del pago.
. Los matreros se extrañaron una semana des-
pués, de ver abandonado el rancho y las pocas
yeguas y vacas, de las que ellos nunca carnea-
ban.
El paisano Ramón al irse, había cerrado la
puerta y las dos ventanillas, dejando dentro sus
pobres muebles, sin esperanza alguna de encon-
trarlos al regreso.
Los matreros^ sin embargo, pasaban siempre
cerca del rancho, y jamás intentaban abrir su
endeble puerta de un empellón. Tenían cierto
cariño al buen gaucho que los había salvado
más de una vez de la muerte, y respetaban su
propiedad, no permitiendo que nadie se acercase
á ella. Sabían también que el paisano Ramón
era muy pobre, y que no^ guardaba en su vi-
vienda ningún tesoro, ni siquiera un * cinto » de
cuero de nutria con botones de plata.
Cruzaban, pues, por sus cercanías sin intención
del menor daño , y como siempre, se guarecían
en el monte, hacia cuyos bordes daban las ven-
tanas del rancho.
Una tarde cayó el viejo al pago sin que ser
viviente alguno lo viera, y no pudo menos de
170 E. ACEVEDO DÍAZ
admirarse al detener su « manso » frente á la
puerta, de que todo se conservase como él lo
dejó, pues que aquélla continuaba cerrada con
llave, según pudo confirmarlo empujándola des-
pacio de á caballo.
— Pa que se vea no más .... — dijo en voz
alta. — No es tan mala la gente del monte; que
ai güen lao en la mesma entraña fiera.
Pero, apenas acababa de hacerse este racio-
cinio, cuando las ventanas que daban á la parte
del monte, y que de allí no podía ver, cayeron
con estruendo, como si hubiesen sido forzadas
con un tronco de guayabo entero.
El paisano Ramón sin asustarse, y en voz
fuerte para que lo oyesen los ladrones, exclamó
con muy buen talante :
— ¡ Juntito con el hablar me tapiaron la boca,
mozos !
Y se echó á reir, con esa risa socarrona, sim-
pática y contagiosa del gaucho comadrero é ino-
fensiva.
Creía él matreros los intrusos; pero nadie le
contestó.
En cambio sintió dentro del rancho un gran
ruido, caídas de bancos y mesas que se choca-
ban con estrépito.
— ¡ Ehu, mozos ! . . . . gritó jovial ; — ¡pilcheen lo
que quieran; pero no ruempan el almario y la
consola vieja ! '
El barullo seguía en el rancho.
ISMAEL 171
— i -
Todo venía por el suelo ; un mueble dio con-
tra la puerta, y otros se estrellaban entre sí y
en la pared con increíble violencia.
Por su parte, él seguía gritando á voz en
cuello :
— j No regüelvan el cofre de abajo e la cama,
que no ai que escapolarios de ña Simona, y un
crocifijo de guampa que jué de la dijunta, por
Dios bendito ! . . . .
Y en acabando de hablar, el paisano viejo se
sonreía con humildad, por si asomaba por allí
algún trabuco.
Ni una voz le respondía.
El estruendo iba en aumento: los bancos pa-
recían pelearse con la mesa, el armario de pino
con la cama,, el cofre con una cabeza de vaca ;
y aunque sucedíase á intervalos el silencio, la
batahola se renovaba con furia como si allí hu-
biese entrad(5 el diablo.
El paisano Ramón empezó á parar la oreja.
Y viendo que nadie le contestaba, dio vuelta
al rancho en su caballo, paso ante paso; se sacó
el sombrero nuevo de « panza de. burro » que ha-
bía comprado en el «pueblo », y antes de enfren-
tarse á una de las ventanas abiertas, iba di-
ciendo á voces:
— ¡ Toito es de ustedes, mozos ! . . . . pero no
quiebren el mobilario que es enocente, ¡Cristo pa-
dre!....
Con el sombrero en la mano, y sin apearse.
172 E. ACEVEDO DÍAZ
se echó sobre el pescuezo del caballo para aso-
mar la cabeza por el ventanillo; y en ese ins-
tante, uno de dos enormes yaguaretés que es-
taban dentro, lamiéndose los bigotes — lo saludó
con un bramido.
— ¡ Miá ! . . . . dijo el paisano Ramón muy azo-
rado, y dio vuelta con la rapidez del rayo, me-
tiéndose en el brazo por el barbijo el sombrero.
Ruido de espuelas y rebenque, y arranque á
escape del mancarrón, fué lo único que se sin-
tió en un segundo.
El paisano viejo corrió en un soplo cinco cua-
dras, y el quíntuple habría seguido corriendo de-
saforado, si un encuentro imprevisto con una par-
tida de matreros no lo hubiese compelido á sujetar
riendas en un bajo.
Eran cinco mocetones de largas guedejas, que
se pararon á mirarle con su ceño arisco y som-
brío, cambiándose entre ellos algunas palabras.
El paisano se acercó todo arrollado en los lo-
mos de su cebruno, al que aun le temblaban los
corvejones, y dijo con una risita insegura:
— ¡ Güeñas tardesitas, mozos ! . . . .
¿ Quieren pitar ?
Aquí traibo unas tagarninas del « pueblo ». ¡Es
güen tabaco ! . . . .
Los matreros . le contestaron el saludo ^ le
aceptaron los cigarros.
El viejo desató entonces la lengua y contó
la causa de su fuga.
ISMAEL 173
— Es el mesmo, — dijo uno de ellos, mirán-
dolo atentamente. — ¿ De aónde sale, paisano Ra-
món?
— De Montevideu, — respondió éste, todavía '
espantado.
Y pa que vea, juntito que me ayegué al ran-
cho no parecía sino que el mesmo demonio se
había colao por la chiminea .... ¡Qué cocear aden-
tro del mobilario, Cristo bendito!
— ¿Son petizos los juagares, ño Ramón?
— Se me asen más grandes que un toruno ;
y macho y hembra han de ser porque de aden-
tro venía un jedor recalentao que volteó el ho-
cico al mancarrón.
— ¿Entonces estaban enancaos los entrusos?
El paisano viejo se rió socarrón amenté ce-
rrando los ojillos vivaces ; y después apretando
los labios, prorrumpió con fuerza:
— ¡ Gineteando estaban los manchaos y á los
rezongos adentro el rancho ! . . . .
Los matreros rieron y se miraron.
— No tengas cuidao, viejito, — dijo uno. — Au-
rita vamos á desoyarlos pa que no güelvan á
hacer cría en la cama del paisano Ramón.
Todos cinco arrancaron tras estas palabras, á
gran galope, armando unos los lazos y revisando
otros los trabucos.
El viejo se quedó por allí más de media hora,
caminando de acá para acullá, un poco temeroso ;
y cuando hubo él calculado que la cosa debía
174 E. ACEVEDO DÍAZ
estar ya en punto, encaminóse al rancho con un
trotecito menudo.
Uno de los tigres había sido muerto, y estaba
extendida su piel sobre* las hierbas, como un
presente de la gente montaraz.
Si bien todo se veía revuelto en el rancho,
no faltaba absolutamente nada, y por el contra-
rio los banquitos, la mesa y la consola, por que
tanto se afligía el paisano, habían sido levanta-
dos y puestos en montón en el centro de su
vivienda.
Los matreros habían desaparecido, dejando en-
cima de la cama del gaucho viejo, muy bien
acomodados, los signos del yaguareté hembra, —
que parecía haber sido la víctima como más
débil.
XXIV
Entre hombres de esta entraña, buscaron re-
fugio Aldama é Ismael. La selva era una pa-
tria libre.
Cuando al trote de sus caballos se aproxima-
ban al monte del Río Negro al declinar un día
caluroso, vieron en un claro hasta cuatro hom-
bres que echaron pie á tierra, obligando á hacer
ISMAEL 175
lo mismo á un soldado del cuerpo de dragones,
mozo de buena planta que vendía salud por lo
rollizo y fuerte.
El dragón estaba sin armas ; los gauchos te-
maní /acones ó chafarotes de una longitud asus-
tadora.
Estos gauchos eran vmtreros.
Por sus largas barbas y cabellos, sus chiri-
paes y botas peludas, sus sombreros gachos y
boleadoras anudadas en la cintura, descubríaseles
á la distancia su índole selvática.
Se les veía apenas la nariz y un dedo de frente
entre el boscaje de pelos. El cuadro tenía sus
tintes lúgubres.
Uno de ellos desnudó el facón de -pronto, y
tentó la punta con el dedo.
En seguida hizo hincar al soldado, tironeán-
dolo con fuerza, lo mismo que si agarrara á un
redomón bellaco de la oreja para bajarle el
testuz.
El soldado cedió al manotón brutal, ponién-
dose de rodillas sin protesta alguna.
El sitio era una especie de encrucijada tupida
de malezas.
No se oían voces en aquel grupo siniestro.
Tres de los matreros salieron al encuentro de
Ismael y Aldama, que ya estaban encima y ve-
nían canturreando; y no suscitándoles sospechas,
se volvieron, diciendo uno de ellos con acento
bronco :
/
176 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡ Reza pronto el credo cimarrón, mélico !
— Aura no ai tutía, — -añadió otro. — ¡Estira
el gañote!
, Aquellos rostros respiraban fiereza.
El que tenía cogido al prisionero lo sacudió
del pelo con la mano izquierda, y sin decir pa-
labra, le hundió de golpe con la derecha el fa-
cón en un costado.
Al sentirse herido y empujado, y al ver pin-
tada en el rostro de su matador una expresión
de placer salvaje, el hombre trató de zafarse en
un arranque convulsivo, y gritó en su impoten-
cia entre estertores:
— ¡No me degüeye, por su madre!. ...
Pero el gaucho siempre callado é implacable
dio dos ó tres brincos forcejeando, lo derribó de
espaldas y púsole la bota de potro con su enorme
rodaja en el pecho como pudiera sentar la zarpa
un animal feroz; y cogiéndole de la barba echóle
para atrás la cabeza, introdújole la punta del
acero á un lado del pescuezo y se lo cortó de
oreja á oreja hasta hacer saltar la tráquea hacia
afuera como un resorte elástico.
De la carótida partida saltó un chorro de san-
gre caliente entre ronquidos de fuelle, el cuerpo
se sacudió y retorció levantándose sobre los
hombros en espantosas convulsiones, al punto
de que la cabeza se zangoloteó prendida por
sólo la nuca al tronco como la espiga que cuelga
por una arista en su tallo ; empañáronse los ojos
ISMAEL 17(
enormemente abiertos, torcióse la boca con una
última contracción muscular hasta fijar en la co- 4
misura una mueca de máscara, encogiéronse en \
arco los brazos entre temblores con los dedo^ cria- ^
pados y también las piernas á la altura de las
rodillas. En el cuello sólo quedó un gran cuaja-
ron de sangre venosa.
— ¡ Güen corbatín ! — prorrumpió Aldama, aco-
modándose en el recado.
El gaucho limpió el facón en la ropa del
muerto, y todos seis quedaron mirándole en si-
lencio un breve rato.
El que había degollado, envainó su acero, y
dijo con fría saña, echando al cuerpo una última
ojeada:
— ¡No vas á volver á lonjear matreros, apestao!
Después de esta oración fúnebre pusiéronse á
desnudarlo, y á dividirse las pilchas, empezando
por las botas y espuelas.
Cuando lo despojaban de la casaquilla sucia y
con algunos botones de menos, un gaucho exclamó :
— Fijate si en las junturas ai tropa de lomos
coloraos; que estos mélicos saben tener más
criaderos que cueva de comadreja.
— Pa mí, la blusa camina, — agregó un se-
gundo. ¡ Pucha que jedor de chivo ! . .
— ¡ Gaucho zafao ! . . . . Déme un taco,
Dióle el uno al otro la bota de «caña», y éste
volviéndose á Ismael y Aldama, que se habían
apeado, dijoles:
12
17S E. ACEVEDO DÍAZ
— Ayéguense, mozos. ¡Rodando, las piedras se
topan y se juntan!
Y los invitó con un trago de aguardiente, que
los dos paladearon con fruición.
Entraron entonces ellos á enterarlos de un
choque que habían tenido horas antes con unos
soldados sueltos, del que resultó coger prisionero
al que acababan de matar, hombre á quien
siempre se tuvo hincha por madrugador de ma-
treros ; — y convidando después á los recién ve-
nidos á entrarse en el monte, se marcharon juntos
del sitio, en el que sólo quedó el cadáver entre
un gran charco de sangre para pasto del coatí
y del cimarrón
Aquel despojo lívido no llegó á merecer más
que una mirada oblicua de los gauchos, al reti-
rarse.
Dirigíanse al tranco hacia la picada oscura,
cuando de súbito saltó entre las hierbas pisada
por uno de los caballos en la cola una culebra
gruesa, cabeza chata y color de un pardo sucio,
que al apartarse de la ruta retorcía sus anillos
y abría la boca de anchas fauces enloquecida
por el dolor.
El que había dado muerte al dragón la siguió
de cerca, é inclinándose bien sobre el estribo,
levantó el mango del rebenque para descargarlo
sobre ella.
En ese momento, Ismael, que apenas había
despegado los labios desde que se incorporó al
ISMAEL 179
grupo, sin experimentar ninguna emoción ante
el degüello, — gritó con enojo:
— ¡No matar!
Este grito fué tan enérgico é' imperativo, que
el matrero suspendió el golpe y quedóse mi-
rándolo.
Todos hicieron lo mismo, y se pararon.
Ismael tenía en la cara un ceño terrible.
En medio de una palidez profunda, sus ojos
centelleaban coléricos.
En el acto espoleó él su caballo hasta po-
nerse encima de la culebra, y se tiró al suelo
veloz.
El reptil se alejaba, volviendo en alto á cada
instante la cabeza.
Velarde se acercó á grandes pasos, alargó la
mano que introdujo por debajo del vientre de
la culebra y la agarró, levantándola á la altura
de su rostro, mientras que con la otra mano la
acariciaba suavemente á lo largo del lomo.
El reptil se aquietó, refregándose en su pes-
cuezo, é introduciéndole su feo hocico por las
ropas.
La dejó él hacer; y poco á poco, como hala-
gada por el calor de sus carnes, la culebra fuese
escurriendo en el pecho del gaucho, sin temblo-
res ni contorsiones.
Ismael volvió á montar, mirando todavía con
mal ojo al matrero.
— ¡ Güeno ! — dijo éste encogiéndose de hombros.
f
V
180 E. ACEVEDO DÍAZ
— Y si no ai güeno, es lo mesmo, — respondió
Ismael muy encrespado y prevenido. — El cule-
brón no hace mal á naide.
El gaucho se calló. Todos se miraron en si-
lencio, y siguieron su camino. Aldama se iba
riendo socarronamente, y daba fuego á los avíos
para encender un pucho.
Velarde se había puesto esta vez delante; y
de cuando en cuando, encariñaba á la culebra,
que solía asomar la cabeza por la abertura del
saco muy mansa y tranquila.
Como muchos de los hombres de su índole,
que no temían á Dios, ni sabían orar y sí apenas
hacerse en la boca la señal cié la cruz; que no
poseían de la vida humana un concepto muy
superior al de la de sus caballos, tratándose de
enemigos, y á quienes incendiaba la propia el
olor de la sangre vertida, como el major aroma
de adobe para sus naturalezas; — sin vínculos
de familia y de hogar, al calor de cuyos afec-
tos la conciencia se forma y relampaguea una
noción de la justicia y de la verdad, ni otros re-
cuerdos en la memoria que una niñez vagabunda
y una persecución constante, — Ismael tenía por
ciertos bichos, como él los llamaba, un respeto
supersticioso y un cariño salvaje, sin que nunca
hallase de ello una razón clara en las oscurida-
des de su cerebro.
Los quería, y eso era todo. Así como al pa-
sar por la noche delante de algún rancho aban-
ISMAEL 181
donado, donde habían dejado uno ó más muertos
los matreros, se descubría ante un fuego fatuo
que vagaba en las tinieblas y que al agitarse
el aire parecía perseguirle, oscilar y detenerse
lo -mismo que si fuese el alma del difunto, —
sublevábasele la sangre cuando en su presencia
se mataban ci:^lebras de la especie de su predi-
lección, y á las que él hacía inofensivas con
sólo prepararles nido en su pecho dócil al cos-
quilleo de las escamas.
Los gauchos que no participaban de estas preo-
cupaciones, aún poseyendo análoga índole idio-
sincrásica, las miraban con respeto, sin contra-
riarlas ni escarnecerlas. La tolerancia en esta
materia, fué siempre el carácter distintivo de la
entereza criolla.
Por eso, los nuevos compañeros de Ismael se
mantuvieron silenciosos y prudentes, cuando él
estalló en cólera en defensa de una culebra.
¿ Qué no haría en ' defensa del pago, y de su
vida misma?
Este principio de tolerancia en ♦ materia de
creencias íntimas distinguíase en el matrero-
en medio de sus apetitos desordenados y feroces.
Veía orar con gravedad y silencio á las mu-
jeres en los ranchos, encender velas á las estampas
de las vírgenes y persignarse al estallido del
trueno; y él mismo, cuando la tormenta lo sor-
prendía al galope, tiraba de las riendas y se
acordaba de Santa Bárbara, pareciéndole que se
182 E. ACEVEDO DÍAZ
le escurrían dentro del cuerpo los rejucüos, como
llamaba á los relámpagos, y que en el aire an-
daba «el daño» con olor á «mixto».
Si entraba por casualidad á alguna capilla, se
mantenía muy quieto y manso, con el sombrero
en la mano, y hacía como que oía la misa, sin
entender de ella la media, extrañándose que el
cura comiera costras de pan y tomase vino de-
lante de la gente.
Poco habituado á este culto y á una idea su-
perior acerca de lo divino, Jimitado á lo humano
y á la fiereza del sentimiento de independencia
individual, que adobaba bien la cruda vida del
desierto, el gaucho errante tuvo que subordinar
su sentido moral á ciertas preocupaciones y su-
percherías que daban halago á sus instintos,
adquirían engorde en su ignorancia y ofrecían
excusa ó pretexto á sus arranques geniales y á
sus caprichos crueles.
• De allí las' supersticiones torpes, que á la vez
que deprimían sp conciencia moral, endurecían
la fibra, y lo arrastraban á la acción trágica y
al romántico denuedo.
Los gauchos á que se habían reunido Ismael
y Aldama pertenecían al género bravio, y á una
temible banda de cuarenta individuos de distin-
tas razas y clases vinculados por la misma des-
gracia y un destino común.
Este grupo acampaba en un prado fresco y
pastoso, casi encima del cauce del Negro, cuya
ISMAEL 183
comunicación con el exterior sólo podía estable-
cerse por medio de la picada larga, tortuosa y
estrecha, — verdadero túnel de arborescencias, —
que hemos descrito en uno de los anteriores
capítulos.
La banda obedecía y se guiaba por las ins-
piraciones de un campero influyente ex-cabo de
caballería de milicias, llamado Venancio Bena-
vides.
Este hombre de acción encaminaba los deser-
tores y los gauchos errantes á aquella guarida;
hasta que llegó á formar una partida gruesa,
que más adelante se complementó con algunos
vecinos sublevados en su distrito, para iniciar
en Asencio con Pedro José Viera la gloriosa
campaña del año XI.
Ismael y Aldama, por muchos días, hicieron
vida de clausura en el monte, resignándose á
esperar con paciencia que el país ardiese en gue-
rra, como se ansiaba y sentíase palpitar en la
atmósfera inflamada de aquel tiempo.
Por fin, una noche de Febrero presentóse en
la picada Venancio Benavides, y reuniéndolos á
todos en la pradera, les dijo que era ya llegado
el momento de alzarse contra los «godos» que
oprimían la tierra, para lo cual se precisaba dar
hasta la vida; pero que antes de empuñar las
chuzas convenía preparar á los muchachos del
pago de Capilla Nueva, y á su compañero Pe-
rico el Bailarín, con quien estaba en arreglos, y
184 E. ACEVEDO DÍAZ
el que ^ por puro amor d la libertad Tf se había
propuesto levantarse en armas, según él mismo
' se lo declaró en su última entrevista. Que la gue-
rra sería á muerte, y que en ella habían de ser
ayudados por Buenos Aires con hombres, pólvora
y balas.
Los gauchos escucharon con mucha atención
y silencio las palabras de Venancio, y cuando
él hubo concluido, echáronse atrás los sombre-
ros, é hicieron juramento de pelear hasta morir,
inflamados ya á la idea de la refriega, con una
expresión de odio profundo en sus ojos,. — puertas
en que asomaban envelados en sangre los ins-
tintos indómitos y los deseos vehementes de la
venganza.
Siguiéronse pronto entre ellos esa noche las
tíonfidencias sobre persecuciones y animosidades
de otros tiempos, y los agravios á vengar sin
perdón.
Por largas horas se agitó el grupo, y se ras-
guearon las guitarras cantándose aires de la tie-
rra y décimas belicosas.
Venancio tomó sus medidas ; y escogiendo por
emisarios seguros á los dos fugitivos de la estan-
cia de Fuentes, cuyas cualidades conocía, los en-
vió á Pedro José Viera para que se informasen
del « estado de los asuntos » , del día y paraje
de la reunión, y combinar en definitiva el plan
de guerra, así como la designación de los distri-
tos que no debían desampararse.
ISMAEL 185
Cuando Aldama v Esmael, — como llamaban á
Velarde sus compañeros, — se disponían á la mar-
cha al rayar el día, ya en campo raso, Venancio
les dijo:
— Alviertan á Perico que ya es tiempo de su-
levarse.
Si á la güelta se topan con los «godos» , pri*
mero enchipaos que « cantores » , muchachos.
— Dejuramente, — había respondido Ismael con
calma.
Y á poco, los dos amigos partieron á' media
rienda.
XXV
Aquel día, penúltimo de Febrero, era de jol-
gorio en la estancia de Capilla Nueva. Se pa-
raba rodeo para « aparte » de reses, y con ese
motivo habíanse reunido en el campo más de
sesenta hombres bien montados, tan dispuestos
á contribuir sin interés pecuniario á la faena,
como á participar del suculento * festín al raso
con que brindaba á la riunidn el bizarro capa-
taz Pedro José Viera.
Tres novillos con más grasa que músculo, en
cuya piel podía pasarse la uña sin tropezarse en
186 E. ACEVEDO DÍAZ
el hueso, buenos rimeros de pasteles ó tortas que
se freían en grande olla de tres pies en el centro
de la cocina, y mate cimarrón en cinco ó seis
calabazas que iban y venían con sus bombillas
de lata, — constituían con un regular número de
botas de « caña» los manjares y brevajes del ban-
quete campestre.
La gente de chiripá se sentía contenta y vo-
cinglera, concluida la faena.
Los últimos que llegaban del rodeo desensilla-
ban y largaban sus pingos sudorosos, dándoles
un golpecito con las riendas en los cuartos, des-
pués de acariciarles con dos ó tres palmadas el
cuello, y de pasarles de la cruz á la cola el
I
lomo del cuchillo para refrescar la transpiración
espumosa bien señalada por los bastos, las ba-
jeras y la carona.
Tendían luego las piezas de sus recados en los
palos de una enramada, colgaban los frenos en
los ganchos de madera, y con los rebenques co-
gidos de los extremos ó colgantes por las ma-
nijas de las muñecas, confundíanse á otros gru-
pos retozando como ganado en el llano, ó ten-
diéndose entre ellos en actitud de brega á cu-
chillo, ó chiflando un aire de la tierra con la
borlilla del barboquejo por flauta, ó removién-
dose con pasos de pericón entre los yuyos con
el gesto ladino del que tiene una hembra delante.
Juntó á un corral de palo á pique se jugaba
á la taba.
ISMAEL 187
En la cocina, entre el humo, y cerca de los
pasteles que se iban extrayendo con dos palillos
de la olla en donde saltaban dorados bajo el
hervor de la grasa, se hacían partidas al truco,
llevándose la cuenta con palitos de yerba misio-
nera.
El capataz ensartaba en grandes asadores la
carne de los novillos y los colocaba en seguida
junto á dos grandes fogones, encendidos á pocos
pasos de un « ombú » gigantesco.
Bajo de este árbol, dos guitarristas de uñas
como garras y enruladas melenas templaban sus
instrumentos, mortificando cuerdas y clavijas; y
á su frente, agitándose en círculos, ó detenién-
dose de súbito para volver á jadear, — cantu-
rreando décimas, — se refregaban algunos man-
cebos de calzoncillo cribado por el mero gusto de
hacer trinar las lloronas.
Oíase como un ruido de alborozo en la enra-
mada, donde un cantor unía las notas de su voz
bronca á las de la prima y la bordona, atrayendo
al sitio algunas mozas de trenza y pollera corta,
y no pocas comadres de edad madura.
Fuera de uno que otro gaucho de mirar rece-
loso ó taimado, todos los semblantes expresaban
alegría. El mate circulaba por doquiera; se pi-
caba tabaco en la manO' con el cuchillo ; se ha-
cían comentarios sobre la hacienda vendida y el
trompón que un orejano dio al zaino del tropero,
y la «-rodada » con suerte del paisano Ramón,
188 E. ACEVEDO DÍAZ
y la malaventura de Basilio al tirar el « lazo» á
una vaca barrosa, y la caída « fiera » de Serapio
por las ancas al repuntar el ciñuelo.
Después de estos diálogos pintorescos entre re-
suello y resuello del cantor, volvíase á poner
atención al cielito ; y era de verse entonces con
qué aire serio lanzaba el tañedor sus trovas,
trémula la mano callosa sobre la caja del ins-
trumento, con la cabeza inclinada y lánguidos
los ojos hacia las hembras al entonar el ¡ ay ! de
la calandria hermosa, y tendida á lo largo una
de las piernas, cubierta en parte por la bota de
potro, de cuya extremidad surgían los dedos
amoratados por el roce constante del estribo.
De repente estallaba una cuerda, enmudecía
el trovador de súbito lo mismo que un gallo
sorprendido en mitad de su canto por un golpe
en la cabeza, y había que esperar con pacien-
cia á que se echase el fiudo y se afinara el es»
trumento.
ISMAEL 189
XXVI
El capataz se movía en tanto de un lado á
otro, con una actividad vertiginosa apresurando
la merienda. Las mujeres atendían los pasteles y
los peones los asados, á los que daban las últi-
mas vueltas en las brasas, ya bien en punto y
goteando grasa color de oro.
En una de esas inspecciones, el capataz cogió
un asador y lo tendió para que una moza arre-
mangada y de brazo tan tostado como la carne
con pelo, echase la salmuera ; chupóse luego los
dedos, y dijo:
— ¡ Lindo no más ! Ayasito se ha de yantar.
Y señaló el lado de sombra opuesto del ombú.
Pedro José Viera era oriundo de Porto-Ale-
g^e, Brasil, colonia entonces de Portugal.
Había cobrado verdadero cariño al suelo en
que vivía; y sus raras prendas personales creá-
ronle en el transcurso del tiempo un prestigio
real entre los hombres del pago. Amaba la li-
bertad por instinto, á su manera, y venían ro-
zando sus oídos hacía meses, como voces extra-
ñas de una vida nueva, los ecos simpáticos del
movimiento inicial de Mayo.
190 E. ACEVEDO DÍAZ
Una de sus habilidades era la de bailar en
zancos; habilidad que debía él ejecutar por úl-
tima vez acaso, el día en que lo exhibimos.
Cuando Perico, como le llamaban los paisa-
nos, cogía sus zancos é iniciaba sus vueltas y
quiebros en el patio con pasmosa destreza, era
ésta la señal de « armarse el baile » ; y los tu-
pamaros, indios y cambujos en pintoresca amal-
gama de castas y razas coincidían en el mismo
gusto, lanzándose á un pericón entusiasta, al son
de la tradicional vihuela, cual si ese baile criollo
constituyera el primer vínculo ó lazo de unión
de propensiones é instintos comunes, una faz ri-
sueña de la idiosincrasia nativa y de un espí-
ritu nacional incipiente, tan distinto de la jota y
de la petenera, como de la raza madre la varie-
dad ó sub-género que constituía el tipo de nues-
tra primera generación.
Perico el bailarín, aunque brasileño, hablaba
sin dificultad el idioma de los criollos, — bien
que comunmente le hacía gracia expresarse en
una jerga especial, mezclando en sus dichos y
conversaciones vocablos portugueses. Los paisa-
nos celebraban sus ocurrencias, y le querían,
porque era un buen compañero, servicial y hos-
pitalario, á la vez que amigo de fandangos y
velorios.
Como perneador en el baile, pocos le iguala-
ban. Su fama, pues, tenía un fundamento só-
lido.
ISMAEL 191
En la edad del gaucho, — tiempos que ya se
van alejando de nosotros, — la sencillez ruda,
semi-bárbara de la vida se resumía en la danza,
en la música, — ambas primitivas,— y en la proeza
del músculo.
La fuerza brutal, desde luego, la destreza, la
astucia, la habelidd para tañer, para bailar, can-
tar, domar, pelear y vencer, eran cualidades y
condiciones sobresalientes. Los que la poseían
ejercían insensiblemente cierta superioridad ava-
salladora én sus pagos, influían sobre el número
y lo atraían por el ejemplo y la magia de las
costumbres varoniles. Como el semental arisco
de crines llenas de abrojos, repuntaban la grey
con alaridos de feroz independencia personal, sin
perjuicio de mostrarse siempre sufridos, callados
y pacientes en su existencia original de taimo-
nías y resabios.
La ley del hábito los retenía en el lazo de
una disciplina social, que no se concillaba con
la deficiencia de los medios para mantenerla.
En la época de que hablamos, pocos eran los
que no habían revistado en blandengues y en
caballería de milicias, y experimentado los de-
seos sensuales del mando, tan en armonía con
las tendencias del fondo del carácter hispano-
colonial, refractario á la obediencia y rebelde al
servilismo.
Pedro José Viera se había asimilado las ener-
gías de su pago. Su prestigio se esparcía por
192 E. ACBVEDO DÍAZ
todo el distrito de Capilla Nueva, y estaba en
relación con algunos hombres de valer.
Explícase así por qué había él logrado reu-
nir tantos vecinos en el establecimiento de Ca-
yetano Almagro, el día á que nos referimos.
Brillaba el sol de las diez puro y radiante,
cuando Perico clavó el primer asador á la som-
bra del « ombú » , gritando á un mulato de ca-
bellera crespa, negra y- espesa como un mato-
rral, que revolvía en sus manos- un sobre-costi-
llar jugoso y caliente:
— ¡Eh, muleque / ¿Trujiste el pan bazo? ¡Mové
esas tabas, muleque! . . . .
El apostrofado corrió hacia la cocina.
Perico invitó seguidamente á yantar á la con-
currencia, que hizo círculo en torno de los asa-
dores, cuchillos y dagas en mano, en tanto él
decía con voz bronca y alegre, refiriéndose al
viuleque :
— Este diavo foi parido n'uma zanja . . . . | Presto,
Macario ! . . . .
Y luego, dirigiéndose á los del círculo que se
repartían con suma velocidad granos de pecho
y enormes tajadas con pelo hecho carbón, aña-
día dominando el conjunto:
— ¡Desemulen el ruido de tripas, mozos ! . . . .
Metan diente al destajo .... La picana pa mi com-
padre Fulgencio, que le gusta el rabo. Esta achu^
rita pa Basilio que yerro el tiro á la ba-
rrosa ....
ISMAEL 193
¿Aínda no chegasie, Macario?. . . .
Serapio: préndete á ese riñon por la parada
de lomos en el ciñuelo, ¡Tuitüa tu sabeduria se
jué por el trasero del mancarrón, flojonazo!
La fnozada reía. ,
' A Serapio se le coloreó un tanto el rostro;
pero estaba muy entretenido con un buen trozo
de carne de pecho para perder el tiempo en con-
testar. .
Y no era él solo. Movíanse todas las mandí-
bulas con fruición ; chorreaban sabroso jugo los
dedos ; los cuchillos con los filos para arriba pa-
saban el bocado á los labios antes de dar el úl-
timo tajo; las botas de «caña» circulaban de mano
en mano para rociar las gargantas ; las galletas du-
ras y el pan bazo que las mozas y Macario echa-
ron en el pasto, se zabullían en las lagunillas
de grasa caliente que al despegar la carne se
formaban en el cuero, y crujían luego bajo los
caninos blancos y lustrosos.
Al cabo de algunos minutos, siguióse la con-
versación sobre bueyes perdidos, y subieron de
punto las bromas y la algazara y los planazos
y las corridas; hasta que Perico, poniéndose de
pie con arrogancia, pidió los zancos.
18
194 E. ACEVEDO DÍAZ
XXVII
El bullicio entonces tomó creces.
Perico iba á bailar, y la fiesta sería completa.
La « caña » de las botas, libada en abundancia,
había enardecido todos los cerebros. Se reía,
se vivaba, se corría, se * escarceaba » y ensayá-
banse figuras y pasos con castañeteo de dedos y
trinar de espuelas, en tanto los guitarristas á la
voz de prevención se reunían bajo el « ombú »
probando las cuerdas y armonizando los tonos,
con sus sombreros de « panza de burro » en la
nuca y el barboquejo én la nariz, los rostros hú-
medos, brillantes los ojos, entreabiertos los labios
al tarareo de los aires criollos: — todo bajo una
atmósfera de luz y un cielo apacible apenas mo-
teado aquí y acullá por pequeñas nubes de blan-
cura intensa.
Las mozas se habían arreglado al cuello las
pañoletas, y en singular confusión, rubias, mula-
tas y « chanaes » de trenza cerduda y pie des-
calzo, agrupábanse en el centro al tañido de ras-
gueos alegres, aguardando el momento del quie-
bro y el sandungueo. Aunque la brisa que co-
rría era fresca y agradable, imperaba en la riu-
nión un buen grado de calentura.
ISMAEL 195
Cuando Perico empezó á ejecutar su ju^go de
zancos, el entusiasmo se convirtió en aplauso y
vocerío.
Los dos maderos en rápidos giros, sin trope-
zarse nunca, recorrían de extremo á extremo el
sitio de la zambra, manteniendo el zanco su equi-
librio con notable destreza en cada avance ó
volteo, sin zafarse de la horquilla, y agitando en
su brazo derecho la chapona de lienzo en forma
de alón esponjado de un colosal ñandú.
Las exclamaciones se sucedían sin tregua en
derredor del bailarín.
— ¡ Apriendé Serapio á ginetiar en patas de
araña ! — decía uno, zampándose todavía buenos
bocados de carne asada.
— I Véanlo al mulita ! — argüía el aludido. —
¡Muentá vos esa langosta con eso me reigo!
— ¡Aijuna, las canillas de cigüeña!.... ¡Asu-
jetá, Perico, que están crogiendo.
— Juertes se me hacen, cuñao, lo mesmo que
garrón de avestruz .... i Qui an de crogir !
— ¡A un ¿3k? la bajera, aparcero Ramón, pá
que no refale esa pata de enválido qui anda
mosquíando!. ...
Al cabo de algunos minutos, Perico se detuvo
sonriente y jadeante, sus musculosos brazos ten-
didos, y gritó con voz de trueno:
— ¡A danzar, agora, aparceros!. . . . jA manhan
danzaremos melhor i
Saludó estas palabras un gran clamoreo en
196 E. ACEVEDO DÍAZ
que «e mezclaron alaridos de fiereza y juramen-
tos enérgicos, cual si una ráfaga misteriosa de
combate hubiese acariciado todas las frentes.
Las guitarras rompieron en rasgueos más uní-
sonos y alegres.
El pericón^ — y no áe trata aquí del caballo
de bastos del juego de quinólas, — puso en facha
á sus ecos múltiples parejas.
De una parte, polleras y enaguas un tanto mo-
renas sacudidas, dejando ver pantorrillas bien
torneadas, cuando no tiesas cachuas enfundadas
en medias de algodón crudo, ó gruesas gambas
desnudas á la vez que arqueadas en vaivén sos-
tenido y airoso; de la otra parte chiripaes flo-
tantes, pieles.de potro rascando el suelo, zanca-
jos al descubierto con espuelas de grandes roda-
jas que sembraban rayuelas en la tierra, cuerpos
flexibles adornados de cintos cuyas monedas de
pl^ta ó botones de bronce difundían ruidos de
cascabeles, y largas melenas azotando los rostros
trasudantes.
El conjunto, bizarro y pintoresco. Roces, cos-
quilieos, visajes, amoricones, posturas provocati-
vas, volteos de domadores, quiebros de moji-
ganga, risas y fraseos dominando el tañido de
las guitarras.
Corría en el enjambre como un aura epilép-
tica. Perico, en zuecos, se había agregado al gran
grupo y hacía chas -chas con los talones, acom-
pañándose de manos y repartiendo chicoleos ; y
ISMAEL 197
unas chinas viejas, con los brazos en jarras atraí-
das por el bullicio y el tumulto, comenzaron
algo distantes de la zambra á menudear sus pies
cortos y regordetes, citando á prueba á los ca-
mastrones y mauleros.
Fué en ese instante que, sin que nadie se
apercibiera de su llegada, Ismael y Aldama echa-
ron pie á tierra junto á la enramada ; y que,
mientras el primero se recostaba en el palenque,
taimado, arisco y sombrío, el segundo se des-
prendía del cuello un pañuelo de seda y sacu-
diéndolo en alto se acercaba á saltos al grupo
alegre, afirmábase sobre las corvas como si en
ellas hinchase el lomo un redomón, y hacía so-
nar las nazarenas con ruido mayor que el de las
vihuelas.
En cambio, Perico, apenas divisó á Ismael
con todos los signos de haber hecho una larga
jornada, separóse rápidamente del baile y diri-
giéndose á él, cogióle del brazo y apresuróse á
entrarse con el joven gaucho en el rancho.
En una de sus piezas interiores permanecieron
por espacio de media hora.
Cuando salieron, Viera le puso la mano en el
hombro, y díjole con aire grave algunas frases
al oído.
Ismael, de ánimo reconcentrado y caviloso, era
sobrio de palabras.
Pasó junto al lugar de la fiesta, dirigiendo
apenas al conjunto una ojeada por debajo del
198 E. ACEVBDO DÍAZ
ala del sombrero, y encaminándose á la enramada,
comenzó á bajar prenda por prenda su recado
de los lomos del bayo, que al sentirse alivianado
alargaba con alborozo el cuello barruntando
relinchos.
El mismo Perico trájole por el cabestro un
alazán, que era un animal de crucero alto y
remos delgados, — uno de sus caballos de con-
fianza, educado para los escondrijos y matorrales
en los tiempos de persecuciones.
La campaña toda estaba llena de matreros, y
era considerable el número de caballos, — sus
compañeros inseparables, — adiestrados desde po-
trillos á la vida azarosa y aventurera de los amos.
El alazán quedó bien pronto enjaezado; y en
tanto Aldama cambiaba también de caballo,
gruñendo, Ismael púsose á merendar junto al
palenque, rociando sus bocanadas con algunos
sorbos de « caña ».
Aldama no tardó en imitarlo, después de ce-
ñirse á gusto el chiripá y el cinto, y de asegu-
rarse las espuelas.
Pedro José Viera se paseaba contento, ya
clareadas por el cansancio las filas del pericón,
escarbándose con la punta de la daga los dientes.
Brillaba en su semblante tostado, fi"anco y
abierto como un reflejo de gozo íntimo, y cono-
cíase á primer golpe de vista que aquel hombre
rústico, enérgico y viril acariciaba en sus adentros
un proyecto de seria importancia.
ISMAEL 199
Revelábase también cierta impaciencia en sus
gestos y ademanes, al observar la cachaza y la
flema de Ismael, quien, concluido su almuerzo,
se había dejado estar en cuclillas, dándose gol-
pecitos de plano con su daga en la bota.
Perico se acercó al fin rezongando, con cierto
aire jovial, y dijo en buen acento criollo:
— ¡A sacudir la potra, que el día se va, apar-
ceros !
Sonrióse Ismael, incorporándose despacio; y
levantando los brazos bien en alto, desperezóse.
Aldama le acompañó con un gran bostezo. Pero
los dos se alistaron de buen talante porque eran
ginetes duros.
Viera les estrechó las manos en señal de com-
pañerismo, y en seguida dióles una carta para
Benavides, hablándoles de algo muy interesante
en voz muy baja.
Al oírle centellaron de súbito los ojos de los
dos emisarios, que saltaron incontinenti en sus ca-
ballos ; y, dando un adiós, partieron á gran galope.
Perico los siguió con la mirada atenta, hasta
que desaparecieron detrás de las próximas cti^
chillas entre una nube de polvo.
Luego volvióse á paso lento á las casas, sacán-
dose un pucho de cigarro que tenía detrás de
la oreja, el cual se detuvo á encender con el
eslabón y la yesca, muy concienzudamente, ati-
zando la brasa con la uña del pulgar, y despi-
diendo con ruido una gruesa espiral de humo.
200 E. ACEVEDO DÍAZ
Desde esa hora,hasta la noche, anduvo inquieto.
Todos, menos él, durmieron larga siesta, como
anticipo compensador de una noche fatigosa.
A intervalos, por la tarde, habían ido llegando
á la población grupos de tres, cinco y más hom-
bres bien montados, y algunos de ellos armados
de varas con medias lunas, dé las que servían
para cortar jarretes.
Todos estos hombres eran mocetones robustos,
negros cimarrones, zambos de indio, y aun «tapes*
de chiripá y boleadoras, con vinchas en la frente
para sujetar las greñas cerdosas. Varios perros
enormes los seguían.
También al oscurecer se había encerrado en
la manguera, algo distante de las casas, una
tropilla de caballos y no pocos redomones, á los
que más de un ginete había hecho bufar en la
cuesta sallándolos * en pelos », por segunda do-
madura. Aquellos animales briosos, habituados
al campo libre, metían alboroto de relinchos,
cada vez que sentían próximo el tropel de las
yeguas que erraban azoradas por los alrededores.
Los negros, munidos de cuchillejas mangorre-
ISMAEL 201
ras, se entretenían en cortar y sobar tiras de
cuero vacuno en la cocina, á la rojiza claridad
de mechas envueltas en sebo fresco que despe-
dían una humaza espesa y nauseabunda.
Improvisaban riendas, estriberas, cabestros y
maneadores en silenciosa actividad, y con cierto
aire cerril y despavorido.
Aquellos rostros retintos llenos de sajaduras,
con los cráneos hundidos, las narices aplastadas
de enormes hornallas y los labios de esponja
salientes como chatos higos maduros, ropajes
miserables, piernas al aire, brazos sin mangas y
cintos de cuero de « carpincho », aparecían im-
ponentes entre la atmósfera color de incendio en
que se agitaban febriles, cual si el amor á la
libertad y la esperanza de adquirirla á hierro y
fuego, les hubiese devuelto el brío montaraz que
abatiera la esclavitud.
En una tapera de allí apartada cien metros,
podía percibirse en medio de la oscuridad un
grupo numeroso de caballos y de hombres á pie,
que iban y venían en preparativos sigilosos, sin
dejar de hablar en voz baja y de reir de una
manera sonora de vez en cuando.
Las mozas cuchicheaban asomadas á la puerta
y al ventanillo de la pieza principal en que se
habían reunido, como las vizcachas en las entradas
de sus cuevas, y callaban de improviso, así que
sentían los pasos ó la voz bronca de Perico el
bailarín.
202 £. ÁCEVEDO DÍAZ
El bizarro capataz, lo era y de veras. Su pre-
sencia infundía respeto.
Pasada media noche, algunas de las que aun
se conservaban curiosas é inquietas en el ven-
tanillo, le vieron con gran asombro atravesar con
su gran /acá cruzada por detrás, botas, poncho,
sombrero de paja y un trabuco en la diestra.
Él volvióse de mal talante, y dio un grito.
Todas desaparecieron como por encanto.
Perico siguió su camino, refunfuñando, y en-
tróse en otro rancho pequeño que servía de depó-
sito de marcas, guiíscas y trebejos.
En la puerta baja y estrecha estaban tres
hombres, que le siguieron al interior, alumbrado
apenas por un candilejo cuya mecha tenía una
pulgada de pavesa.
Uno de aquellos hombres lo despabiló con los
dedos.
Púdose entonces distinguir mejor los objetos.
Viera registró con la mano izquierda detrás
de un fardo; y extrayendo de alh' un arma de
fuego, pasósela á uno de los circunstantes, di-
ciéndole :
— Pa voltear * godos», Serapio, esa garabina.
La tal arma era una tercerola llena de orín,
de piedra de chispa, con la cazoleta descompuesta
y la caja resquebrajada.
Serapio la miró con mucha calma, balanceóla
como para calcular su peso, y dijo á su vez,
encogiéndose de hombros:
ISMAEL • 203
— Más juego da un cañuto.
Perico siguió manipulando, y á poco sacó del
escondrijo una pistola de caballería, pesada y
larga, cañón de bronce fundido, también de chispa,
y se la alcanzó á Basilio, quien al tomarla mur-
muró :
— ¡Ansina se puede roncar!
Viera extrajo, por último, un sable sin vaina
y con parte de la empuñadura rota, mellado en
más de un tercio de su hoja, que sin duda había
servido para partir leña, y dióselo á un negro
cimarrón que aguardaba su turno, muy tieso y
silencioso.
— ¡ Güen serrucho ! . . . . Hacele filo en la pie-
dra, Macachín.
Los tres hombres salieron, seguidos de Perico,
quien les dijo con toda seguridad que muy pronto
tendrían mejores armas, enviadas de Buenos Aires,
donde por entonces se encontraba don José Ar-
tigas.
Algunos pasos más adelante. Viera tropezó con
el domador Ramón, que venía en busca de un
arma cualquiera para bregar con los € godos >.
El capataz le dio su trabuco, con un saquillo
de -pólvora y otro de balines, «cortados» y cla-
vos que llevaba en los huecos del cinto.
Debajo del « ombú », rodeando su ancho tronco
en forma de pabellón, se habían colocado varias
lanzas de moharra triangular las unas, obra de
un herrero de Mercedes; de hojas de tijeras de
204 E. ACEVEDO DÍAZ
esquila, medias lunas de desjarretar y larg'os
clavos cuadrangulares las otras, enastados en
cañas duras ó en recias varas de guayabos,
ostentando algunas banderolas tricolpres á fajas
rojas, blancas y azules.
Cerca de estas armas había un grupo, como
haciendo su vela ; y de este grupo se despren-
dían sombras de vez en cuando que se desliza-
ban por debajo del ventanillo, y que las mozas
detenían al pasar, abriendo y cerrando aquél á
cada momento al menor ruido, para proseguir
sabrosas pláticas en voz baja y permitir que las
encariñasen los héroes de aquella temerosa aven-
tura.
Galanteos cerriles de una hora con la florcilla
9
agreste en los labios y besos sonoros en las car-
nes tostadas y macizas, de pocas palabras y mu-
chos manotones y golpes de zarpa, saltos de gato
« montes » y verdadero zipizape de encelamien-
tos; — hasta que la aproximación del bailarín de
zancos ponía en desbande toda la hueste amorosa.
Lucían las últimas estrellas en un cielo lím-
pido y tranquilo, y comenzaba el alba á tender
sus blanquecinos velos en el horizonte con sus
orlas de rosas pálidas, cuando un movimiento
acompañado de confusos rumores se operó alre-
dedor de las « casas ».
Los hombres montaban á caballo, entre chas-
quidos de rebenques, fragor de armas, escarceos
de piafa dores redomones y choques de ginetes que
ISMAEL 205
buscaban entrar en las filas en orden de mar-
cha, á un flanco de la enramada.
La voz de Pedro José Viera retumbaba atro-
nadora á la cabeza de la columna hablando de
libertad é independencia, y un grito formidable
lanzado por cien bocas respondía á su corta y
viril arenga, entre los brincos y bufidos de los
potros alborotados por la espuela y el vocerío.
Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y vie-
jas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y ha-
ciendo al fin compacto pelotón en torno del
ombú, arrebjujadas apenas algunas de ellas y to-
das con las cabelleras sueltas, desencajadas, tem-
blorosas, escudriñando los detalles del cuadro
que se ofrecía á su vista.
¡Parecía soplar un viento de tormenta!
Las medias tintas crepusculares cedían su
puesto á los resplandores de la aurora, que es-
parcía por campos y bosques su luz suave y
tibia.
La columna negra no se había aún movido:
las lanzas en alto se agitaban nerviosas en pin-
toresca confusión de moharras, medias - lunas, ti-
jeras, clavos y banderolas; los trabucos enmo-
hecidos, las tercerolas inservibles, las pistolas sin
baquetas, los sables viejos, las dagas de cana-
les, las bolas retobadas con piel de lagarto de
los zambos, las picas toscas de los «tápese, —
todo se movía y levantaba con los brazos ro-
bustos para jurar la guerra al opresor.
206 E. ACEVEDO DÍAZ
Los instintos guerreros bramaban iracundos en
aquella gran manada de pumas.
Y las mujeres vieron de repente, cómo aquel
conjunto de andrajos y de desechos que encu-
brían cuerpos vigorosos, de razas y de castas
arrastradas por la misma idea y el mismo sen-
timiento, de cambujos bravios y de negros de
aspecto feroz, de bizarros tupamaros con luengas
barbas y rostros blancos, desarmados algunos,
pero entusiastas y resueltos; vieron cómo aquel
conjunto de fierezas, cóleras y rabias tanto tiempo
contenidas, se movía como una tromba entre tor-
bellinos de polvo é imponente alarido, — y al-
zaron entonces sus manos y agitaron los pañue-
los en el aire, — hasta que la tromba desapare-
ció en el horizonte dejando en pos de sí una
niebla parda en el ambiente, semejante á las es-
pumas que el huracán arrebata á la cresta de
la ola fragorosa y disuelve en el espacio.
^2i.lxs..
Al regfreso de su excursión, fué cuando Is-
mael y su amigo se vieron atacados y perse-
guidos por una partida avanzada del preboste,
cayendo prisionero Aldama, y refugfiándose Ve-
larde en los montes del Río Negro.
ISMAEL 207
Se recordará desde luego, que, impuesto Be-
navides del suceso por boca del emisario, y de
la carta »de que fué portador, mandó que su
gente ensillase los caballos de reserva, para po-
nerse en movimiento á la madrugada; y es aquí
donde pasamos á reanudar el hilo de nuestro re-
lato, y á desenvolver en su orden c fonológico los
episodios del drama.
A cuarenta alcanzaba el número de los hom-
bres de que disponía Benavides, diseminados en
grupos en distintos lugares del bosque, pero muy
próximos al potril donde acampaba el grueso
de la fuerza.
Los tupamaros figuraban en primera línea ; y,
sabido es que bajo ese dictado irónico era como
distinguían á los criollos ó nativos los domina-
dores, comparándolos con los adeptos del ani-
moso cuanto infortunado Tupac-Amarú, que fué
dividido en pedazos al furioso arranque de cuatro
potros. Esta denominación era extensiva á los
innumerables proceres de la independencia de
Sud - América, — sin excluir á sabios ilustres,
que sufrieron otro género de suplicio : — el de ar-
cabuceó por la espalda.
A esos tupamaros que sumaban las dos ter-
ceras partes del grupo, uníanse algunos zambos
y negros cimarrones, vestidos de andrajos, que
vagaban desde hacía tiempo en compañía de
las fieras menos crueles con ellos que sus anios.
Esta sufrida raza sobre la que habían reñuído
208 E. ACEVEDO DÍAZ
bajo otra forma de labor inicua el tributo real,
el obraje, la mita y todas las cargas abruma-
doras del sistema, era un contingenta estimable,
vinculado al movimiento por él derecho á la li-
bertad y á la vida ; y en aquellos tiempos le-
gendarios no es menos luminosa que la de los
criollos, la ruta que los batallones negros sem-
braron de proezas inmortales.
Tres ó cuatro indígenas completaban la par-
tida, los más de ellos con vestimenta primitiva,
muy diferente á los trapiches y guiñapos de los
negros. El quiapí de venado y la camiseta de
piel, constituían todo su ropaje. Habían reem-
plazado por lanzas largas sus aljabas de flechas
cortas, y llevaban á la cintura* boleadoras y cu-
chillos.
Con siglos de existencia esta raza indomable
no debía salir de su edad de piedra. No obs-
tante, ella era como el nervio del desierto, en
perpetua vibración. Por reiteradas veces en com-
bates parciales, españoLes y portugueses habían
sentido el rigor de sus venganzas ; los yaros y
los bohanes les rindieron tributo de la vida ; y
ahora, reducidos ya á un número pequeño de
guerii^ros, persistían errantes en el suelo de sus
mayores, sin ideales ni creencias, sin otro vín-
culo de familia que la junción sexual, ni otra
pasión por la tierra que el instinto fiero y duro
que crean y agigantan el desierto y el clima. La
tribu se conservaba arisca y soberbia, no reco-
ISMAEL 209
nociendo más ley que la de sus caciques; y en
sus marchas vagabundas hacía pesar sobre el
país ya poblado la fuerza de sus hábitos deso-
ladores.
Algunos, sin embargo, se apartaron del aduar
al primer grito de guerra, y se reunieron con
los matreros. Fueron éstos, mocetones que ha-
bían crecido en trato frecuente con los tupctma-
roSj y cuya costumbre llegó al fin á modificarse
en ese roce, en sentido de suavizar la crudeza
de su barbarie. Servían para la pelea, eran ági-
les y baqueanos. Afianzaba su lealtad, un odio
inveterado y profundo á los conquistadores. Por
eso se les veía en una ú otra partida revolucio-
naria, de á dos ó tres, como dispersas y estéri-
les semillas de una raza condenada á desapare-
cer con su oscura etnología, formando con los
mestizos, negros y cambujos esa mezcla capri-
chosa de « piel de tigre », que en los grandes
años del valor heroico se fundió en la masa de
que había de surgir un pueblo nuevo.
Entre aquellos de que hablamos, apartados de
la tribu, — la que al fin había de entrar también
por su cuenta en la lucha, — distinguíase Ape-
riá por sus calidades de sabueso.
Poseía este indígena todas las que eran ca-
racterísticas ó típicas de su raza, en grado no-
table.
Buena talla, cabeza erguida, frente abierta,
perfiles regulares, ojos pequeños, negros, relu-
14
210 E. ACEVEDO DÍAZ
cientes, de extraordinario poder visual, dentadura
blanca y vigorosa, cabello cerdudo, miembros
robustos, pie corto y bien conformado como la
mano, algunos pelos lustrosos y gruesos sobre
el labio, la piel negruzca, el oído fino y sutil, y
un olor acre de bestia feroz.
El efluvio charrúa tenía en realidad mucho de
felino: denunciábase á la distancia como ema-
nación de caverna ó de guarida, por el unto de
los cuerpos con grasa de alimañas ó de potro,
que usaban quizás como preservativo contra la
crudeza del aire.
Aperiá, sin ser una excepción, solía bañarse
en los días de gran calor, rompiendo con los há-
bitos de indolencia de su tribu. Y cuando él sa-
lía del cauce en que se había zabullido como un
«carpincho», y saltaba al ribazo, algún criollo
decía al persignarse, desnudo, para bañarse á su
vez : ¡Dejd que corra la agua al remansey qui a
quedao overa !
La fuerza así compuesta por elementos tan
heterogéneos, obedecía, como hemos dicho, á Ve-
nancio Benavides, ex clase de caballería de mi-
licias y oriundo de Soriano; hombre de grande
estatura, músculos de acero, gesto adusto y ca-
viloso, de taimonía soberbia, forrado en pasiones
é instintos? y predestinado á agitarse y á morir en
la acción, que empezó para el patriota en una
mañana de gloria.y acabó entre las sombras bajo
las banderas del rey.
ISMAEL 211
Venancio tenía que incorporarse á Viera el día
último de Febrero en el paso Denis del arroyo
de Asencio, para lanzar unidos el grito de in-
dependencia ; y forzábale á ese paso la premura
del tiempo, así como la necesidad de levan-
tar algunos parciales ya prevenidos de su trán-
sito por el distrito.
En prosecución de este plan, puso al indígena
en campaña, librando á su sagacidad el descu-
brir la posición exacta del fuerte destacamento
de caballería que vigilaba las orillas del monte,
y en cuyo poder había caído Aldama en la tarde
anterior.
Aperiá montó en pelos su overo, cogió la lanza,
y eTscurrióse por la picada, cuando ya se iban
alejando las sombras de la noche.
La columna empezó á su vez el desfile, uno
en fondo, abriendo la marcha Ismael.
Había tenido éste tiempo para asar su « mu-
lita», de la que iba saboreando una pierna con
deleite. Otro trozo con concha, pendía del « fia-
dor », en previsión de las emergencias posi-
bles.
Aperiá franqueó cauteloso la picada, después
de inspeccionar á pie las proximidades de la sa-
lida. — Su vista viva y penetrante había son-
dado bien la sombra. La naturaleza, que ha con-
cedido á ciertos seres á más de la pupila una
luz fosforescente para guiar su marcha y descu-
brir la presa, no había sido menos próvida con
212 E. ACEVEDO DÍAZ
él, pues que podía con su ojo pequeño y bri-
llante competir en las asperezas del , rastro con
el del gato montes en acecho.
Fuese recorriendo los contornos al paso, echado
sobre el cuello de su caballo, con cuya crin cu-
bríase una parte del rostro. Por algunos instan-
tes se enderezó, y estuvo mirando á todos los
vientos, y no percibiendo nada, continuó su
avance hasta un barranco que remataba el de-
clive de una loma enhiesta.
' Allí, el overo fué acortando el paso, piafó
bajo y sordamente dos veces, y se detuvo con
el hocico estirado y las orejas tiesas.
La mano de su amo acaricióle la frente y la
nariz, y bajóle con suavidad la cabeza.
El overo quedóse sosegado.
XXX
El charrúa se desmontó, y púsole manea.
Echóse luego en tierra sobre el vientre, y fuese
arrastrando entre las matas, evitando en lo posi-
ble todo ruido.
Las rótulas y los codos á manera de rodillo,
impulsaban vigorosamente su cuerpo, que al des-
lizarse en la espesura parecía desarticulado ó elás-
tico.
ISMAEL 213
Esa marcha de jaguar y de reptil tuvo sus
pausas.
Deteníase el indígena por momentos, apoyábase
en las manos arqueando los brazos y levantaba
poco á poco la cabeza, hasta dominar con su
Visual el mar de las hierbas. En seguida, satis-
fecho de su observación, renovaba sus esfuerzos,
procurando dominarla cuchilla^ — verdadero punto
de mira para el logro de su pesquisa. — Nada había
visto hasta entonces que le inspirara sospechas.
El campo parecía desierto.
Sin embargo, después de arrastrarse breves
momentos, ya próximo á la cresta de la loma,
el charrúa aplicó el oído al suelo, y estúvose
escuchando inmóvil por algunos minutos.
Hecha esta experiencia, siguió avanzando con
mayor cautela, y esa lentitud propia de la ali-
maña que ha husmeado su presa, alzada la
frente, fijos los ojillos negros en la sombra y
hundido el cuerpo en la maleza sin descubrir el
dorso.
Pronto llegó á la cresta, apartó con las meji-
llas, el pastizal seco, y púsose á escudriñar la
ladera ....
Cinco ó seis hombres, dos de ellos á caballo,
y los demás sentados en derredor de un fogón
reducido á brasas, distinguíanse en el declive.
Allá en el fondo, á tres ó más cuadras de dis-
tancia, veíanse otros fogones casi apagados y un
considerable número de sombras que iban y venían.
214 E. ACEVEDO DÍAZ
de hombres que recorrían tal vez los vivaos, y
de caballos que giraban en torno de sus estacas
pellizcando las hierbas.
Aperiá se estuvo quieto.
Luego que hubo observado, púsose boca arriba
para tomar resuello, arreglóse el quiapí, y ras-
cóse las espaldas en las raíces al igual de un
mastín de estancia que ha corrido todo el día
detrás de la hacienda arisca.
Bien necesitaba de ese refregamiento, pues que
en su tronco embadurnado los insectos habían
hundido sus aguijones, en tanto él los había ido
espantando de sus sitios de reposo.
Siempre echado, giró luego sobre sus vértebras
dorsales como un trompo, y empezó á retirarse
en la misma forma en que había avanzado, dete-
niéndose y aplastándose bien á la tierra lo mismo
que un gusano retráctil y sutil, toda vez que per-
cibía el más leve rumor.
Cuando llegó al lugar escabroso en que se en-
contraba su caballo, comenzaba á elevarse en
tenues velos del suelo una niebla cenicienta, que
hacía juego armonioso con los primeros indecisos
resplandores del alba en las alturas»
Aperiá se incorporó, y llegóse á su cabalgadura,
— que al reconocerle resopló con las narices bien
abiertas, — y desprendiendo un pedazo de cuerno
ó chzj^e con tapón de madera del lomillo, bebióse
un buen trago de aguardiente con la mayor tran-
quilidad.
ISMAEL 215
La partida en tanto había seguido avanzando
liasta el barranco á marcha lenta y pausada,
tendida en línea de combate ; y llegó á reunirse
con el charrúa antes que éste hubiese andado
diez varas al paso de su overo.
Aperiá se acercó á Benavides, cUya figura cor-
pulenta se destacaba al extremo derecho del ala ;
y, levantando el brazo, señaló con firmeza el
rumbo ....
La hueste se detuvo un instante, en medio de
profundo silencio, apenas interrumpido por algún
escarceo impaciente ó el roce de las rodajas. Las
lanzas y los sables en posición horizontal, se agi-
taban á intervalos, entre esas voces bajas ó rui-
dos sordos que tanto se asemejan al resuello del
tigre en la oscuridad. Pocos pasos á retaguardia,
quince ó más hombres formados en escalón cons-
tituían la reserva, también con las armas bajas,
en actitud de pelea.
A poco prosiguió el avance con el sigilo posi-
ble entre la niebla.
Pero, antes de coronar la hueste la cuchilla,
resonó un estampido ; y una bala de tercerola
pasó silbando por un claro de la fila, hiriendo á
un hombre de la reserva.
A esta detonación, sucedióse un alarido formi-
dable.
Y la hueste se lanzó á toda rienda, salvando
ia loma y la ladera con la celeridad de una
manada de potros hasta caer sobre la tropa
216 E. ACEVEDO DÍAZ
acampada en el llano, en momentos en que bus-
caba su formación entre espantoso desorden.
Fué aquello como un choque de hierros que
se rompen.
Voces enérgicas, gritos salvajes, sordas caídas,
chasquidos de rebenques, rotura de astiles, desen-
frenadas carreras, ahogados lamentos, relinchos
despavoridos, fogonazos, blasfemias, maldiciones,
y después .... un tropel prolongado de fuga,
negros fantasmas alejándose del lugar de la sor-
presa como en alas del viento, botes de lanza
en el suelo, siniestros golpes de sable sobre cuer-
pos que se revolvían -bajo los caballos derriba-
dos, pavoroso torbellino de hombres y cuadrú-
pedos en la tierra estremecida bajo los cascos
con el redoble del trueno.
La gente del preboste h^bía sido deshecha y
dispersa con una sola carga, en las que cien rabio-
sos gritos de guerra hicieron el efecto de otros
tantos clarines. — Cinco minutos después, había
rendido la vida el que no se había librado á la
fuga.
Yacían por tierra hombres de uno y otro bando.
En cierto sitio, un grupo despenaba á dos 6
tres moribundos con golpes de gracia; en otro,
los negros cimarrones despojaban á los muertos
de sus prendas ; y en círculo más extenso perse-
guíanse algunos caballos enjaezados que vaga-
ban sin ginetes por las alturas con las riendas
destrozadas y los aperos revueltos.
ISMAEL 217
Esta refriega oscura duró lo que una tromba.
Benavides cruzó el campo, haciendo recoger á
su paso las armas blancas y tercerolas de peder-
nal esparcidas por las hierbas, que debían servir
á los que en defecto de lanzas habían cargado
á cuchillo; y llegóse hasta una. 'tapera, resto de
un ranchejo de paredes de tierra y ramas que
alzaha. sus picachos de lodo seco junto á un
pedregal riscoso.
Allí se detuvo á esperar el regreso de los com-
pañeros que habían seguido la persecución fuera
del campo, en banda dispersa ó á grupos aisla-
dos.
El charrúa rastreador que iba junto á él, enro-
llándose en el brazo un poncho de vichará ha-
bido en buena brega, díjole muy pronto con su
voz muy queda señalando al interior de las rui-
nas, donde sus ojos parecieron descubrir algo
sospechoso:
— ¡Mira, amigo!
Venancio volvió el rostro, y dirigióse con la
lanza baja al* sitio, preguntando con acento ronco
y fiero:
— ¿Quién se regüelve en la tapera?
— ¡Hombre güeno ha de ser! — contestó una
voz varonil.
Desenriede este pie de amigo, comendante, que
aquí está Aldama dende ayer todito entumido y
amarrao.
Benavides lanzó una exclamación de agradable
218 E. ACEVEDO DÍAZ
sorpresa unida á un terno enérgico, y clavando
en tierra la lanza, se arrojó del caballo.
Pero, no tan presto, que ya Aperiá no se le
hubiese anticipado y estuvierra cortando con
mano diestra las ligaduras de nudo potreador que
imposibilitaban al prisionero el uso de sus miem-
bros. '
— Creíbamos que ayer no más te hubieran
despachao, muchacho, — dijo Venancio alegremen-
te, al oprimirle la mano con ese aire de protec-
ción propio de un cabo de milicias convertido
en caudillo.
— ¡ Cuasi jué ansina, por Cristo ! . . . .
Arrimate enfiel que me caigo de escaldao, y
empréstame tu chifle para darle un beso.
Aperiá sacó su cuerno retaceado, en el que
Aldama sorbió algunos tragos.
Ya más entonado y contento, volviólo á su
dueño, diciendo:
— ¡Jiede á indio, pero da calor! ¿Y qué es de
Esmael?
— Atrás de los «godos» — dijo Benavides. —
A la cuenta no lanceó á gusto aquí en el bajo. . ..
¡ Ya güelven los muchachos !
Aldama salióse tambaleando de la tapera, en
tanto el charrúa montado ya en su overo, lanzá-
base á escape sobre un caballo ensillado, cuyo
dueño quedara sobre el campo.
Un tiro certero de boleadoras lo sujetó de los
corvejones, á pocas varas del sitio.
ISMAEL 219
Momentos después, el caballo sentía en su cue-
llo húmedo la mano de Aldama, quien no satis-
fecho de su alzada y contextura le motejaba de.
c mancarrón bichoco » y decía riéndose á Aperiá :
— ¡Ayúdame á volear la lisiada, enfiel!
Iban en tanto llegando al campo de la sor-
presa los hombres que de él se halDÍan apartado
en la fiebre de la pelea. Recogíanse los despo-
jos, vendábanse con tiras de ropas las heridas, y á
la voz imperiosa de Bena vides se entraba en for-
mación para emprender la marcha hacia el pago
de Viera.
Antes que abriese el día, movióse á gran trote
el escuadrón, que devoró en pocas horas largas
distancias, recogiendo al paso nuevos contingentes.
En el arroyo de Asencio, donde esperaba el
refuerzo Pedro José Viera, hizo alto, confundién-
dose en una aclamación unánime y vibrante los
garitos de todos los pechos: c ¡independencia ó
muerte ! »
Esta hueste debía iniciar ese mismo día con
la toma de Mercedes, la serie de sus triunfos.
Cuando á mitad de la jornada se dio en la
marcha de que hablamos una tregua al escua-
drón, notó recién Benavides que Ismael faltaba
de las filas.
Esta ausencia, al parecer inexplicable, debíase
á un accidente serio, ocurrido en la persecución.
Ismael, ardiendo por desagraviarse de la que
había sufrido con Aldama, disipado el entrevero
220 E. ACEVEDO DÍAZ
y producido el desbande de los enemigos, lan-
zóse sobre los dispersos con todo el arranque de
su alazán ; y fué así como su lanza logó alcan-
zar por la espalda á más de uno de los fugiti-
vos, que derribó en medio de las tinieblas, sin
detenerse en su osada carrera.
XXXI
A media legua del lugar de la sorpresa, y lle-
vando siempre su caballo á gran galope, Ismael
no pudo darse cuenta sino cuando era tarde, de
que había entrado en un estero peligroso.
La tierra se ahondaba bajo los cascos.
El sufrido alazán de Viera luchaba á saltos,
para hundirse cada vez más en los tembladerales
de que estaba sembrado el suelo.
Al principio encajóse hasta las rodillas en el
lodo, arrancándose con brío en cada hundimiento;
pero luego llególe la masa viscosa al pecho, y
los esfuerzos potentes fueron creciendo, 3I punto
de alzarse sobre los remos delanteros desesperado,
sepultando en aquella gelatina negra y espesa
sus ancas por completo.
Todavía pugnó hacia adelante, sin obedecer ya
la brida.
ISMAEL 221
En sus supremos arranques desvióse de la recta,
pisó firme, se abalanzó torpe y asustado, volvió
á hundirse en otra ciénaga traidora, zafóse nue-
vamente esparciendo en su redor una lluvia de
barro; y al resoplar de contento y orgullo dio
un brinco, y tornó á perder pie en una hoya ge-
latinosa, donde se sacudió en vano breves ins-
tantes con las crines pegadas al cuero, para que-
darse al fin inmóvil, trémulo y rendido.
Aquella sima blanda y correosa, parecía ab-
sorberlo.
— ¡Fiate en la Virgen I — murmuró Ismael con
sorda rabia.
Y sondó el fondo con su lanza.
Había más de un metro, y así mismo ese fondo
no era muy sólido y consistente á juzgar por la
facilidad con que penetraba el cuento del astil
al más pequeño empuje.
Ismael se quedó indeciso, casi hincado sobre
el lomillo.
El alazán no daba señales de vida, inerme en
su sepultura de lodo.
Había cesado todo ruido de persecución en los
contornos.
Sólo el volido de los patos salvajes que cru-
zaban en bandas sobre la cabeza de Ismael, trans-
formado en estatua ecuestre de barro, interrumpía
á intervalos la profunda calma de la atmósfera.
En aquella posición difícil, era forzoso esperar
el día, que no tardaría ya en aparecer.
^2 E. ACEVEDO PÍAZ
Resignábase á ello Ismael tras un nuevo es-
fuerzo de su parte, que sólo hizo hipar su cabal-
gadura sin conseguir moverla del cieno, cuando
llegó á vislumbrar un bulto que se arrastraba
lentamente á uno de los flancos, como quien evita
perder la costra firme ó lengüeta de tierra só-
lida que serpentea en los tremedales sirviéndoles
de línea divisoria.
Un olor particular hirió su olfato, é imaginóse
al principio que le ronzaba una fiera, atraída por
sus juramentos enérgicos y por las violentas sa-
cudidas del alazán al chapuzarse en las cuencas
traidoras.
Pero pronto modificó su creencia, así que el
viento trajo á sus narices un efluvio de grasa ó
pella de «peludo», y díjose:
— Indio se me hace.
El bulto se detuvo á mitad de su marcha, y
Velarde quedó con su vista fija en él y la lanza
cruzada por delante del rostro y el pecho verti-
calmente, en previsión de una flecha corta ó de
un golpe de bola.
Apenas la aurora dilató sus luces por el es-
pacio é hiciéronse algo distintos los objetos, Is-
mael bajó la lanza, y sin dejar de mirar con fijeza
su fantasma, dio una gran voz al reconocerle:
— ¡Tacuabé!
El bulto que se escurría sobre el verde, era
en verdad uno de los indios amigos de la par-
tida de Venancio, así llamado, que á impulsos
ISMAEL 223
del instinto del carcheo, había llegado hasta allí
en la persecución y husmeaba á la distancia una
presa, creyendo que el que se debatía en las cié-
nagas era un soldado de la fuerza dispersa.
Con su oído sutil y su mirada perspicaz, se
había venido al rumbo, atando antes su caballo
á una « sombra de toro » de las que cubrían á
trechos el llano, y puéstose á atisbar los movi-
mientos desesperados del ginete, avanzándose al
fin con el cuchillo en la boca por el terreno firme
y angosto que formaba como istmos en aquella
red de pantanos.
Al grito de Ismael el indio levantó la cabeza,
y púsose de pie. Lo que él creyó presa segura,
era blaiico amigo. Pronunció en voz baja y en su
idioma algunas palabras, y fuese acercando mue-
lle y lentamente.
Ayudó mudo é impasible á Ismael, haciéndole
saltar en seco, á dos varas apenas del sitio en
que se hundiera el alazán; y, después, siempre
sin decir^ palabra, cogióle la bota de cuero de
nutria que llevaba atada á la cintura, y se la
empinó en la boca trasegando largos sorbos de
aguardiente.
Dio un ligero chasquido con la lengua y los
labios, y púsose á mirar el horizonte.
Ismael sacó un trozo de . tabaco negro del
cinto, cortó con un cuchillo un pedazo y dióselo
á Tacuabé, diciendo con todo su aire calmoso:
— Pa mascar.
224 E. ACEVEDO DÍAZ
El indio cogió el tabaco, lo mordió despacio
arrancándole un fragmento con sus dientes blan-
cos, pequeños y cortantes como cuchillas, y co-
menzó á revolverlo en la cavidad bucal sin un
solo visaje.
Ismael entretanto, tiraba del cabestro, y azu-
zaba al alazán con el rebenque para que aban-
donase la hoya de lodo pútrido; lo que consiguió
después de ruda faena, arrastrando al animal
casi entumecido por la costra sólida, iluminada
ya por el sol naciente.
Tacuabé seguíale silencioso, reuniendo en la
boca buena cantidad de zumo de tabaco para
confundirlo y tragarlo luego con un buche de
alcohol.
Abandonaban aquellos sitios atormentados por
el tábano y la mosca brava, cubiertos de barro
y de abrojos.
Lejos de ellos, Ismael echó pie á tierra junto á
una cañada de aguas transparentes; desensilló su
caballo, tendiendo al sol las piezas de su « recado >
después de lavarlas, y desnudóse á su vez, para
hacer lo mismo con sus ropas.
En seguida obligó á entrar al agua al alazán,
y le roció bien los lomos.
Concluida esta diligencia, condújolo á un tre-
cho de pasto alto, en donde muy pronto el ca-
ballo se revolcó hipando.
Después, quedóse él con la vista en el agua.
Descalzóse las espuelas y las botas, que frotó
ISMAEL 225
con los dedos en la corriente hasta limpiarlas del
lodo, y tirándolas sobre la hierba, dijo, resollante:
— A sacar la mugre.
Y se entró en la cuenca, donde se zabulló,
resurgiendo á poco con la cabellera de mujer
negra y lustrosa, distendida á lo largo del crá-
neo y de la espalda, cuya blancura hacía con-
traste con su cuello tostado y enrojecido.
Tacuabé, lejos de imitarle, dejó pastar á su
caballo sin bajarle la dura carona, ni extraerle
el bocado que le servía de gobierno.
Por su parte, él se echó en el suelo boca abajo,
masticando ahora un trozo de la « mulita > de Is-
mael, que habíase atrapado por rapaz instinto; y
contemplábale en sus chapuces con un gesto
de glacial indiferencia, caídas las greñas sobre los
hombros y rozando los pastos, en los que se escon-
día su cuerpo lleno de untos, tierra y costurones.
Una hora más tarde, alejábanse á buen trote
de este lugar.
En la imposibilidad de seguir la columna de
Benavides, que debía haber emprendido marchas
forzadas por rumbos desconocidos, Ismael se de-
terminó á sepultarse de nuevo en los montes del
Río Negro.
La existencia azarosa del matrero reinicióse
para él por algunos días; hasta que al caer de
una tarde, Tacuabé, que había desaparecido desde
muchas horas antes, entróse al monte con la nueva
de que andaban «amigos» en el campo.
16
226 E. ACEVEDO DÍAZ
El indio no se había equivocado.
Una fuerza revolucionaria campeaba entre los
dos ríos, llamando á sus filas á los hombres va-
lerosos al grito de «independencia».
Ismael y Tacuabé ocuparon en ese nuevo es-
cuadrón su puesto de combate.
XXXII
Aquella fuerza á que se había incorporado Is-
mael, se componía de los contingentes reunidos
de la zona comprendida entre los ríos Yí y Ne-
gro; y venía mandada por Félix Rivera, vecino
de excelente fama y prestigio, - á la sazón que-
brantado por una dolencia que debía concluir
con él á las pocas jornadas.
Félix, como todos los tenientes que sirvieron
al principio de la lucha, era un jefe improvisado,
si bien hubiese figurado en calidad de oficial de
milicias bajo el régimen colonial.
Patriota y resuelto, su gruesa partida le seguía
con fe, mal armada, pero llena de entusiasmo y
de denuedo. Aquel nuevo escuadrón buscaba á
través de las grandes distancias, lo que por otros
rumbos lejanos venían intentando otras huestes,
— su unión con el núcleo principal ó con los
ISMAEL 227
grupos ya organizados en cuerpos compactos, —
á manera de esas ondas rumorosas que en las
playas de Maldonado se van sucediendo en es-
calones para refundir al fin sus bramidos en un
solo y colosal estruendo.
Algunos indígenas, expertos y durísimos gi-
netes, acompañaban esta columna también, guián-
dola uno de ellos como baqueano por esteros
y montes, cuyas entradas y vados descubría con
certeza entre las sombras mismas de la noche.
La tropa revolucionaria forzando sus marchas,
entróse en las serranías de Minas, escurrióse por
sus valles prolongados y estrechos, engrosán-
dose aquí y acullá con distintos grupos.
En una de esas marchas ocurrió un suceso in-
teresante.
Llamaba la atención en el campamento un
gauchito conversador y simpático.
Veíasele de fogón en fogón, echando su cuarto
á espadas en todas las cuestiones de bregas y
carreras que en ellos se departían ; cuando no en
juegos de manos ó de rebenque con otros com-
pañeros, canchando con estrépito ; ó en disputa
acalorada sobre de quién era la trampa en una
partida de taba ; y no pocas veces apoderándose del
mate y aun de la caldera ajena para servirse á
su gusto del brevaje mientras durase el agua
caliente.
Al principio, esto ocasionaba pendencias y al-
tercados; pero como el mozo era hermano del
228 E. ACEVEDO DÍAZ
jefe de la partida, tolerábasele con frecuencia su
espíritu de travesura.
Por otra parte, hacía él uso de chistes y gra-
cejos que acogían bien los paisanos, y le daban
lugar de preferencia en los fogones. Ciertas cua-
lidades externas, por decirlo así, recomendáronle
también desde el principio.
Diestro para el caballo, siempre en continuo
movimiento, campero sagaz, rastreador certero, su
actividad y osadía tenían pocos ejemplares.
No obstaban estos méritos á que él gastase
bromas de mal género con sus camaradas.
Reíase luego de los reclamos y protestas. —
Decidor, insinuante, socarrón y liberal en sus há-
bitos, daba lo propio sin reservas, así como
echaba mano de lo que no era suyo por una
propensión casi ingénita, á semejanza del zorro
y de la urraca. Tenía en los ojos una mirada
constante de pilluelo, y en los labios alguna ocu-
rrencia picante y sabrosa que desarmaba casi de
súbito, como un golpe de lanceta en la san-
gría.
Jovial, quiebra, comadrero, entraba á un peri-
cón con los brazos abiertos, la cabeza echada
atrás, el vientre en giro de peonza y las piernas
encogidas, embrollando ó aturdiendo á las crio-
llas, que concluían por aficionársele y dar lugar
á alguna gresca de sable y daga.
Las chinas y el juego le sacaban de quicio.
Sus sensualismos rayaban en extremos; por
ISMAEL 229
manera que, siendo su organismo vigoroso, la
saciedad era difícil.
Después de un baile ó una orgía grotesca en los
ranchos, montaba á caballo contento, y aun
cuando fuera nocturna la marcha, de crepúsculo
á crepúsculo, él amanecía tieso y firme, cual si
formara parte integrante de su cabalgadura.
Sin monedas en su « cinto », transformábase en
taimado y taciturno, adquiriendo entonces una
movilidad increíble su natural inquieto, hasta
conseguir la satisfacción de su apetito insaciable.
La pasión del juego le subyugaba por entero,
y por esta circunstancia traía alborotado el cam-
pamento, en cada uno de cuyos viv^acs dejaba
lenguas, ganase ó perdiese. Esa pasión lo había
hecho su siervo, — al igual que una viciosa llena
de encantos al mancebo ardiente que consume
en sus brazos. Jugaba, pues, sin escrúpulos por
tendencia irreductible, sin importársele nada del
juicio ó la censura de los otros. Esta propensión
tomó desarrollo é incremento en su vida errante,
y en su roce familiar con los matreros, entre
los cuales había buscado refugio al alejarse de
la casa paterna.
De esta existencia errática pasó á la no me-
nos agitada del campamento revolucionario, en
el vigor de su juventud, perfectamente confor-
mado para la lucha, física y m oralmente, á la vez
que lleno de resabios y de instintos indomables.
Era centauro, guerrillero, gauchi- político, bai-
230 E. ACEVEDO DÍAZ
larín, tahúr, manirrota, tramposo, camorrista ; y
en el desenvolvimiento gradual de estas calida-
des, los paisanos concluyeron por mirarle con
interés. Como buen engendro del clima, él po-
seía, — y ellos se apercibieron del fenómeno, —
algo del puma, del zorro y del ñandú.
Tenía la faz morena, nariz bien delineada,
frente de regular amplitud, boca de labio infe-
rior carnudo, el torso erguido, garboso el con-
tinente. Cierto aire indígena le llenaba de origi-
nalidad y colorido. El viento, , el sol, el aroma
sensual de las soledades habían oscurecido más
aún su tez y nutrido sus pulmones.
Los paisanos conocíanle bajo el nombre de
Frutos, corrupción del de Fructuoso.
Al principio chocó él con Ismael; pero, muy
pronto, descubriéndole Frutos la dureza de la
fibra, hízose su amigo, con esa viveza peculiar
que debía caracterizarle en lo futuro para cono-
cer y sondar los hombres.
El joven gaucho de cara de mujer y entraña
de valiente, fué desde entonces su camarada de
fogón y de aventuras.
Un día que jugaban al naipe, sorprendió á
Frutos el aviso de que su hermano Félix se en-
contraba moribundo en su tienda de ramaje, y
que deseaba hablarle.
Algunos de los hombres del mando subalterno,
alféreces y sargentos, se habían reunido ya en
la tienda, cuando Frutos llegó apresuradamente.
ISMAEL 231
Félix dirigió entonces la palabra á la reu-
nión, manifestando que, próximo á su fin por la
agravación sobrevenida en su dolencia, intere-
saba á la causa que se designase cuanto antes
á la persona que debía sucederle en el mando
de la fuerza, hasta tanto D. José Artigas resol-
viese sobre la efectividad del nombramiento ; que
al efecto, indicaba él á su hermano Fructuoso
como su reemplazante, y pedía á todos sus com-
pañeros de armas le prestasen respeto y obe-
diencia.
Esta expresión de última voluntad de un hom-
bre patriota, fué acatada en el acto. Así tam-
bién lo imponía la fuerza de la costumbre.
Producido el fallecimiento poco después, Fru-
tos fué reconocido en su nuevo carácter por la
milicia.
El travieso campero sintió entonces por pri-
mera vez quizás, una impresión profunda de ha-
lago é íntimo goce. ¡ Mandaba una hueste !
Recién se apercibía que en medio de las bo-
rrascosas pasiones de sus veinte años, existía
una absorbente y despótica, verdadero acicate
de su genio activo, díscolo y enredador, — la am-
bición de mando, — que había de arrastrarlo
desde la escena de terribles vorágines, al fausto
y á la pompa de la vida regalada.
Frutos empezó á crecerse, y supo hacerse obe-
decer. Era dominante, y tenía todo el instinto
de absorción que singulariza al régulo.
232 E. ACEVEDO DÍAZ
El caudillo surgía de su agreste envoltura, en
los albores de juventud, encelado y brioso, lo
mismo que el semental que se larga del potril
rumbo á la dehesa, con las crines revueltas y
el ojo hecho ascua.
Todos los gustos sensuales y las . ambiciones
ardientes rebosaban en el fuerte temperamento
de Frutos sin que en su cerebro mermase nunca
el fósforo de la astucia ; y en su nueva posición,
caudillo y obedecido, señor de lanza y bande-
rola, comenzó á campar con altiva osadía. j
Este tipo criollo, fundido, como se ve, en molde \
nada común, debía ser en el andar de los tiem-
pos un candidato seguro á la admiración de las
huestes indisciplinadas, á la vez que á los altos
puestos y honores.
Debía serlo ....
Como todos los hombres que hacen gesto
enérgico al destino, presintiendo quizás dentro
de sí mismos la mayor suma de audacia y de
vigor, no se preocupaba seriamente del futuro.
Tenía fe en las circunstancias en medio de las
cuales había surgido, en la corriente del tiempo
en que se embarcaba, sin dejar en pos más que
recuerdos tristes de juventud turbulenta.
Cuando el mocetón de una tribu ya diezmada
y abatida se resolvía á abandonar el toldo á
las márgenes de los grandes ríos, en busca de
más pi-ofundas soledades, ahuecaba groseramente
un tronco, fabricaba una pala y se abandonaba
ISMAEL 233
osado á la aventura, enhiesta la pluma de ñandú
en su cráneo, el carcaj al flanco, y una sonrisa
de desafío en sus labios.
Ese camino andaba, y le llevaría lejos.
Las revoluciones son, en cierta manera, cami-
nos que andan ; y Frutos se lanzó á sus olas,
solo, pobre, licencioso, sin miedo al contraste,
anhelante de impresiones, resuelto, con muecas
de desprecio al pasado y mirada de halcón al
porvenir, en cuyos senos oscuros se elevarían pe-
destales á la prepotencia personal.
¿No llegaría él á imponerse algún día?....
Se creía apto para arrastrar masas, á fuer de
arrojado, dúctil, sagaz, maleable, vicioso, periden-
ciero. El ingenio se anidaba bajo sus párpados,
y en sus manos estaban presas todas las mañas.
Ginete duro, marchador infatigable, hablador
locuaz, camarada libertino dentro y fuera de su
tienda, con rasgos de generosidad y nobleza en
medio de su misma disipación, conocía el se-
creto de seducir y de imperar sobre la hueste,
cuidando de no hacerla conocer nunca el rigor
de- la disciplina ni la regla del orden ; pues, no
poseyendo él mismo escuela militar, sabía bien
que el prestigio se cimentaba sobre la abolición
absoluta de la ordenanza y de la pena.
Podría comparársele á caballo en sus marchas
vertiginosas, al ser biforme que abatiera la maza
de Hércules, porque era en realidad un ágil cen-
tauro lleno de fuerza y de osadía.
234 E.^ACEVEDO DÍAZ
En este tronco extraño sin fondo moral, —
único tal vez en su género, — la savia producía,
como hemos dicho, buenos y malos frutos ; por
manera que se mezclaban en él las más toscas
vulgaridades con las inspiraciones y arranques
de un espíritu inteligente. Parecía llamado á im-
provisar en todos sus conflictos actitudes singu-
lares, cediendo sin esfuerzos ó ensamblándose en
las situaciones críticas como la madera fina so-
bre la gruesa. En su vida de campamento dio
á la astucia 'lugar preferente, sin perjuicio de la
iniciativa en la acción ; semejante al metal que
se extiende bajo el martillo ó en hilos delga-
dos, casi impalpables, se doblegaba ó escurría,
y ponía miedo á sus propios bríos con la misma
asombrosa facilidad con que los exasperaba y
embravecía en hora oportuna.
XXXIII
En la época en que lo presentamos. Frutos
era muy joven.
Sus veinte y tres años no cumplidos, que des-
bordaban savia, se envanecieron en los primeros
días con los honores del mando.
Tenía él una hueste para pelear y vencer á
los « godos », y era preciso mostrarse jefe.
ISMAEL 235
El fuero del caudillo principió á regir; orga-
nizó la gente á su manera, y el movimiento or-
dinario de la mesnada llegó á convertirse á ve-
ces en torbellino.
Las marchas y contramarchas se sucedían con
velocidad extrema; considerables «caballadas»,
recogidas por doquiera, precipitábanse en ruidoso
tropel á retaguardia y á los flancos de la co-
lumna; acampábase en sitios donde abundara la
hacienda «flor», ó sea gorda y selecta, para vol-
tear reses cuya carne hiciese olvidar al soldado
sus fatigas; dormíase pocas horas por la noche
y quedaba desierto el| campamento antes de rom-
per la aurora, cuando no se hacía camino de
tarde al alba, y sueño á la luz del día; aumen-
tábanse las filas con desertores y matreros, al-
gunos de ellos jicompañados de chinas crudas
pero jóvenes, y no pocas agraciadas, que eran
el regocijo del comandante; fabricábanse lanzas
2n las herrerías del trayecto, y se perseguía á
los destacamentos aislados que refluían hacia la
capital para formar núcleos y resistir la embes-
tida.
Todo aquello, á no dudarlo, traía alarmados á
los defensores del sistema secular. Parecía es-
trecharse su círculo de acción, reducirse á un es-
pacio sin holgura, pues de todos los vientos lle-
gaban los siniestros voceríos de la gente suble-
vada.
Era que el grito de independencia, extraño,
236 E. ACEVEDO DÍAZ
nuevo, seductor, hiriendo en lo vivo los instintos
y halagando vagos anhelos, iba en repercusiones
vibrantes extendiéndose por comarcas y desiertos.
A sus ecos, los criollos respondían lanzándose
á las armas; y hasta el salvaje en sus toldos le-
vantaba la cabeza, para arrojar un alarido de
guerra.
En medió de sus correrías y rápidos zigzag-s
por sierras y montes, supo Frutos que los veci-
nos de Maldonadó se habían adherido al movi-
miento bajo las órdenes de Manuel Francisco
Artigas; y en el deseo de presentarse ante el jefe
superior que debía ya pisar el suelo de su país,
con un contingente considerable, resolvió invitar
á la reunión con las suyas, aquellas milicias, para
emprender en seguida la marcha á través del te-
rritorio.
Ismael ofrecióse como emisario. Continuaba su
odisea borrascosa.
Habíase apoderado de él un afán insaciable de
movilidad.
Aparte de sus hábitos de vida errante, parecía
haberle trasmitido algo de su fluido vertiginoso
la vorágine del tiempo.
Su natural indolente gozábase en las emocio-
nes de la aventura y del peligro, como si ellas
le hicieran olvidar alguna pena negra.
Halagábale la posibilidad de volver á las riberas
del Santa Lucía con una partida gruesa de hom-
bres guapos, y de campar por allí á punta de
hierro, dejando sólo á Dios que perdonase.
ISMAEL 237
La travesía, pues, á Maldonado, le cautivó, en
la esperanza de encontrar entre las gentes de los
esteros y valles, quiénes se resolvieran á entrarse
en el riñon del país.
Esta vez, como se verá, Ismael estuvo certero.
Frutos dióle cinco hombres, entre los cuales
se distinguía por su cuerpo macizo nuestro indio
Tacuabé.
Y dijo á Velarde, al despedirlo, señalándole al
charrúa:
— Es de los pocos mansos. Hacele rastrear el
rumbo.
Tacuabé se había puesto delante, montado en
un « oscuro » de planta vigorosa.
Ismael siguió sus pasos, mirando de soslayo la
robusta contextura de su camarada del estero.
Pertenecía en realidad á la misma raza indó-
mita, cuyos últimos guerreros al escapar cho-
rreando sangre de la matanza de la Boca del
Tigre, veinte años después, habían de decir al
caudillo impasible, y entonces prepotente : / Mira
Frutos matando amigos! — para perderse en las
selvas del norte y librar el último combate á
muerte, en el que su último cacique como trofeo
de expiatoria hecatombe, debía enastar en el hie-
rro de su lanza las venas de Bernabé, uno de
los orientales más bravos que haya abortado la
leonera de los caudillos.
238 E. ACEVEDO DÍAZ
XXXIV
En tanto ocurrían estos hechos en la zona del
levante, hacia el centro del país tomaba propor-
ciones el hervor revolucionario venciendo resis-
tencias y arrastrando . á los hombres en su tu-
multuosa corriente.
Sacudíase todo el armazón de la colonia como
una coraza vieja en el tronco de un esqueleto,
al soplo de un « pampero » de borrasca.
Los gauchos de los ribazos del Arroyo Grande
habían seguido el ejemplo de sus compañeros de
otros distritos, reuniéndose en gran grupo á las
órdenes de dos paraguayos, Baltasar y Marcos
Vargas, vecinos de Porongos.
El grupo era compuesto de hombres de entraña,
avezados al encuentro, aguerridos en la pelea os-
cura, confundiéndose en las mismas filas los sol-
dados de la antigua milicia con los gauchos
errantes. .
Balta, — como llamaban al mayor de los her-
manos sus compañeros, — era un tipo de empresa
y de aventura, decidido y valeroso, que años des-
pués, perdido el rumbo en la furiosa oleada de
aquellos tiempos, debía caer bajo las garras del
primer tirano de su patria.
ISMAEL 239
Cualquier terreno era adecuado para la pelea,
entonces, en que un profundo sentimiento ame-
ricano vinculaba estrechamente los espíritus va-
roniles. Concíbese así que Balta, oriundo del Pa-
raguay, hiciera suya la causa de los orientales,
y le siguiesen numerosos adeptos.
En esta partida terrible, figuraban cuatro hem-
bras de un VBlor nada común.
No eran precisamente de esos seres que hacen
sobrellevar con resignación sus fatigas al soldado,
ó que se consagran á rCvStañar sus heridas una
vez retirados del fuego.
Ni vivanderas, ni enfermeras, — en la acepción
más noble de estos vocablos.
Eran sencillamente rudos dragones, hábiles en
el manejo del caballo y de la lanza ó el sable,
vestidas de hombre, y capaces de ejecutar en las
horas de prueba los mismos actos de un esfor-
zado varón.
En el escuadrón volante gozaban de esa fama,
y una de ellas había merecido las ginetas de sar-
gento. Esta cruda amazona llamábase Sinforosa.
Con su boca de labios finos y dentadura de loba,
su nariz chata y sus ojillos de coatí, podía ser
confundida con un cacique de raza, de esos que
tenían tres pelillos por bigotes y algún perigallo
en el cuello. Se imponía en la pelea, á la par de
sus tres compañeras de aventuras.
Esta curiosa cuaternidad intrigaba el campa-
mento.
En tanto
levante, ha
Clones el i
tencias y .
multuosa •
Sacudíí
una cora,
al soplo
Los g:
habían s
otros di
órdenes
Vargas
Elgr
avezad
cura, f
dados
errant
242 E. AGEVEDO DÍAZ
brazos no se ocupaban en otra faena que en es-
grimir las armas, ó en afilarlas, y éso fué obra
de más de dos lustros. La vida marcial desterró
por diez añps, — lapso precisamente del ostracismo
griego, — el arado y el pico. Sangre y no sudor,
regaba la tierra.
Una segunda naturaleza, un carácter nuevo con
todas las asperezas de una formación tosca, se
fundía en el viejo molde de la familia colonial,
que se iba rompiendo con estruendo en todas sus
piezas, abortando el tipo derivado y confundiendo
las castas en una lucha común, sin rumbos bien
definidos ni aspiraciones subordinadas á un ideal
fijo y luminoso.
Blancos, negros, mestizos, bronceados formaban
en las mismas filas. Las mujeres de raza alterna*
ban con los hombres de pelea; y de esta junción,
de esta fi-atemidad del valor y de la audacia, de
esta existencia azarosa y turbulenta que iba de-
jando dispersas sus semillas en un terreno remo-
vido sin cesar por los escuadrones en troi>el, for-
mábase paulatinamente aquel «espíritu nuevo i
de que hablaba Fray Benito, cuyo germen cua-
jaba al azar, librado á las fuerzas de la natura-
leza y calentado luego por los instintos locales,
lo mismo que un huevo de anfibio poderoso al
calor de las arenas.
Las indias semi-civilizadas, los zambos de in-
dios, los cambujos constituían una hueste nume-
rosa en la nacionalidad que se fundía. Los tupa-
ZHMAEL 243
maros de la clase inferior cruzaban con ellos sn
sangre, y brotaban engendros con desviación más
acentuada del tipo originario; sólo en los focos
de población importante se conservaba la prístina
pureza^ y hasta el hábito de antaño, de orgulloso
predominio.
Así como el aduar del gnerrero indígena era
también el de su familia, había su mezcla singu-
lar de hogar y de vivac en los primeros ejérci-
tos de la independencia.
Odios santos, sensualismos y amores, todo en
ellos se refundía.
Las costumbres del desierto se ataban con el
nudo del heroísmo. Los párvulos solían nacer al
ruido de los clarines, ó á poca distancia del es-
tridor de la pelea, como engendros de guerra; y
era sü bautismo el humo de la pólvora.
Sinforosa resumía las propensiones idiosincrá-
sicas del tipo nativo. No quería su tierra y sus
campiñas sino para los criollos, y transformábase
en furiosa amazona en el campo de la acción,
con un sable á la cintura y una lanza de moha-
rra curva en la diestra.
Despreciaba las armas de fuego, porque el pe-
dernal fallaba á cada instante. Con el hierro se
medía bien el bulto y el golpe era más certero.
Mascaba tabaco y se entonaba con aguardiente
Joven y robusta, no la rendía la fatiga, ni la
abrumaban las largas marchas á caballo por la
noche; marchas comunmente llenas de inquietu-
244 E. ACEVEDO DÍAZ
des y peripecias, de avances y retrocesos, sor-
presas y combates parciales, en los que se re-
quiere vigor físico, valor y presencia de ánimo
para imponerse á la aventura y al peligro.
Tenía sus liviandades y sus grescas de fogón,
como sus compañeras; entonces, á semejanza de
Aquiles, cambiaba de tienda, y aun se escondía
de noche en alguna cañada seca cubierta de pa-
jizales, para burjar al trompa del escuadrón, su
preferido.
Allí se mantenía arisca como un coatí, hasta
la hora de diana.
XXXV
Ese su galán, se llamaba Casimiro Alcoba, y
era un zambo de indio morrudo y alegre, color
de cacao, ojos pequeños muy brillantes, boca
grande con dientes de criatura, ancho de espal-
das, y pie tan breve como el de una muchacha
impúbera.
De un pie semejante, era por donde Sinforosa
había comenzado por enamorarse, en cuanto al
detalle; pues la primera causal de su pasión, ha-
bía sido la bravura con que el trompa la librara
de la muerte en un entrevero.
ISMAEL 245
Casimiro era el único clarín de aquella tropa
de centauros. Había servido en un regimiento de
milicias con Benavides, entonces cabo, bajo el
dominio español; y en aquella época, aun no le-
jana, había ensayado la trompa con éxito y tam-
"bien revistado en una banda lisa.
El instrumento bélico, lisiado ó inválido en va-
rias paites del tubo, había sido sustraído de un
cuerpo de guardia de San José, en donde estaba
arrumbado, por el mismo cambujo en la noche
de su deserción.
Las soldaduras de estaño le quitaron luego el
aspecto de flauta que ofrecía su cuello de bronce,
y cuando Casimiro ponía sus anchos labios en
la embocadura, el instrumento parecía arrojar no-
tas más agudas que en sus buenas épocas.
En las refriegas á sable corvo y lanzas de me-
dia luna, Sinforosa á horcajadas en un cebruno
entero solía gritar al cambujo en medio del cho-
que de armas y caballos:
— ¡Camero! . . . ¡Mete las pulpas en el tubo,
mandria !
El bravo cambujo, á quien su hembra mote-
jaba con el nombre de Camero^ acercaba á la em-
bocadura sus gruesos labios, que era como re-
fundir una trompa en otra trompa, y salían en-
tonces del retorcido bronce esas notas que con-
vierten en furor el denuedo -del soldado, y que
los caballos contestan con enérgicos relinchos,
trémulos, con el ojo encendido, los molares como
246 E. ACEVEDO DÍAZ
engarzados en el freno y las crines sacudidas bajo
el hervor de la sangre generosa.
El se vengaba de las' demasías de aquella vi-
vandera formidable, llamándola Stnfora, y echán-
dole en el botijo de « caña » fuerte con que brin-
daba á los soldados del escuadrón, todo un car-
tucho de pólvora gruesa, de la que se usaba para
carga de las tercerolas de chispa.
Verdad que él mismo se aplicaba frecuente-
mente la pena, echando un trago de aquel hquido
abrasador en su garganta y que aun lo extrañaba,
de veras momentos antes de entrar en pelea. ^ —
Lo que es á Sinfora, el licor le sabía siempre
bien.
Los tres gustos de Casimiro se resumían, pues,
en estas tres cosas:
Sinfora, caña y pólvora.
Y era á mérito del primero que él se había
permitido poner á prueba la fecundidad de la
amazona terrible, para que no se extinguiese « la
casta ». Tenía ella que dar buenos dragones. De
ahí que Sinforosa hubiese engrosado notable-
mente, y esto había tenido su principio mucho
antes de que Perico el Bailarín y Venancio dieran
el grito de libertad en Asencio.
A la sazón, Sinforosa se iba en bulto, y pa-
recía á caballo con su cara chata, sus pechos sa-
lientes y su gran vientre una peonza con ojillos
y verruga.
No demoró ella en disimular su obesidad falsa
laocÁSL 247
ciñéndose una faja; y se cinchó sin piedad, hasta
disminuir casi en dos tercios el volumen.
Esto apresuró el suceso, y las caderas empe-
zaron á resentirse seriamente. Con todo, ella se-
guía en sus tareas habituales de campamento, re-
cogía leña en el monte para su fogón, desollaba
ovejas, iba al arroyo por agua, ataba los caba-
llos á la estaca, ponía la carne en el asador, y
aun se permitía algún solaz con los pujantes dra-
gones sin casco ni coraza, de Baltasar Vargas.
En cierto día, del alba al meridiano, el escua-
drón hizo una jornada de diez leguas á trote
firme con ligeras treguas, al solo objeto de dar
resuello á las cabalgaduras.
Cuando se mandó acampar, Sinforosa, que ve-
nía acosada por los dolores, siguió á prisa su
marcha hacia unos árboles pequeños que hacían
isleta junto al arroyo.
Casimiro que no se había apeado todavía, dí-
jola al pasar:
— ¿Aónde vas juyendo Sinfora?
Ella que iba mascando tabaco, escupió con un
visaje iracundo, desprendióse el botijo de aguar-
diente, que á manera de cantimplora llevaba atado
á la cintura, lo dejó caer en el pasto, y contestó:
— ¡ Mi apura er guachito, sarnoso !
El clarín se echó á reir.
Ella prosiguió su marcha á trote largo, mos-
trando 'el puño.
Más adelante, dejó caer el sable corvo y la
248 E. ACEVEDO DÍAZ
caldera y una calabaza de pico enorme y un
pedazo de tabaco negro. Las angustias aumen-
^o Vvon
taban.
XXXVI
Sinforosa no perdió por eso el ánimo.
La fiera amazona no podía arredrarse ante un
fenómeno natural como el que sentía operarse en
sus entrañas de indígena bravia.
Arrojóse sin ayuda del caballo en un trecho de
verde y abundante gramilla casi encima del borde
del arroyo, al reparo de los arrayanes en grupo ;
levantóse la pollera corta, hasta enseñar por en-
cima de las rodillas dos piernas fornidas ^algo
cambadas, color de cobre ; echóse en las hierbas
dando una especie de rugido, ahogado por la ener-
gía indómita, y sacudió los brazos bajo su ca-
beza cubierta de greñas con las manos bien
abiertas y temblantes^ buscando dónde cogerse.
La acometía un dolor agudo en las caderas.
Al fin, sus dedos tropezaron con un tronco
de arrayán, y se afirmaron en él como dos te-
nazas.
El cuerpo de Sinforosa se agitaba y encogía á
uno y otro lado en contorsiones violentas; pero
ISMAEL 249
ella pugnaba por dominar el trance; y, con los
ojos cerrados, había como hundido en su labio
inferior sus dientes pequeños, blancos y filosos,
para sofocar el quejido, y aumentar el esfuerzo.
Por dos veces creyó triunfar, y otras tantas se
retorció.
Algunos minutos quedóse inmóvil, como muerta.
Luego se estremeció, arrancóse la vincha entre
temblores, volvió á aferrarse al tronco hasta ha-
cerse un arco, y de pronto lanzó un grito, echando
aun lado la cabeza. Algo se removía al alcance de
su brazo en medio de vagidos ; mas Sfiíforosa de-
jóse estar quieta por largos momentos. Sabía ella
bien que lo que allí se movía era un criollito
herrendo ,en negro.
Solamente abrió los ojos al graznar de un cuervo
de cabeza calva, que intentó abatirse sobre el
grupo.
Entonces, ella se puso sobre los codos, apretó
los labios colérica, y escupió hacia arriba.
El cuervo pasó con las alas tendidas, mirando
abajo, entreabierto el curvo pico, como si hu-
biese atisbado desde muy alto una presa se-
gura.
Sinforosa se acomodó despacio maniobrando á
su manera ; .incorporóse en parte, irguiendo el cue-
llo ; echó su zarpa corta y gorda á la criatura ;
fuéla atrayendo poco á poco hasta colocarla á
un lado y la cubrió con el girón de poncho ó
bayeta.
250 E. ACEVEDO DÍAZ
* Después de este esfuerzo, quedóse boca arriba,
y se durmió.
Despertáronla al cabo de dos horas, las notas
del clarín.
Sinforosa sintió quebranto y un gran calor.
Los tábanos zumbaban por doquiera, y uno
de ellos se le había prendido en la frente, en donde
aun se solazaba su trompa. Sinforosa se dio un
manotón con ira en la parte dañada, y el tábano
cayó muerto, dejando en aquélla un coágulo de
sangre roja.
En seguiÜa este puma hembra alargó el brazo
hasta el borde del arroyo, que, como hemos dicho,
estaba muy próximo ; hundió la mano en el agua, y'
é
como satisfecha de su grado de templanza, cogió el.
párvulo, arrastróse un poco hacia el ribazo, y*
tendida siempre de lado, empezó á bañarlo por
entero.
Sin hacer caso de sus gritos plañideros, lo
sumergió dos veces en el arroyo, y frotóle ^el
cuerpecito color de tabaco con la misma bayeta
que le había servido de envoltorio.
Cubriólo luego con el lienzo con que ella se-
manas antes se fajara el vientre, y lo arrojó
en el pasto, donde rodó como un gusano de
parra.
Después ella se arrojó al arroyo y se bañó.
Casimiro, en tanto, se había acercado á un
rancho ó puesto^ de allí distante una milla, en
procura de alguna espiga de maíz ó de un
laocAEL 251
poco de yerba-mate con que proveer á su mísero
vivac.
Una vez allí, sólo pudo aplacar la sed en un
piporro ó botijo de barro sin asa; pues en el
rancho^ habitado por dos mujeres y tres ó cua-
tro chicueios descalzos que andaban mezclados
con los mastines, no había más yerba en ese día
que para una cebadura.
Una de las mujeres dijo al cambujo que « su
hombre », á la sazón ausente, traería provisiones
en esa tarde, y que si él quería volver para enton-
ces, no le faltaría con que merendar.
Casimiro agradeció ; y ya se iba, cuando vínosele
aig^o á la memoria.
Llamó aparte á la mujer, rascóse entre la me-
lena lacia y polvorienta, echóse el clarín á la es-
palda, y por fin díjole algo á media voz seña-
lando el grupo de arrayanes, cuyas copas se
divisaban sobre la línea de una lomada baja.
Repuso la paisana al oirle:
— Por projimidá se ha de hacer. ¿ En el playo,
dice?
— Mesmito. Y Dios se lo pague, doña.
El cambujo regresó en seguida al campamento.
Media hora después, Casimiro se embocaba el
clarín viejo para tocar marcha.
Soplando con todo el vigor de sus pulmo-
nes, junto á su jefe, en movimiento ya el es-
cuadrón, echó una última mirada al grupo de
arrayanes.
353 K. ACEVEDO DÍAZ
Sinforosa, que después del baño se había
tendido en el pasto, sintió el toque de mar-
cha, como todos los del clarín, por ella bien
conocido.
A sus ecos marciales se incorporó de súbito
y púsose á temblar, tendiendo el brazo con el
puño crispado como amenazando á un enemigo
invisible.
Y á medida que los sones se alejaban para
cesar bien luego, y que sintió estremecerse el
suelo bajo los cascos de aquel trozo de caballe-
ría guerrera, de ginetes de vincha y brazo arre-
mangado, espesas barbas y revueltas melenas,
cuyas enormes espuelas al trotar en la pendiente
hacían una música feroz, enderezóse hasta que-
dar sentada ; arrancó furiosa con ambas manos
la hierba que arrojó, haciendo una mueca de
máscara hacia el rumbo del escuadrón, y de-
jóse caer desvanecida en su lecho de tréboles y
gram illas.
ISMAEL 253
XXXVII
Dejamos á Ismael y sus compañeros camino
de Maldonado, en busca de las milicias suble-
vadas.
En sus largas horas de marcha, Velarde encor-
vado en su cabalgadura mantúvose silencioso con
la mirada vaga perdida en el verdigay de las cu-
chillas.
Sin dejar de ser brusco, sensual y atrevido, el
joven gaucho tenía la imaginación ardiente y la ín-
dole un tanto apasionada. No olvidaba los afectos
ni los odios.
Todo ello era propio de su raza y de sus hábi-
tos ; se lo habían dado el origen y el clima, la vida
errante y la soledad triste.
Reconcentrado y arisco, tenía muy vivo en la
memoria el recuerdo de los sucesos de la estan-
cia de Fuentes. — Acordábase de aquellos tiempos
de sus amores, cuando cruzaba el campo á me-
dia rienda entre los gritos del chajd y los silbi-
dos del ñandú, para sofrenar en la enramada al
caer la noche; ó cuando contra toda costumbre
recorría á pie algún arenal caliente, clavándose
espinas de la cruz, más duras que espuelas de
254 E. AGEVBDO DÍAZ
domar, para coger un camoatí ó una lechiguana
nueva que colgar en la cocina, sin decir palabra ; ó
cuando acosado por el celo y la rabia se metía
en el monte é iba arrancando al paso habas del
aire para tirárselas en montón á algún « carpincho »
lerdo ....
Y también recordaba que á la vuelta, después
de las horas robadas en siestas al trabajo, se
arreglaba con primor el pañuelo al cuello, terciaba
el ala del chambergo para lucir la melena, hacía
con gracia un nudo en la cola del « pingo », y
para ponerle airoso lo lanzaba a un rigor de
las 4 lloronas » sobre algún gamo como él vaga-
bundo que alzaba sus cuernos á la orilla del ba-
nado. . . •
Veníansele después otras cosas á la memoria.
La noche aquella en que Felisa fué á la tahona
y él comenzó á preludiar, sin saber por qué, —
como un pójaro que oye cerca el aleteo de la
hembra, cayéndosele la guitarra de las manos y
« entrando á encariciar á la moza » con toda la
fuerza del querer, hasta que vino el mayordomo
á quemarle la sangre < en mitad del gusto ».
De todo esto y mucho más se iba acordando
Ismael, y preguntábase qué habría sido de la po-
bre china, después de su brega con Almagro^
á quien él tendiera en el suelo de una puña-
lada.
De aquel rumbo, pocos venían. García de Zú-
ñiga y Fernando Torgués no habían dejado más
ISMAEL 255
que viejos é inválidos en los ranchos y « pue-
blitos » de ese pago. Por eso mismo Ismael an-
helaba incorporarse á una fuerza cualquiera que
se, dirigiese allí; lo trabajaba algo como un
disgusto de ausencia, una nostalgia de pago cada
día en aumento.
Los males del cuerpo tenían á veces sus re-
medios; y valían contra « el daño » la zarza y
la cepa, la « márcela » y el « tártago ». El
« guaycurú » ofrecía alivios, el « cambará » con-
suelos ; la yerba de las piedras era como un
aliento de ánimo bendita en los labios de las úl-
ceras.
Pero, aquel ansia casi brutal. que él sentía al
recordarse del goce, ¿qué güeña bruja lo ali-
viara ?
Las aventuras, los riesgos, los ruidos de la
guerra que de todos lados le llegaban en su tra-
vesía azarosa, encargábanse de contestar esta pre-
gunta.
Todo parecía conmovido en los distritos de la
costa.
En esos días habíase producido efectivamente
el alzamiento de las milicias del este, las que,
obedeciendo al impulso incontrastable de la ini-
. ciativa revolucionaria, habían entrado á la acción
sin pérdida de tiempo, apoderándose de Maldo-
nado, — la vieja ciudad colonial asentada entre
áridos arenales, como símbolo exacto y fiel del
sistema.
256 E. ACEVEDO DÍAZ
Esta sacudida había sido el resultado de los
trabajos emprendidos por Manuel Francisco Ar-
tigas, hermano del jefe de blandengues, segun-
dado en sus propósitos por algunos hombres in-
fluyentes de aquella jurisdicción. Entre estos re-
sueltos auxiliares debe mencionarse á Machado,
Pim*ienta,' Pérez y Bustamante, — quienes, como
los demás vecinos de importancia de otros pun-
tos del territorio que habían cooperado á las in-
surrecciones parciales con sus personas y dine-
ros, abrigaban fe en el prestigio y en la auto-
ridad qne ejercía en el país don José Gervasio
Artigas.
XXXVIII
Después de largas marchas pausadas, Ismael
y sus compañeros penetraron en lo arduo de la
región montañosa regada por hondos canales y
lagos, cubierta de morros y crestas, valles pro-
fundos, esteros y ciénagas, eslabones y estriba-
deros erizados de riscos, por cuyas sajaduras y ba-
rrancos rodaban gruesos caudales entre espumas
mugidoras.
* Varias veces perdieron el rumbo en medio de
aquellos conos azules, escarpados cerros y red
ISMAEL 257
de vertientes; y tuvieron que desandar el ca-
mino, para extraviarse de nuevo en una mañana
brumosa cerca de las ásperas faldas de Pan de
Azúcar.
Resolvióse hacer allí alto, en tanto Tacuabé
descubría el terreno en el flanco que aparecía despe-
jado, y por el que según pronto lo advirtieron, cru-
zaba la carretera ó camino real.
La niebla era muy densa, y no permitía descu-
brir los objetos sino á breves pasos. Unida á las
brumas naturales del suelo peñascoso, formaba una
de esas capas nutridas que á veces sólo la fuerza
del sol del meridiano puede deshacer. El viento pa-
recía dormido.
Tacuabé fuese adelantando con lentitud por el
llano, echado sobre el cuello de su « oscuro ».
En esa posición recorrió más de doscientas va-
ras sin tropiezo algnno, por un suelo que iba per-
diendo sus asperezas, y debía extenderse al frente
en suaves ondulaciones, á juzgar por el trayecto
andado.
De improviso, el indio sujetó su caballo, que había
parado Icis orejas en perfectas paralelas volviendo
el pabellón á vanguardia, y dado un soplo fuerte
con las narices.
Deslizóse en el acto del lomo con la agilidad
de un gato, y tendido sobre el vientre miró ade-
lante.
Al ras de la tierra la niebla un tanto elevada pei^
mitía distinguir á pequeña distancia los extremos
17
258 E. ACEVEDO DÍAZ
inferiores de los objetos, troncos de arbustos, y
aun cascos de caballos.
Estos cascos no eran pocos y se perdían allá en
lo denso de la niebla, regularmente alineados, y mo-
víanse impacientes como si soportasen el doble
peso de monturas y ginetes.
Si Tacuabé hubiera sabido contar ó calcular con
claridad y precisión, habría estimado en veinte y
cinco ó treinta el número de caballerías allí
quietas.
Otra circunstancia interesante pas6 desaper-
cibida para el rastreador; y era la de qué es-
tas caballerías estaban divididas en escalones sobre
una lomada, cayendo las últimas líneas en el
declive como en un plano inclinado, cual si se
hubiese querido así ocultar el grueso de la fuerza.
Tacuabé puso el oído en tierra.
Llegó á percibir roce de sables en sus vainas de
metal.
Desvanecidas así sus dudas saltó en el «oscuro»,
y volvióse á la falda abrupta.
Las piedras que iban reapareciendo á su paso
de retroceso, encamináronle con leve desviación al
punto de partida.
Ismael y sus compañeros se encontraban ya á
caballo, aguardando su regreso.
El indio cogió callado su lanza clavada en el
suelo, púsole en la moharra con los dedos que se
metió en la boca un poco de saliva, y señaló en
seguida la dirección del peligro.
ISMAEL 259
Ismael comprendió, pero se mantuvo quieto.
Comenzaba á soplar en ese momento una
brisa fresca dej este, que introdujo sus alas en
la niebla y como un vértigo de torbellinos y vo-
lutas.
La bruma se arrancó en espirales, y clareó á
trechos.
Allá en el fondo del valle, percibióse enton-
ces por un instante un trozo ó ala de caballería,
con uniforme realista, visión que ocultóse de sú-
bito tras *la sábana de niebla ; y de esta parte, en
la loma, por encima del blanco sudario que se
distendía por segundos al roce de la brisa lle-
gáronse á ver como fantásticos gallardetes ó
banderolas de lanzas, que flotaban en una zona ya
límpida á manera de porta -guiones de un escua-
drón aéreo.
Luego corrióse, menos densa, la cortina de va-
pores ; y á poco enroscáronse unas con otras las
volutas en caprichosos giros, levantándose dos
varas del suelo, quedando á la vista las colas y
ancas de ocho caballos en fila, — que era la úl-
tima de la hueste en escalones.
Cubrió el velo otra vez cuerpos y moharras;
revoloteó en las cabezas ya convertido en tul
transparente; y remontóse al fin en largos cen-
dales hasta dejar en descubierto la masa de
hombres y cabalgaduras.
Cual si hubiesen cedido á un impulso eléctrico,
Ismael y sus cinco compañeros formaron fila, y
260 E. ACEVEDO DÍAZ
fueron á colocarse á retaguardia de la partida
de independientes, cuya procedencia ignoraban.
Abrióse apenas en el valle la bruma rasgán-
dose en anchos girones, cuando un clarín lanzó
la nota aguda de «atención», y en pos de ella
el toque de «carga».
A esa señal, el destacamento se arrojó sobre
el enemigo formado en el llano; y prodújose un
choque sostenido y sangriento.
Los escalones deshechos en la carga, rehicié-
ronse en pocos minutos á retaguardia de la fuerza
realista poniendo en fuga su reserva ; y á media
brida volvieron cara cargando de nuevo sobre el
grueso, en tremenda confusión de lanzas y sables,
encuentros y volteos.
El clarín sonaba ronco en medio de los gritos
de rabia y del crujir de los aceros.
Tacuabé rodaba por las yerbas á brazo par-
tido con un soldado de casaca azul, cuyos boto-
nes blancos le habían llamado la atención; Ismael,
desmontado por una rodadura de su alazán en
el declive, defendíase con la lanza en rápidos
molinetes contra un grupo de adversarios tena-
ces que habíanle ya teñido de sangre el cuerpo
en variar partes; cerca de él yacían rígidos dos
de sus compañeros con hondas heridas en el
pecho, y las bocas entreabiertas todavía, como si
no hubiese concluido de escapar á ellas el últi-
mo grito del coraje; y en el centro de la pelea,
revueltos en deforme montón hombres y caballos,
ISMAEL 261
hacían retemblar el suelo del valle arrancando
jMTofundos ecos á las concavidades de la sierra.
Ismael, rendido y jadeante, sintió de repente que-
brarse en sus manos la lanza.
Empuñó el fragmento armado del hierro, y
tentó entonces abrirse paso precipitándose sobre
el más próximo de sus enemigos; pero éste,
evitando el encuentro con un salto de su caba-
llo, asestóle un golpe en el brazo con tal violencia,
que el sable cayó de lomo haciendo escapar el
rejón ensangrentado de la mano de Velarde.
La rueda se estrechó en el acto, y todas las
moharras se dirigieron á su pecho.
En aquel instante, un ginete rompió impetuo-
sámente el círculo formado por el grupo de lan-
ceros, derribando á uno de éstos mal herido.
«
El resto se arremolinó indeciso.
— ¡Aguántese, amigo, por vida suya! — gritó el
gánete con una voz potente semejante á un ru-
gido.
— ¡ Como poste, aparcero ! — barbotó Ismael re-
doblando con mayor furia los golpes. ¡Enderece
no más al montón, que al que caiga lo des-
peno! ....
El nuevo combatiente, mocetón fornido de
ancho dorso, piernas vigorosas bien ceñidas al
recado, brazo corto y nervudo, mirar bravio bajo
pobladas cejas, curvo sable, aire impávido de
feroz 'denuedo, arremetió al grupo revolviéndose
con su bridón.
262 E. ACEVEDO DÍAZ
A un golpe de su sable un cráneo fué hendido,
cayendo el adversario por las ancas sin soltar
la lanza hasta rodar por tierra ; los demás retro-
cedieron confundiéndose en breve con el grupo.
El ginete sujetó su caballo, y dio una carcajada
homérica, bajando con el sable su brazo desnudo
cubierto de sangre y polvo. Pasólo así por la
frente sudorosa, dejando en ella rojizo surco, y
dijo como embriagado por el tufo de la matanza:
— ¡Despena ahora esos godos, que en el bajo
arroyan !
Ismael se precipitó daga en mano sobre uno
de los heridos que se había levantado, sepultán-
dosela dos y tres veces en el cuerpo hasta ren-
dirlo sin vida; y cayendo en el acto sobre el
otro, sin darle tiempo á incorporarse, le cortó el
pescuezo como á un carnero.
Saltó en seguida en un caballo que el ginete
había logrado coger del cabestro, apoderóse de
una lanza de los caídos, y arrancándole la ban-
derola realista, preguntó con acento ronco:
— ¿Cómo es su apelativo?
— Juan Antonio Lavalleja, — respondió el ginete
con aire de simplote campesino.
Ismael se le juntó callado, y los dos arrimaron
espuelas.
En ese momento la partida enemiga huía dis-
persa, tirando sus armas en el camino, y el trompa
de los independientes tocaba « á degüello ».
ISMAEL 263
XXXIX
Hacia el rumbo á que se encaminaba Balta,
alzábase como un clamor confuso de guerra.
Otros escuadrones y otros caudillos buscaban la
cohesión en los distritos del centro, que era
donde el enemigo mantenía tropas regladas y se
aprestaba • al combate. Fuerte corriente de viriles
entusiasmos cruzaba el territorio, hiriendo en lo
vivo la fibra popular. Y así como habían adhe-
rido entre otros á la insurrección, el capitán
Jorge Pacheco en Paysandú, Vázquez en San
José, Ojeda en Tacuarembó, Pintos y Laguna en
Belén, Delgado en Cerro - Largo, Márquez y
Zúñiga en Canelones, Torgués en el Pantanoso,
Basualdo en Lunarejo, Manuel Artigas había á
su vez reunido todos los mocetones de la zona
del nordeste, armándolos con cuchillos enastados
en varas toscas, algunos trabucos y tercerolas
que, con ser armas más reforzadas que la cara-
bina, sólo servían para hacer renegar á los mili-
cianos de la invención de la pólvora.
Bajo las órdenes de ese arrojado teniente, la
partida había abandonado en los primeros días
de Abril las márgenes del Casupá, corriéndose
264 E. ACEVEDO DÍAZ
más hacia el centro y propagando á su paso la
fiebre de lucha.
A la puerta de cada rancho, los hombres, ya
á caballo, se despedían de sus mujeres y volvían
riendas sin escuchar sus ruegos para lanzarse al
galope hacia aquel punto del horizonte donde la
polvareda, como un guión flotante en el espacio,
indicaba á lo lejos el paso precipitado de la
hueste.
De los montes que bordaban arroyos y ríos,
surgían de improviso centauros de espesas gre-
ñas, altos y morrudos, que en ardorosa carrera
iban á engrosar la columna entre gritos de fra-
ternal regocijo.
Los paisanos viejos sentían en su sangre como
una llamarada de juventud, y saludaban la mili-
cia á su tránsito, dirigiendo á todos rumbos sus
ojos azorados ante aquella sulevación imponente.
A grupos solían pasar cantando algún aire de
la tierra gauchitos imberbes por delante de lais
mujerachas angustiadas que fuera de sus ranchos
contemplaban el tropel; y á la vista de esos
voluntarios que apenas podían con las lanzas
cuyos cuentos arrastraban por el suelo, levan-
taban sus manos juntas con una invocación á la
« Virgen santísima », que iba á confundirse con
el himno semi-salvaje de aquella prole dispersa,
atraída por el estrépito de las armas cuando
recién empezaba á vivir.
En gn^an parte de esos distritos quedaban los
ISMAEL 265
ganados sin pastpres, las estancias sin caballos
y las mozas sin «requiebros». Los más bizarros
mancebos del pago se iban en busca de aven-
turas guerreras, sin acordarse de sus alegres
heiles, pericones y cielitos, ni pensar tampoco que
la pelea, salvo algunas treguas reducidas, debía
durar cerca de diez años á sangre y fuego como
en los cuentos de brujas y gigantes. Remolones
y valientes, matreros y hacendados, todos for-
maban en las mismas filas, y sentíanse animosos
ante la actitud resuelta de su capitán.
Manuel Artigas, ayudante del general Belgrano
en las tristes jomadas de Tacuarí y Para-
guarí, y primo del futuro jefe de las huestes»
era un oficial distinguido y culto que tenía á
más de su coraje, el prestigio del apellido pro-
nunciado por todas las bocas en aquellos años
tumultuosos, desde las costas del Plata hasta las
más lejanas fronteras, como el de un hombre
activo capaz de las empresas más audaces.
Su milicia, que iba engrosándose á medida
que salvaba las distancias, dejando en pos de sí
como un rumor de marea, debía encontrarse pronto
con la tropa de Balta. Esta, en unión con
la de Benavides que acababa de rendir el Colla,
venía en marcha hacia el centro.
Por algunos días rodó esta columna sin hallar
aliciente á su fiereza; hasta que una mañana de
Abril al cruzar el río San José, encontróse con
una fuerza realista tendida en batalla frente al
paso del Rey.
266 M. ACEVEDO DÍAZ
Una bala de *cañón, que pasó gruñendo por
un flanco sin producir estrago alguno, recibió á la
hueste.
La pieza que la había vomitado estaba sos-
tenida por un trozo de infantería reglada al
mando de los oficiales superiores Gayón Busta-
mante, Sampiere y Herrera, que el general Elío
había destacado dé Montevideo para evitar que
tomara proporciones el alzamiento de las mi-
licias.
Las lanzas se levantaron por encima de las
cabezas como, respuesta al saludo del cañón;
rompieron fuego las tercerolas en guerrilla, y á
un toque de Casimiro tendiéronse en alas los
escuadrones.
Los Voluntarios de Madrid por su parte, abrie-
ron fuego por hileras ; la pieza de artillería escu-
pió algunas metrallas; las balas de fusil hicieron
diversos claros en el centro; pero á un amago
de carga á fondo de la hueste, agitáronse los
guías y la tropa española emprendió en orden
hacia la villa su retirada.
El clarín de Balta tocó paso de trote. La
línea se movió entre roncas aclamaciones. Un
escuadrón de tiradores en despliegue picaba la
retaguardia al mando de Diego Herrera, cuyos
soldados mordían tranquilamente el cartucho,
hacían sus disparos y continuaban la marcha.
Así batiéndose, los Voluntarios de Madrid pene-
traron en la villa de San José; y en su plaza y
j
ÍSMAEL 267
azoteas se prepararon á la resistencia. La fuerza
de los independientes rodeó los parapetos.
Por dos días con sus noches se oyeron deto-
naciones y tumultos, sin" que el destacamento
del tercio circuido por un cinturón de lanzas
manifestase signos de cejar.
Pero en la última tarde, tras una marcha for-
zada, Manuel Artigas al frente de su caballería
cayó al asedio ; y cambiadas algunas frases con-
cisas y enérgicas con los otros dos capitanes, resol-
vióse el ataque á primera luz de la mañana.
Al llegar el día, efectúase el avance hacia la
plaza por las calles paralelas, y dase principio á
un combate que debía durar cuatro horas. La
hueste no se arredra ante el fuego graneado ; y
los huecos en las filas se recubren con otros com-
batientes.
Una compañía desplegada en cazadores detrás
de la plaza, quema con sus descargas al escua-
drón de Balta : de las peladillas que cruzan roza
una el pómulo saliente de Casimiro dejando allí
un surco rojo, en momentos en que el amante
de Sinfora lanzaba la nota de « atención ».
El trompa « mosquea '&.
La pieza de artillería da un ronquido, silba
con ruido estridente un tarro de metralla hacién-
dose cien fragmentos al rozar en un muro, y
derriba por el suelo ensangrentado á Manuel
*
Artigas.
La hueste se arremolina, se inquieta, vocea
268 E. ACBVEDO DÍAZ
iracunda, los caballos ariscos se encabritan y
algunos hombres son lanzados de los lomos en
medio de un granizo de balas.
— Toca á degüeyo, — dijo Balta.
Camero, como le llamaba Sinforosa, lleva el
clarín á la boca é hincha la pulpa ; pero al arran-
car al instrumento los terribles sones de la ma-
tanza, una bala se lo troza por el cuello y en el
choque le quiebra dos dientes.
El escuadrón, con todo, se había movido impe-
tuoso.
Casimiro tira el fragmento de la trompa que
quedaba en su mano, desnuda la daga y con la
sola espuela que tenía en el pie desnudo agui-
jonea su caballo, que se abalanza despavorido en
la humareda.
Ya encima del cerco el clarín descubre á un lado
la pieza y á un artillero con la mecha encendida:
la hueste cargaba en nutrido montón, y la des-
carga iba á sembrar la calle de sangrientos des-
pojos.
Camero no trepida ; é iba ya á arrojarse al
suelo, cuando su caballo recibe un proyectil en
ISMAEL 269
la cabeza que lo derrumba inerte. El clarín rueda
junto al cerco como una peonza.
La carga flaquea, y los primeros escalones
vuelven riendas.
De uno de ellos se desprende, sin embargo, un
ginete macizo y algo rechoncho montado en un
tordillo de arranque; quien en vez de seguir el
ejemplo, se precipita al cerco con la lanza enris-
trada, sepulta el hierro en el vientre de un sol-
dado que iba á destrozar con la culata de su
fusil el cráneo de Casimiro, y en su ímpetu se
estrella contra el obstáculo cayendo con su cabal-
gadura al lado del cambujo.
Este había recibido un hachazo en las cejas y
colgábale la piel sobre los ojos como un velo
de carne negra.
El acero brillaba en su puño, moviéndose si-
niestro en el vacío. Habíase mojado dos veces
en alguna entraña.
El del tordillo se puso de pie, tentando recoger
su lanza, que no era más que una caña con una
hoja de tijera de esquila.
Alzóla con la mano izquierda, y alargando
crispada la diestra hacia el cantón, barbotó un
grito de rabia.
Casimiro pasóse los dedos por los ojos cuyas
pestañas había pegado un cuajaron de sangre,
revolviéndose en el suelo como un jaguar herido
en el codillo.
Sonó una descarga.
270 E. AGE VEDO DÍAZ
El compañero del clarín dio una vuelta sobre
sus talones, llevóse la mano al pecho, y se des-
plomó de boca encima de él, resoplando.
Ciego y aturdido con aquel peso sobre su
vientre. Camero cesó de moverse.
En su tronco al descubierto por delante, pues
que sólo lo resguardaban una camisa y una blusa
sin botones, sintió él que de aquel cuerpo le caía
y bañaba un licor caliente, como la sangre que
diluía á coágulos de sus ojos- la cuchilladla feroz.
El plomo seguía silbando á todos los rumbos
y á inteívalos el cañón mezclaba su voz al fra-
gor del combate. Camero tenía el oído como atro-
fiado por el golpe; pero así mismo percibía furio-
sos galopes en medio del tiroteo, y los ecos del
trompa de Artigas que parecía contestar á lo le-
jos los redobles del tambor de la defensa.
Nadie se había acercado al sitio en que él y
el « otro » estaban tendidos, y sin duda los cree-
rían muertos. Las gotas calientes aunque ya
menos abundantes, seguían cayéndole en las car-
nes; por lo que él llegó á inferir que su bravo
compañero se habría guardado una metralla entera
en los ríñones.
De repente apercibióse que el fuego se había
apagado en los dos campos ; y que á este silen-
cio se sucedía un tropel de caballos, cuyo ruido
aumentaba por momentos, hasta cesar á poca dis-
tancia del cerco.
Un clarín había dado el toque de «alto».
ISMAEL 271
— Los « godos » no trujieron trompa, — se dijo
Camero. •
Acababa de hacer esta observación mental,
' euando el cuerpo . asentado á plomo sobre su
pecho dio una sacudida retorciéndose con fuerza,
y tras ella lanzó un estertor, siguiéndose el hipo
de la muerte.
Al esfuerzo, escapóse de la herida un chorro
de sangre espesa y negra que hizo llegar á las
narices del trompa un vapor cálido, empapándplo
hasta el vientre; y luego se quedó inmóvil.
El silencio continuaba.
De pronto los tambores tocaron « á formar »,
y el clarín revolucionario lanzó á pocos pasos de
Camero el toque de diana, y luego el de marcha
entre vítores ruidosos.
Era que la fuerza del tercio realista con sus
jefes y oficiales á la cabeza, se rendía á discre-
ción, y la caballería de Benavides desfilaba en
polumna á ocupar un flanco de la plaza, en tanto
que Balta y Quinteros procedían al desarme de la
tropa española.
Casimiro, se incorporó violentamente apartando
el cadáver que le oprimía el esternón, al que
hizo rodar hasta sus pies.
Una vez sentado, y siempre con un gran zum-
bido en las sienes y orejas, metióse loa dedos en
la boca en cuyas encías sentía también un dolor
agudo ; mojólos en la saliva sanguinolenta, y
púsose á humedecerse los ojos, hasta limpiarlos
272 E. ACEVEDO DÍAZ
de los coágulos que habían como soldado sus
párpados y pestañas. Los abrió y cerró varias
veces pugnando por suavizar el ardor de la infla-
mación ; y cuando ya pudo ver un poco claro
á través de un velo rojizo, su primera mirada fué
para el compañero de pelea que estaba allí tieso,
con los ojos y la boca muy abiertos, desprendido
un pedazo de poncho vichará que le había ser-
vido de abrigo y al aire una camisa andrajosa,
con parte del pecho bañado en sangre.
Al mirar aquel cuerpo, el clarín dio un salto
y restregóse de nuevo los párpados, como si su
vista le hubiese engañado.
Después se arrastró en cuatro manos hasta el
cadáver, á cuyo rostro frío y lívido que conser-
vaba en el labio torcido una última expresión
de soberbia, acercó bien el suyo, espantosamente
desfigurado por el sablazo ; y como olfateando
en la boca del muerto un resto de vida, exclamó
lleno de profundo asombro:
— ¡ Sinfora !
Y se quedó mirándola con aire estúpido.
ISMAEL 373
XLI
Aquel cadáver era el de Sinfora, en efecto. Un
proyectil le había entrado por el seno derecho
rompiéndole una vértebra dorsal á sji salida; y
en el extremo de su matnaria inflada y fecunda
m
asomaban algunas gotas de jugo lechoso casi
mezcladas con el cuajaron sanguinolento.
¿A qué circunstancias se debía la presencia
de Sinforosa en el combate, y cómo había con-
seguido ella incorporarse á la hueste después
del suceso en el montecillo de arrayanes ?
Es lo que pasamos á explicar.
Quince días habían transcurrido desde aquel
en que el escuadrón de Balta se moviera de las
alturas del Arroyo Grande, en busca de su co-
hesión con la milicia de Manuel x\rtigas, cuyo
movimiento en Casupá y Santa Lucía llegó á
noticia de Vargas en la tarde á que hacemos
referencia.
Antes de caer el sol de ese día ardiente, las
pobres mujeres del rancho á que se había acer-
cado Casimiro, se hicieron cargo de Sinfora y de
su hijo, acomodándola en una cocina de paredes
negras y techo de paja agujereado por las goteras.
18
274 E. ACEVBDO DÍAZ
Sinfora halló todo muy bien, y pareció con-
formarse durante unos días con esa vida de re-
poso, tratando á su « cachorro » con el desapego
propio de su espíritu bravio.
Una de aquellas mujeres, que acababa de per-
der su « angelito », miraba con estupor el desa-
brimiento de Sinforosa, y solía dar su pecho al
vastago de Casimiro, cuando la madre se obsti-
naba en no complacerlo.
Una mañana pasaron por allí tres gau<^o6, y
pidieron permiso para asar un costillar que traían,
en la cocina.
Después que merendaron, Sinfora oyó que uno
de ellos hablaba de Balta, añadiendo que busca-
ban incorporarse á su fuerza, lo que seria poá-
ble de allí á dos días.
Eila fuese á ensillar en silencio su caballo, que
apartó del corral en que estaba encerrada una
pequeña manada de yeguas ; y regresando al ran-
cho, dijo á los gauchos que se ponía en marcha
también, porque en el escuadrón de Balta iba
«su hombre», que era el clarín Camero,
Los hombres melenudos riéronse con soma, y
aceptaron la . compañía.
Sinfora enastó entonces en una caña una hoja
de tijera de esquilar, que con otros trebejos estaba
arrumbada en un rincón de la cocina, ciñéndola
fuertemente con largos tientos de piel vacuna.
Los gaucho.-i, que vieron esto, miráronse unos
á otros con aire serio, — y á la china hombruna
con cierto respeto.
f ISMAEL 275
Encargó ella su indiecito á la mujer que solía
lactario, — que Dios se lo tendría en cuenta; y
antes que el sol quemase, desapareció del sitio con
la gente vagabunda.
A los tres días de marcha, el grupo tropezó
con la hueste de Manuel Artigas que venía i
trote y galope al ruido del escopeteo y del ca-
ñón en San José, y siguiendo su retaguardia, á
lo lejos, penetraron por la noche á altas horas
en la línea del asedio.
Era la intención de Sinfora « pelear » rudamente
á Camero ; pero, en las cortas horas que prome-
diaron entre su llegada y el ataque, no tuvo ella
ocasión de ponerse encima de «su hombre».
Pasóse al escuadrón de Balta al rayar el día,
y desde la sexta fila vio á Camero á la cabeza,
y cómo le maltrataban las « gruñidoras » hasta
romperle la trompa en su trompa misma.
Y cuando antes que eso ocurriera el cam-
bujo tocó á degüello y se lanzó luego al cerco
por delante del escuadrón bramando de coraje,
Sinfora prorrumpió en un alarido y se abrió paso
entre los escalones en desorden en el amago de
carga, atrepellando caballos y gi»etes, hasta ir á
estrellarse en las cadenas del cerco que ella no
vio por el humo de la pólvora.
Ahora, estaba allí muerta en buena lid, con>o
había caído el brillante y culto oficial Manuel
Artigas; arrastrada por la pasión del valor, con
su camisa hecha hilachas y el chiripá lleno de
276 E. ACEVEDO DÍAZ
abrojos, polvorientas las greñas y destrozado el
pecho, casi aí pie mismo del cañón enemigo.
Era ella como la imagen de la casta interme-
dia, el tipo del elemento crudo que ungía con el
sacrificio heroico la existencia nueva que se abría
á mejores destinos!
Camero seguía mirándola con su gesto de idiota.
Un ginete acercóse al grupo, clavó su lanza
en tierra y desmontóse rápido.
Quedóse contemplando un instante el cuerpo
de Sinfora, cuyas ropas acomodó con aire com-
pasivo; y mordiendo el barboquejo como para
reprimir un sentimiento de pena, exclamó enér-
gico:
— ¡Ay juna, china brava!
Aquel miliciano era Aldama, el aparcero de
Ismael.
El clarín alzó la cabeza con su colgajo san-
griento sobre los ojos, los que clavó en el recién
llegado; y púsose de pie sin decir palabra.
Después, volvió á dirigir aquéllos al cadáver.
Sinfora tenía atada á la cintura una calabaza
larga y angosta, á modo de cantimplora llena
de t caña i fuerte.
Aldama se desprendió el pañuelo del cuello,
y se lo ciñó bien en la frente al cambujo, di-
ciendo :
— ¡Más de alma jué el trompa!
Camero dejó hacer.
Aldama se inclinó en seguida, desprendiendo
ISMAEL 277
la calabaza de la cintura de la muerta. Echóse
luego en la palma de la mano un poco del lí-
quido alcohólico, y humedeció con él el vendaje
por encima.
Tosió un poco, se empinó el pico de la cala-
baza y saboreó el trago con alguna carraspera,
murmurando :
— ¡Pobre Sinfora, era güeña mujer!
Camero tomó la bota de mate y contemplóla
triste.
Pasóse la manga por los ojos, y volviendo la
espalda, — sin duda para ique no le viesen aqué-
llos d^e Sinfora, pequeños y antes tan vivarachos
como los del coatí, — volcó á su vez la calabaza
en su boca; y, aun cuando parecieron arder sus
encías lastimadas al contacto de la ^caña^, la
gorgorotada fué completa sin burbujear ni un
momento.
XLII
Días después de estos sucesos, de la milicia de
Manuel Francisco Artigas que á trote firme de-
voraba las distancias una mañana de Mayo, á
una orden de su hermano en marcha sobre la
columna del capitán de fragata D. José de Po-
278 E. ACEVEDO DÍAZ
sadas, desprendióse á la aUura de Pando un
ginete armado de lanza y sable que, con el som-
brero en la nuca batido por el viento y bajo
una lluvia menuda, tomaba luego á gran galope
el rumbo de la cajera de Zúñiga sobre el Santa
Lucía.
Llevaba este ginete vendada la frente con un
pañuelo y parecía ocuparse poco de la inclemen-
cia del tiempo, arrastrando su lanza de hierro
retorcido en espiral y banderola, con el cuerpo
echado sobre el cuello de su cabalgadura, como
aquel que ha hecho un largo trayecto sin tregua
alguna ni descanso.
Galopaba sin rodeos cortando campos, y yén-
dose sin vacilar hacia los vados de los «cañ^do-
nes» que rebasaban sus bordes engrosados por
una lluvia de dos días consecutivos. .
Solía acompañarse en la marcha con alguna
cantiga alegre y trunca; en tanto la tronada re-
cia recorría la atmósfera y nuevos aguaceros des-
lizaban como una cascada de gotas por las hal-
das de su poncho de invierno.
Muy largo rato duró su carrera; y por fin fué
á detenerse cerca de unos ranchos que aparecían
solitarios á poca distancia del río, sin un signo
que revelase en sus contornos la animación del
trabajo.
Aquellas poblaciones eran las de la estancia de
la viuda de Fuentes.
El ginete fuese aproximando al trote, con la
lEBWABL 279
vista fija en ciertos sitios, come si ellos le recor-
daran sucesos imborrables.
Su observación se detuvo especialmente en tres
cajones de difuntos que había encima de unas
píedfias del declive ....
Ningún ser viviente se distinguía en los alre-
dedores. El corral estaba desierto, y en la tnafT'
güera no se revolvía la manada arisca.
El ruido de los cascos de su caballo en Da
cuesta era lo único que interrumpía el silencio
casi sepulcral que rodeaba aquellas viviendas en-
vueltas en ese instante por el velo de nieblas,
en que convertía las gotas de lluvia el sudeste.
Halló á su paso el miliciano una tahona y vol-
vió riendas, parándose en frente de su puerta baja
y estrecha.
Allí estuvo inmóvil algunos momentos, con la
lanza hundida en tierra, el rostro apoyado en el
astil, y la mirada torva clavada en el interior,
cual si de él brotase algún eco misterioso que
evocara en su memoria cosas de otro tiempo.
Y cuando ya iba á continuar su camino, en-
derezándose en el recado con un gesto de alti-
vez ceñuda, un gran perro aparecióse de pronto
en el umbral, el que dando dos saltos al verte
gruñó de contento, y quedóse moviendo la cola
con la cabeza erguida y el ojo alegre puesto en
el ginete.
— ¡Blandengue! — dqo él, como hablando con-
sigo mismoi
280
. ACEVEnO DÍAZ
Dejó caer en seguida la barba sobre el pecho,
y encaminóse al rancho paso á paso seg-uido del
mastín, que á trechos se alzaba hasta el estribo
para olerle con aire concienzudo la bota de potro.
En la cocina, junto al fogón, muy encogidos
y silenciosos, se encontraban un hombre viejo y
una negra esclava, — únicos moradores al parecer
de la estancia L- — el antiguo domador Melchor, á
quien los peones llamaban Tata-Melcho, y la co-
cinera Gertrudis, — negra baja y obesa que an-
daba con las medias al garrón las pocás veces
que las usaba, dormía sobre pellones, y era afecta
á la carne de comadreja. I,os gauchos la mote-
jaban con el apodo de Garrapata,
Estos dos seres, huyendo del frío y de la llu-
via, entreteníanse en asar y comer achuras de
oveja, á la espera sin duda de que entrase en
hervor el agua de una caldera para emprenderla
con el Tnate hasta la entrada de la noche.
El ginete recostó la lanza en la pared, y echó
pie á tierra.
Sin demora desprendió el cinchón, separó de
los bastos el * sobrepuesto », el cojinillo y las
maletas, y arrojólos dentro sin largar la punta
del cabestro.
Puso luego manea al caballo, que dio los cuar-
tos al viento y al agua; y él se entró en la cocina
á grandes pasos mesurados y como al ritmo del
chís-chás. del sable y las rodajas.
Tata-Melcho, sin moverse de su sitio, exclamó
al verle entrar con aire de atontamiento:
ISMAEL 281
— ¡ Esmael !
— Güeñas tardes, — dijo éste, secándose el sem-
blante con el dorso de la manga, y sacudiendo
hacia atrás la mojada melena.
Sin esperar que le invitasen sentóse derrengado,
muy pálido cerca del fuego, á cuya viva llama
aproximó las manos ateridas; y por mucho rato
los tres guardaron silencio.
Blandengue, relamiéndose el hocico, había ve-
nido á echarse sobre sus patas traseras al lado
de Ismael, y á treguas, movía su enorme cabeza
sin dejar de mirar al gaucho con un aspecto
arrogante.
Este comenzó á mirar de soslayo á la negra
y al viejo domador; y después de tomar el mate
cimarrón que le alargaba la primera, preguntó,
sacudiendo una halda del chiripá empapado por
la lluvia:
— ¿Qué jué de Felisa?
Tata-Melcho lanzó su tos de viejo. La negra
estiróse con los dedos la pulpa de sus labios.
Pero ni uifio ni otra respondieron palabra.
Ismael siguió sorbiendo el mate con apresura-
miento, como para calentarse el estómago, hasta
hacer sonar de un modo ruidoso la < bombilla 5.
Devolvió en silencio el mate á Gertrudis, y en
seguida se puso á picar con la daga un trozo
de tabaco negro, deshaciendo los fragmentos en
la palma de la mano.
Sacó luego del « cinto » un papel de hilo do-
282 E. ACBVEDO DÍAZ
blado y comido en partes por la humedad, cortó
una tira pequeña y envolvió em ella la picadura,
haciendo un cigarrillo grueso.
Escogió en el fogón un tronco con la punta
hecha brasa, encendió despacio en él el cigarro,
y al tirarlo entre la llama, miró esta vez fuerte
al domador, diciendo recio:
— i Decí Tata - Melcho !
El viejo habló entonces, y tambiéa Gertrudis.
Narraron á su manera en su parte sustancial,
lo que nosotros paiísamos á referir, acaecido en
la estancia de Fuentes después de la ida de Al-
dama y de Velarde.
En esos meses de ausencia, según Tata -Mel-
cho, las cosas habían ido como el diablo, que
había mesiurao su pezuña en el guiso, y. atnan^
tonao osamentas en menos que se hace de mu
bagual sotreta y de un toro güey, . Hasta el ga^^
nao se había ido campo ajuera^ aparte de algún
animal yeguarizo que de puro bellaco, antes « patea
dX juego que asujeta/rlo el mesmo diablo »..
ISMAEL 283
XLIII
La puñalada en la tahona no llegó á ser fa-
tal para Jorge. Aunque grave la herida que le
infiriera Ismael, pudo más que el estrago del
acero la crudeza de su organismo.
Ocho días estuvo su vida en peligro ; pero al
fin la dolencia hizo crisis, y la terrible puñalada
empezó á cicatrizar sin complicación de ningún
género, dejándolo en condiciones de levantarse
al cabo de un mes.
En este intervalo, Felisa se escondió en su
rancho, no viéndosela sino raras veces.
La p>eonada tuvo materia de plática para mu-
chos días con motivo del hecho sangriento, que
se comentaba bajo todas formas y maneras,
mezclándose siempre en el cuento interminable
los nombres de Esmael y Aldama.
Los gauchitos del pago no perdonaban fácil-
mente á Velarde su buenaventura; y esta mur-
muración de «mangangaes» mordaz y enconosa,
adquirió creces en la ausencia, afeándosele su
acción con los colores más subidos.
Felisa no conversaba con nadie, ni parecía to-
mar interés en saber lo que se decía entre la mo-
zada.
284 E. ACEVEDO DÍAZ
La morena no tenía ya en su semblante la
expresión ladina de otros tiempos ; ésta había
sido reemplazada por una dureza de ceño, que
se hacía más sombría así que ella se alisaba
ante un tosco espejuelo su pelo corto, antes tan
abundante y hermoso.
Contraía sus labios en esos momentos, una
sonrisa amarga, nublaba su lacrimal alguna gota
hervida en la rabia, que nunca llegaba á caer,
y concluía por sentarse en una banqueta casi al
nivel del suelo con los codos apoyados en las
rodillas y el rostro en las manos, cavilosa y hu-
raña.
A ocasiones, maquinalmente, asomábase al ven-
tanillo para mirar á la tahona; y, apercibida de
que podían observarla, apartábase de allí con los
ojos muy abiertos y la boca apretada.
También solía canturrear alguno de los aires
que había oído á Ismael, con su voz ronquilla,
sin conciencia de lo que hacía ; y callaba de sú-
bito, para quedarse taciturna.
Tata - Melcho la encontraba niervosa desde que
se fué el gauchito de los rulos.
La abuela, á partir de la noche del lance en
la tahona, se había puesto lela, y caminaba ha-
cia su fin en medio de un atontamiento profundo,
sin ráfagas ni arranques de cariño. No compren-
día nada de lo que ocurría á su alrededor ; en
sus ojos de córnea nublada y enrojecida rara vez
brillaba un destello que revelase una sensación
ISMAEL 285
cualquiera. A su esqueleto deshecho bastaba un
soplo para tumbarle, y esa oportunidad debía
sobrevenir muy pronto.
Felisa llegó á experimentar algo semejante al
pavor, cuando supo que Almagro había dejado
la cama.
Luego, el pulso de Mael, como llamaba ella
á su amante, no estuvo firme la noche que la
enlucernd ; pues que el mayordomo se levantaba
como de la tierfa que debía comerle los ojos,
después de haber caído con el pecho abierto y
revolcádose en un charco de sangre lo mismo
que un gorrino en la enramada.
Ahora que su abuela se moría, él se ponía en-
lozanado en la convalecencia, aprestándose tal
vez para pasarlo solo con ella. . . .
Estas cavilaciones concluían por agobiarla, por
enflaquecer su cuerpo y concentrarla en una tris-
teza selvática, de sensación dolor osa y aguda.
Debajo de sus ojos negros con cejas y pesta-
ñas de terciopelo, las manchas oscuras eran ma-
yores; el retraimiento hundía sus carnes en alianza
con el escozor de la pena, del anhelo y del des-
pecho; pero nunca se quejaba.
Algunas veces hablaba con Gertrudis, la ne-
gra semi- bozal y gruñidora; y en una de estas
oportunidades, después de ver cómo se consumía
la abuela en su sillón de baqueta sin abrir jamás
la boca, preguntó á la negra con acento bajo y
desolado, si no había visto á Mael galopando por
la loma. Gertrudis contestó que no.
286 E. ACEVEDO DÍAZ
Felisa fuese tropezando, y por tercera ó cuarta
vez ia ahogó un ímpetu rabioso.
Almagro, ya restablecido, entróse una mañana
en , el rancho de la vii^da.
Felisa le sintió, sin levantar la vista del suelo.
Condolióse él del estado de la tía y mostróse
atento con wsu prima, sin avanzar una palabra
• acerca de los hechos acaecidos, y ni aun sobre su
propia enfermedad.
Pocos momentos duró su visita, y al retirarse
no manifestaba en su cara disgusto alguno.
De allí en adelante, siempre venía.
Felisa contestaba sus frases con monosílabos,
sin perder el ceño duro que había robado la
gracia á sus facciones, ni la terquedad y soberbia
nativa que respiraba todo su ser.
Jorge no parecía hacer alto en esto ; pero al
irse, detenía una mirada penetrante y sondadora
en la vieja viuda, cuya vida seguía extinguién-
dose á prisa por anemia, al igual del candil que
alumbraba la ttíste estancia.
La criolla comprendía la intención y callaba.
Seis días después murió la viuda de Fuentes
en el asiento favorito en que se pasaba inmóvil
largas horas.
Felisa, ante el cadáver, sintió el vacío y lloró,
ocurriéndosele en ese instante pensar otra vez en
lo que sería de ella ahora que se quedaba sola.
Después pareció conformarse, y hasta consintió
que Jorge se avanzase un poco.
ISMAEL' 2B7
El cajón que encerraba el cuerpo de la abuela
fué puesto sobre las grandes piedras que había
en el declive de la loma, según era de uso entre
la gente del campo. Los cementerios estaban en
las cimas ó en las ramas altas, como los nidos
de los cuervos.
En varios días Almagro no apareció por el
rancho, y Felisa no pudo menos de extrañar esta •
conducta del mayordomo.
En medio de su aburrimiento, llegó hasta creer
que podía quererlo; pero cuando se acordaba
que le había cortado la trenza, qae era feo y
que tenía un olor fuerte de carne de peludo
cuando soplaba por las narices, hacía un gesto
de asco y le venía á la memoria Ja carita con
pocos pelos, blanca y sin arrugas de MaeL
Por otra parte, su primo no sabía enardecerla,
y lo qu§ buscaba era quedarse con sus ganados
y sus ranchos.
Si viniese Maely ella estaría contenta y se iría
en ancas, dejándoselo todo para que se hartase
el « godo » á su gusto. El gauchito era « su hom-
bre » y sabía encariñarla sin hablar mucho, chú-
caro como era, con su boca de guinda y sus ojazos
tristes. En otro pago vivirían bien, lejos del
« muermoso » que andaba siempre gruñendo, pe-
llizcándola en los brazos y las piernas con sus
uñas « mochas » de zorro viejo.
Transcurridos esos días, Felisa salió algunas
veces del rancho^ anduvo por el campo, la enra-
288 E. ACEVEDO DÍAZ
mada y la tahona, y echó de menos á Blan-
dengue; el que según informes de Tata-Melcho,
se había huido de la estancia denie que Esmael
se desgració.
Allí próximo á un palenque, el hijo de Tata-
Melcho que desde chico había probado entender
el oficio como cosa de herencia, domaba un « do-
radillo » morrudo, de mucha crin y cabeza fina ;
y aunque el espectáculo era demasiado visto y sin
mayores atractivos para la gente campera, el
domador tenía su círculo de espectadores.
Felisa se puso á mirar al muchacho, que se-
guí^ muy tieso en los lomos los movimientos y
sacudidas del potro, hincándole á intervalos entre
los brazuelos los pinchos de sus grandes « na-
zarenas», y levantándolo con el escozor del suelo
á rápidos saltos y corvetas.
Se amansaba aquel potro para el mayordomo,
y él estaba tíimbién allí observando la maniobra.
El animal anduvo recorriendo largos trechos
con la cabeza metida entre las piernas, y vino á
pararse tembloroso y resollante junto al palen-
que, la mirada todavía encendida, espumosa la
boca y goteando sudor del lomo al bazo. Las
domadoras no hacían ya impresión en sus ijares
ensangrentados; pero se obstinaba en tascar el
bocado con furia.
Su ginete probó entonces hincarlo de nuevo
entre los brazuelos, y alargando las piernas, sentó
con fuerza los armados zancajos en esa parte
sensible.
ISMAEL 289
El « doradillo » se encabritó y lanzó algunos
corcovos, sin separarse muchas varas del palen-
que; y después vino al sitio á pasos irregulares
y vacilantes, para quedarse de nuevo quieto.
Almagro había notado algún interés por el
padrillo en Felisa ; y aproximándose, di jola que
aquel lindo potro era para ella.
— Cuando hayas de montarlo, — agregó el es-
pañol, — estará ya como badana.
Nada contestó la criolla; y encogiéndose de
hombros con aire despreciativo, dióse vuelta y se
fué.
Todos vieron esto.
Jorge se sintió profundamente herido; y de-
seando descargar en alguno su rabia, dio un te-
rrible rebencazo á un mastín que había venido
hasta allí refregándose en los pastos el hocico,
bañado por el licor acre y pestilente de un zo-
rrino, con el cual acababa sin duda de mantener
combate en tíampo abierto.
Después de esto, la criolla volvió á su ceño
adusto y á su aire desconfiado.
El instinto la ponía suspicaz; antes de echarse
en su cama á primeras horas de la noche, ce-
rraba bien la puerta.
Allí sobre el colchón se sentía miedosa; no se
atrevía á apagar el candil que ardía delante de
la grosera estampa de una Virgen que llevaba en
los brazos un niño Jesús. El chisporroteo de la
mecha, las paredes negras, los pequeños ruidos
19
290 B. ACEVEDO DÍAZ
de adentro la hacían incorporarse á cada rato; y
cuando venían de afuera, al tropel lejano de las
yeguas, al son de algún cencerro ó al ladrido de
los mastines, enderezaba la cabeza y ponía el
oído, esperando que alguna buena bruja encami-
nase por allí, pues que era su querencia, al bayo
de MaeL
Cuando se extinguía la mecha, veía en la som-
bra á la pobre agüela coh sus ojos opacos y la
peluca ladeada, y detrás la cabeza de Almagro
mirándola por encima del hombro con sus ojos
de luz verdosa de gato montes. Espantábasele
el sueño.
La claridad del día le devolvía el reposo.
Una de esas madrugadas abrió el ventanillo
con fuerza, y tendió la mirada ansiosa por los
cardizales y las cuchillas ^ en la esperanza de co-
lumbrar en el fondo de las lomas la figura de
un gaucho vagabundo moviéndose al galope con
el chambergo sobre la oreja y la mano apoyada
en el rebenque de puntal en la encimera.
Algunos llegó á distinguir; pero ninguno era
el que ella quería.
En cambio vio entrar á Blandengue en la en-
ramada, donde se echó, todo lleno de barro y con
la lengua de fuera.
La criolla tuvo un arranque de alegría y llegó
á acordarse que el mastín de sujetar toros, ron-
daba por la tahona la noche aquella .... y, que
después no lo volvió á ver más.
ISMAEL 291
¿No habría seguido á Mael y Aldama?
La suposición era exacta, como sabemos; pero
lo que Felisa ignoraba era que Blandengue se
había apartado de los fugitivos en uno de los
días de marcha, y que este extravío se debía á
un encuentro con una banda de perros cimarro-
nes, á los que se reunió acosado por el hambre
y en cuya compañía se mantuvo por largo tiempo,
hasta que husmeó la querencia.
La criolla hízole señas, sin obtener que Blan-
dengue, rendido por el cansancio, se moviera de
su sitio.
Retiróse del ventanillo con enfado.
¡Ya no estaba él allí, como cuando la salvó
del toro!
Esa misma mañana vino Jorge, y dirigióla al-
gunas palabras, sentándose á horcajadas en un
banquillo cerca de ella, que estaba de pie, dán-
dole el perfil.
Alguna conformidad observó sin duda en sus
respuestas, porque al irse se atrevió á agarrarla
de la mano y de la cintura, perdiendo toda pa-
ciencia.
Felisa se arrancó despacio, en silencio, y se fué
al patio.
Púsose Jorge trémulo de ira.
— ¡Al «otro» lo dejaste, deslayada ! — dijo. Yo
te he de bajar el copete.
Y haciendo un gesto de amenaza, salió detrás
de ella, para irse á sus faenas.
292 E. ACEVEDO DÍAZ
La criolla se encogió de hombros y torcióle la
vista con frío desdén.
Luego que él estuvo lejos, respiró fuerte, mur-
murando :
— j Potroso !
No habían pasado muchas horas, cuando Al-
magro volvió á entrar en el rancho á prisa.
La criolla tenía el fnate en la mano y se di-
rigía en ese momento á la puerta.
Jorge la agarró de un brazo con sus dedos de
hierro, bien encajados en las carnes, y la atrajo
con aire colérico; el mate cayó al suelo, y si-
guióse una lucha sorda, callados y jadeantes los
dos.
El cuerpo de, la criolla fué una y otra vez le-
vantado como una paja, para caer luego sobre
sus pies á plomo, obluctando con energía. En
cierto instante ella bajó la cabeza y mordió á
Jorge en la mano, zafándose de sus brazos bru-
tales y escurriéndose afuera.
Tata-Melcho, que por allí andaba, pudo ver
cómo el mayordomo saltó detrás lo mesmo qui
un galo, y le hincó las uñas, arrastrándola de
nuevo al interior del rancho.
Cuando salió Almagro lleno de furia, el .do-
mador vio que la moza lloraba sentada en el
suelo, con la cara entxe las manos.
ISMAEL 293
XLIV
Por esos días, la campaña empezaba á con-
moverse. Corrían voces extrañas de sublevación
de las milicias; las partidas se cruzaban en todos
los rumbos arreando caballos y haciendas vacunas.
De la estancia dé Fuentes se habían ido á los
montes muchos de los peones, quedándose sólo
en ella los que eran amigos de los «godos».
En la calera de Zúñiga se hacían reuniones
sospechosas; en todo el pago del Canelón el pai-
sanaje andaba revuelto; Fernando Torgués salía
de su madriguera del Rincón del Rey con un
montón de gauchos bravos; Bena vides aumentaba
su hueste en las asperezas de la Colonia, y Váz-
quez excitaba los maragatos al alzamiento en los
campos de San José de Mayo. Este «pampero»
se acercaba rugiendo para estrellarse como un
grito salvaje de las soledades en las murallas y
bastiones del Real de San FeHpe.
El virrey Elío, bastante alarmado, mandó que
se retirasen dentro de muros todos los hombres
de armas llevar, así como la mayor cantidad po-
sible de víveres y ganados.
Esta orden se hizo extensiva á las familias de
294 E. ACETEDO DÍAZ
los distritos más próximos á la ciudad: todo ello
bajo las penas severas que los tercios del rey se
encargarían de aplicar.
Jorge Almagro se apresuró" por su parte á cum-
plir las prescripciones del bando, como buen es-
pañol.
La hacienda del establecimiento era numerosa.
Todos los intereses allí reunidos pertenecían á
Felisa, única y universal heredera de la viuda
de Fuentes ; pero esto ¿ qué importaba al ma-
yordomo ? El desorden de los tiempos no per-
mitía que imperase otra ley que la fuerza.
Tampoco la' criolla se entendía en esas cosas;
dejaba hacer sin pedir cuentas, y sólo vivía del
aire y del sol del pago.
Los últimos actos de Jorge la habían redu-
cido á la inercia, aun cuando en el fondo de su
naturaleza se rebullese enconada la crudeza na-
tiva,
Lo observaba todo con aire indolente y casi
de idiotez, descuidada de sí misma, hundida en
la soledad de su rancho, como un ser que no
se echa de menos, granuja de los campos sin
voluntad ni voz que en definitiva era tratada lo
mismo que las reses.
El día que se arreaba el ganado rumbo á
Montevideo, había en la estancia un regular nú-
mero de hombres entre criollos y europeos.
Estos hombres debían mari;har á su vez con
Almagro á la plaza, para ser agregados allí al
ISMAEL 295
cuerpo de caballería irregular que se estaba or-
ganizandp á tiro de cañón de la ciudadela.
La afluencia de gente picó la curiosidad de
Felisa que salió al campo, parándose junto á la
enramada, de donde se puso á observar los mo-
vimientos y el arreo de la hacienda.
Tata - Melcho la impuso de lo que ocurría.
Ella se. limitó á un visaje de indiferencia, no
comprendiendo el alcance de la medida que se
ejecutaba á prisa y en desorden.
— Tuito si mistura, — decía Tata - Melcho con
una tos cavernosa ; — el toruno i la egua arisca,
Felisa estaba callada.
De súbito, pensando tal vez que todo aquello
le pertenecía, se sintió inquieta, irascible. Mor-
dióse una uña y miró de una manera irritada
al viejo domador, con los ojos llenos de un
llanto que debía resumirse pronto.
— ¿ Qué están, haciendo ? — preguntó.
— Arrean el ganado á la ciudá.
— ¡ Pero ese ganado es mío. Tata - Melcho!. .'. .
El domador se encogió de hombros é hizo una
mueca.
Luego replicó:
— El patrón asigura que tuito es de él: grande
y chico, bagual y arrocinao ....
Felisa se quedó pensativa.
— Tata - Melcho, — dijo al cabo de un rato, —
agárrame el pangaré.
El viejo se volvió sobre su dorso arqueado, y
le echó una ojeada de mastín sin dientes.
296 E. ACEVEDO DÍAZ
Después, fuese asentando todavía con firmeza
en el pasto sus plantas desnudas y endurecidas.
Al cuarto de hora regresó con el caballo listo.
— Aquí está, — dijo. — No lo muente, niña, de
golpe y zumbido, porque el animal puede estrañar
con tanto día como lleva de no vivir al palo.
Se ha lustrao con el engorde de cuaresma.
Era un pangaré de regular crucero, un poco
brioso, ágil y de arranque, en el cual acostum-
braba á andar la criolla hasta la Calera, en otro
tiempo.
Meses hacía que el animal no sentía la cin-
cha, llevándose en efecto vida de engorde en la
manada ; por manera que de vet en cuando hin-
chaba el lomo y sacudía léis orejas, piafaba y
mudaba de sitio batiendo con fuerza los cascos.
Así que lo vio llegar, Felisa se anudó bien el
pañuelo que llevaba en la cabeza por debajo de
la barba, pidió á Tata - Melcho el rebenque que
él tenía colgando del mango del cuchillo, y á
paso lento se puso del lado de montar, haciendo
caricias al pangaré en el pescuezo.
ISMAEL 297
XLV
Quedóse luego en suspenso, marchita y triste,
con los ojos vagos en el espacio lejano. '
Después de algunos segundos, se volvió á
Tata-Melcho y levantó un pie, sin decir pala-
bra. El viejo tomó el cabestro, y la ayudó á su-
bir, encajándole la punta del pie en el estribo
de madera,
— Cuidao niña, — susurró entre dientes.
El pangaré está cosquilloso lo mesmo que avispa,
y no ha que apurarlo.
— ¡ Lárgamelo ! — repuso ella con enfado.
Tú mismo me enseñaste á andar ....
— i Por lo mesmo, Felisita !
El domador pasóle el cabestro.
Mientras el caballo se removía en círculo pia-
fando y sacudiendo la cola, ella se acomodó el
vestido corto, empuñó bien las riendas y echó á
andar al trotecito hacia el campo desierto.
¿Adonde se encaminaba?
No lo sabía ella misma.
Se iba vagabunda.
Con todo, no quería mirar para atrás, y nunca
le había sucedido que la sangre le bullera tanto
298 E. ACEVEDO DÍAZ
en el pecho como aquella tarde. Allí sentía gol-
pes á saltos, y como una bola que parecía su-
bírsele á la boca.
Una rabia concentrada y silenciosa solía arran-
carle algún hipo, que al salir le dejaba la entraña
doliendo; y al ruido de sus resuellos que le es-
tremecían todo el cuerpo, su vivaz caballojevan-
taba la cabeza resoplando.
Blandengue, — abandonando el rodeo, — la había
visto desde lejos, y venía en pos con la lengua
al viento.
Al ruido de sus estornudos, Felisa tuvo un
temblor; mas al enterarse de la causa de su sen-
sación, cerró los ojos y se mordió los labios, ca-
yéndole de aquéllos dos ó tres gotas ardientes
que no cuidó de limpiar en las mejillas.
Lejos estaba ya de las « casas ».
El sol descendía. La línea verde del bosque
se dibujaba delante; y á trechos en los claros
cual tersos planos de cristales amarillentos, las
aguas del río bañadas de resplandores. No lle-
gaban á esos lugares los ecos de la faena pas-
toril, y sólo perturbadas parecían por un concierto
de ronquidos de patos y gallinetas. Ocho ó diez
ñandúes en despliegue de guerrilla y uno de otro
á tiro de pistola, habían alzado sus largos cue-
llos en la loma y miraban al ginete que caía al
bajo con mucha atención.
Felisa se paró en la orilla, frente á un remanso
que ella conocía, sin apearse.
ISMAEL 299
Quedóse allí como abismada por largos mo-
mentos. Sentía como un deseo vago de hundirse
en aquella agua, donde ella vio un día ahogarse
á un potro enredado en los caraguataes.
Blandengue, que seguía con sus ojos su mirada,
se arrojó de un salto al remanso, mordió las ho-
jas anchas color de esmeralda de un camalote, y
volvióse al ribazo arenoso en donde se revolcó
un momento, para repetir la diligencia sobre las
hierbas.
Felisa permanecía inmóvil.
Una gran palidez le llenaba la cara, haciendo
resaltar ^1 rojo encendido de su boca, y el pecho
solía hinchársele para dar salida á esas espira-
ciones roncas que se confunden con la queja,
aunque sólo sean desahogos de la rabia impo-
tente.
En semejante actitud, oyó de pronto un galope
furioso que venía de allá, — atrás de las cuchillas.
Blandengue se afirmó bien sobre sus patas y
alzó el hocico negro, abriendo las narices.
La criolla tuvo que contener su caballo albo-
rotado, y echóse luego á andar por la ribera del
Santa Lucía sin rumbo ni resolución alguna.
Estaba como atontada.
Presentía, sin embargo, quién podía ser el del
galope, y su ansiedad fué en aumento al paso
que iba disminuyendo distancias el ginete.
No tardó éste en aparecer en la cuesta vecina,
donde sofrenó, dirigiendo su rostro á todos los
lados.
300 E. ACEVEDO DÍAZ
Era el mayordomo.
Así que vio á Felisa en el bajo, picó espue-
las lanzando un terno bestial; y vínose á ella á
media rienda, sin miedo á una rodada.
La criolla se quedó quieta.
— ¡Vengo en tu busca, vagabunda! — estalló
Almagro en un arranque iracundo. Cuando me-
nos te figuraste encontrar por aquí al ausente
para, hacerte perdiz con él ... ¡ Lo que es esta vez
no tCN escapas, y vendrás conmigo!
Blandengue gruñó, mostrando los colmillos.
Felisar ahogó un grito.
— £ Pensabas burlarme, calandria taimada?. . . .
I Ya verás cuál es tu suerte y el caso que hago
de tus desprecios ! . . . .
— ¡ Te aborrezco, ladrón ! — le interrumpió la
criolla en un ímpetu de rabia.
El mastín se revolvió con los pelos del lomo
erizadps.
Almagro sujetó á dos puños su tordillo; y al
verle pintada en su cara de tigre una mueca fe-
roz, y llevar con ademán brusco la diestra á la
daga, — tal vez para afirmarla en el «cinto», y
no con otro móvil, — ella abandonó las riendas,
encogióse en la montura y refregándose una con
otra sus manos, gritó entre medrosa é irritada:
— ¡No me mates!
— I No pienso tal cosa! ¡Tienes que pagarme
largo tributo, deslenguada!
Y esto diciendo con ira creciente, el mayor-
ISMAEL 301
domo clavó espuelas, abalanzándose hacia la jo-
ven.
Blandengue dio un salto de felino, con un sordo
ronquido.
El brioso pangaré, que había caminado en tanto
algunos pasos sin sentir el gobierno, mordió el
freno de improviso, abalanzóse en rápidas corve-
tas sin librar sus lomos, y arrancó por fin á es-
cape derecho á la loma con las riendas colgan-
tes y la crin revuelta.
Felisa era «de á caballo», tanto como el mejor
ginete; y por eso, aunque sacudida de todas ma-
neras en el recado, conservó la posición sin per-
der el ánimo y hasta se inclinó dos veces para
coger las riendas, en medio de la veloz carrera.
Jorge se deslizaba á un flanco como una som-
bra tendido sobre el pescuezo de su tordillo, de-
senredando las boleadoras ; y Blandengue volaba
furioso dirigiendo dentelladas á los garrones del
pangaré, que al sentirse acosado redoblaba sus
esfuerzos con ímpetu terrible.
— I Blandengue!. . . . gritó Almagro revoleando
las boleadoras.
Este grito fué como un rugido.
En ese momento el pangaré pisó una rienda,
cayendo de golpe sobre sus rodillas, y Felisa do-
minada en parte por el vértigo fué lanzada de
costado, quedándosele encajado el pie en el es-
tribo.
El caballo se incorporó en el acto dando un
302 E. ACEVEDO DÍAZ
corcovo, cuando silbaban las boleadoras que en-
contraron el vacío, y de las que una piedra dio
en la cabeza de la criolla con la violencia de
una bala.
El pangaré arrancó de nuevo azorado con
Blandengue prendido al pecho, arrastrando á Fe-
lisa por el flanco ; y este grupo informe rodó por
los declives y subió las cuestas entre espantosos
estrujone*:, revolviéndose varias veces por el suelo
el mastín, para levantarse y prenderse otras tan-
tas á las carnes del mancarrón convertido en
potro por el pánico.
Merced á esta circunstancia, Almagro se le
puso encima y pudo descargarle en Ja cabeza
el mango del rebenque.
Al golpe, el pangaré se desplomó resollando
como un fuelle.
Todo esto Tué rápido, — obra de algunos mi-
nutos.
El mayordomo se arrojó al suelo y precipi-
tóse á Felisa, que estaba inmóvil boca abajo,
con las ropas destrozadas y el pelo lleno de pas-
tos y abrojos, formando una sola masa con la
sangre en cuajarones.
Dióla vuelta trémulo, y vio que el rostro es-
taba todo lleno de manchas color violeta, el crá-
neo hundido por el golpe de la bola, los ojos cu-
biertos de tieiTa semi - cerrados y fijos, las narices
rotas por las coces, y el pecho sin latidos.
Estaba muerta.
ISMAEL 303
Almagro prorrumpió en' un grito terrible, y
viendo al mastín que allí cerca alargaba la ca-
beza hacia el cadáver, desnudó iracundo la daga,
y le tiró con toda la fuerza del brazo una puña-
lada para abrirle en canal.
Blandengue esquivó el golpe, se alejó alguna
distancia, desde donde se puso á mirarle entre
sordos gruñidos, y fuese con la cola baja á es-
conderse en el monte.
XLVI
No marchó ya Almagro aquella tarde con sus
compañeros, reuniéndose todos en las « casas »
para velar el cuerpo de Felisa.
Sólo allí se oía algún ruido.
El campo había quedado desierto en casi toda
su extensión, concluido el arreo de las hacien-
das; y fuera de algunas yeguas potras que va-
gaban lejos, por los juncales de la barra, y de
los novillos € alzados » en el monte del Santa
Lucía, en sociedad con los tigres y perros cima-
rrones, nada quedaba de la valiosa dehesa, á no
ser los corrales de la sucesión Fuentes y un
pequeño grupo de ovejas ruines é inútiles para
la marcha.
304 E. ACEVEDO DÍAZ
Por la noche, encendiéronse tres ó cuatro can-
diles en la pieza que habitaron abuela y nieta,
y en la que se depositó el cadáver de la criolla,
dentro de un cajón improvisado por Tata - Melcho
con tablas viejas de la tahona.
La gente campera, agrupada en su mayor parte
en la cocina, comentaba el suceso, en tanto dos
mates recorrían el círculo, y varios costillares de
vaca se derretían cerca de la llama en los asa-
dores.
La muerta estaba sola.
El mismo Blandengue no había venido á echarse
como otras veces en el umbral de la puerte-
cica del rancho^ con el hocico en tierra y los
ojos somnolientos.
La habían puesto en el cajón con las ropas
que tenía al morir, hechas trizas, sin lavarle el
rostro ni cerrarle los ojos, cuyas pupilas cubría
una capa de tierra. En su negro cabello enre-
dado, los abrojos y flechillas que recogiera en el
campo, formábanle como una corona salpicada
de sangre muy roja.
Tata -Melcho y la negra Gertrudis se acer-
caban de vez en cuando al ventanillo para mi-
rarla un momento, y después se iban persignán-
dose llenos de asombros.
Al hacer su relato en jerga campesina, el viejo
domador decía que esa noche ya á canto de
gallo, por abajo de los c ombúes » donde estaban
la abuela y Tristán Hermosa, se enlucemó la
ISMAEL 305
I _ii_ ,,:j:
I
sombra con las « ánimas benditas », y que del
fondo del campo por atrás de las cuchillas que
caían al monte, venían los aullidos de un ani-
mal extraño que se acercaba y se alejaba, como
si no se atreviese á llegar á las « casas ».
La negra imbécil añadía que era « un ánima »
con cabeza de perro, grande como un buey, la
que ella vio desde la enramada.
El mayordomo no fué ni una vez al cuarto de
la muerta ; y estuvo tomando « caña » toda la
noche hasta dejar vacías dos botas.
Tenía los ojos muy hinchados y rojizos ; —
conversaba á medias palabras, y en lo poco que
decía hablaba de degollar á Blandengue.
Al otro día, taparon el cajón y lo condujeron
al cementerio de piedra, colocándolo junto al de
la viuda de Fuentes, encima de dos rocas planas
y más bajas separadas, por cuya hendidura ó
canaleta corría saltando el agua de las lluvias.
Estuviéronse á la vuelta algunas horas en las
« casas », y después se marcharon á Montevideo,
arreando las haciendas ajenas que encontraban
á los lados del camino.
Tal fué en el fondo la relación que hicieron á
Ismael los moradores de la estancia de Fuentes
en su estilo llano y la franqueza propia de los
caracteres rudos.
Ismael oyó todo siri despegar los labios.
Con la cabeza sobre el pecho, hosco, reconcen-
trado, no apartó la mirada del fuego, ni expresó
20
306 E. ACEVEDO DÍAZ
en su semblante pálido de líneas rígidas, una sola
impresión violenta.
Estaba frío como una piedra.
Mucho tiempo estuvieron los tres callados.
Ismael se secaba las botas acercando las piernas
al fogón, á la vez que con el lomo de la daga
les escurría el lodo del camino.
Después dirigía sus ojos á Blandengue, único
ser que él parecía mirar allí de frente ; y á quien
una vez le pasó el brazo por el pescuezo, atra-
yéndolo hasta juntar su cabeza con su rostro.
El mastín se lo lamió, y volvióse á su sitio dando
un resuello.
El poncho colgado al rescoldo en dos piaderos
clavados en la pared, había humedecido el suelo
con una cascada de gotas, y desprendía vapores
que podían confundirse con el humo.
Pasóle también Ismael á lo largo el lomo de
su daga, como para exprimirlo; sacóse el som-
brero cuyas alas había abatido la lluvia, y aproxi-
mólo al fuego, en tanto sé alisaba la melena,
sacudiendo los bucles sobre los hombros. — Todo
en silencio.
Tata-Melcho, por su parte, concluyó de des-
ensillarle su zaino oscuro, que dejó libre; y vol-
vió á aparecer para invitarlo con un trago de
su bota llena de caña.
Ismael se mojó los labios, y la devolvió sin
decir palabra.
En seguida fué á sentarse de nuevo al lado
ISMAEL 307
del fogón, atizándolo nervioso, y sirviéndose él
mismo del mate que conservaba en una mapo,
en tanío de la otra tenía suspendida por el asa
la caldera.
Sorbía á prisa, por lo que llenaba á cada ins-
tante la calabaza, que no era grande ni pequeña.
Mientras esto hacía de un modo maquinal^
por hábito rutinario, el sabor ó el« aroma de la
yerba parecía estimular el trabajo de su mente ;
porque en sus ojos pardos, siempre vagos, solían
lucir ahora algunos reflejos vivos como de quien
conversa á solas, pico á pico con el instinto su-
blevado.
Una' .hora larga se pasó él allí, después de
esto, encogido y quieto.
Gertrudis y Tata - Melcho entraban y salían ;
Blandengue también; pero Velarde no paraba
atención en ello.
Sólo cuando el mastín se le ponía delante^
refregándose en sus rodillas, vibrábanle los pár-
pados y contraíase su boca con un gesto amargo.
j Leal Blandengue ! Le había ayudado á matar
la tigre, cuando el godo lo mandó á los juncos
de la barra ; y había sido el único amigo de
Felisa ....
Ismael se levantó y salió al patio.
El viento había calmado un poco, pero seguía
lloviendo con fuerza.
Púsose á observar aquellos sitios, recostado en
la pared, muy próximo al lugar en que un día
308 E. ACEVEDO DÍAZ
pechó con su bayo de labor al orejano; miró con
aire tranquilo el rancho, la enramada, las lomas
cercanas, y concluyó por advertir que allí mismo,
donde estaba parado, había caído cierta noche
« un gajito de cedrón » encima de la guitarra
cuyas cuerdas él tañía.
Recién sintió que una opresión le sofocaba el
pecho, y que quería salírsele de un salto la en-
traña; y se paseó con la boca abierta como para
que. el aire le entrase de golpe en los pulmones.
En seguida volvió bajo de techo, inclinóse en
cuclillas y quedóse contemplando el fogón hecho
ascuas, con el pucho apagado entre los dedos.
Al cabo de un rato, cuando ya oscurecía bajo
un cielo de tormenta, Ismael reincorporóse y des-
colgó el poncho de paño burdo, ya casi seco, y
formando un lío del lomillo, la carona y demás
enseres de su recado, tornó á salir, recogiendo de
paso su lanza.
Encaminóse de allí á la tahona á paso rápido,
y guarecióse en el cuartito del flanco, — antigua
escena de sus amores y de sus odios, en donde
había gustado un goce inolvidable, y donde él
creyó un tiempo haber dejado al mayordomo con
el riñon partido.
ISMAEL 309
XLVII
Al verse allí, no pudo menos de estarse quieto
con el sombrero en la nuca y el freno arrollado
en la mano, moviendo á uno y otro lado la ca-
beza entpe visajes de fiera ironía.
Tiró el freno con ímpetu en un rincón.
Pasóse la mano por el pañuelo que le encu-
bría la herida de la frente, que era la que había
demorado más en cicatrizar ^ntre otras leves, de
las que recibiera en el choque de la carretera de
Maldonado, y á poco, recuperó* su calma habi-
tual, poniéndose á tender en el piso los aperos
que debían servirle de cama.
La mesa vieja y la cabeza de vaca habían
desaparecido del zaquizamí ó chiribitil aquél; y un
trebejo todo lleno de polvo y telas de araña era
lo único que se veía allí, arrumbado en un rincón.
Ve) arde lo estuvo mirando atento ; y al fin,
reconociéndolo sin duda en la semi- oscuridad que
lo envelaba, fuese á él y lo alzó con un movi-
miento de sorpresa.
Era su guitarra; pero maltrecha con resque-
brajos y abollones, y una cuerda de menos. Las
demás, á excepción de la cantarela, estaban rotas.
310 E. ACEVEDO DÍAZ
Contemplóla él con cariño.
En ella puso el pie Almagro la noche de la
pelea, y allí se notaba « el surco » en la caja
hendida. — Pero, antes la había hecho sonar la
pobre « china », y nunca sonó mejor.
Ismael empezó á reatar las cuerdas y á mover
las clavijcLs, tentando á veces con el meñique; y
sin que él de ello se apercibiera, llegó á templar
á medias el instrumento.
Con los ojos abismados en las sombras de
aquella tarde triste, cual si en ellas buscase otra
de mujer, que en su imaginación veía, rompió de
pronto á cantar con una voz dulce y simpática
un « estilo » ; y, cuando su último eco se ' hubo
extinguido en medio de un gran silencio, pare-
cióle al gaucho que todo el frío de la soledad
se le entraba en el alma.
Calló. Pero sus dedos continuaron rozando
las cuerdas, con cambio de aire y tono por lar-
gos momentos.
Blandengue, echado junto á la puerta, se puso
á aullar.
Ismael dejó la guitarra y empezó á descal-
zarse con pereza las espuelas.
Había cerrado la noche. Seguía cayendo un
agua mansa en menudas gotas y soplaba de
nuevo el viento frío.
Velarde cubrióse con el poncho, y se acostó
en su recado boca abajo, sin quitarse las ropas.
Pasados algunos minutos en esa posición de
ISMAEL 311
inmovilidad completa, recorrióle todo el cuerpo
un temblor convulsivo. Después murmuró pala-
bras confusas, pu^ la cara de lado, y no volvió
á agitarse más. Cerca de veinte y cinco leguas
de jornada al paso de trote, en la columna de
Manuel Francisco Artigas, habían aplomado su
cuerpo; y no tardó en rendirlo al sueño la fatiga.
Su descanso fué sin embargo corto.
Antes del alba se levantó y fuese á la cocina;
hizo fuego, cebóse él mismo el mate y asó un
poco de charque de un trozo que pendía del
techo, expuesto al humo hacía tiempo.
Cuando acabó su sobria merienda, asomaba
un día sin nubes.
Tata-Melcho, con la cabeza escondida entre
los hombros, tembleque sobre sus zanquituertas
y la greña canosa y sucia cubriéndole el pes-
cuezo, chapoteaba barro con los pies descalzos,
sobando una guasca en el palenque, como im-
buido en una ocupación muy grave.
Gertrudis se entraba y salía de la cocina,
amorrada y brusca, sin haber dado á Ismael los
c buenos días », con un trapo incoloro sobre su
casco lanudo, y haciendo sonar los chanclos de
madera en los talones encallecidos.
Velarde se levantó impasible, y dirigióse al
campo con el freno en la mano, en busca de su
caballo.
Así que lo hubo, paciendo cerca, saltólo en
pelos, y fuese al paso á la tahona.
312 E. ACEVEDO DÍAZ
Allí ensilló despacio, alistóse, y á breve rato
de vagar á pie sin objeto por el sitio por él tan
conocido en que se elevaba Ja pirame, — como
decía Aldama, — de astas y huesos, encaminóse
de súbito al zaino, montó, y cogiendo la lanza
clavada en el suelo, se marchó al trote.
Al pasar junto al viejo domador, que seguía
muy afanado su guasqueo, lo saludó sin mirarlo.
Tata-Melcho volvió la cara, con xa\adió bronco,
y quedóse moviendo la cabeza con su gesto de
estúpido, murmurando:
— ¡Naide creería 1
Ismael así que se hubo alejado de las < casas >
un trecho regular, se detuvo; y dando un giro
rápido en el recado apoyándose en el pie izquierdo
sobre el estribo, sentó la pierna derecha en la
encabezada del lomillo, y púsose á mirar aque-
llos lugares que alumbraba ya el sol y que nunca
quizás volvería á ver.
A un flanco, en el declive de la loma, se alza-
ban las peñas del c cementerio » con sus cajones
colgantes, bañados de luz y cubiertos con el bos-
caje de agrestes arbustos y yerbas paríctarias;
pero él, al continuar su marcha á paso lento,
cruzó á algunas varas de distancia sin sujetar
su zaino, mirando de reojo con la cabeza baja
aquellos ataúdes sobre los cuales había estado
golpeando toda la noche el agua del cielo.
Iba con el barboquejo entre los dientes y la
pupila mojada, agobiado, en columpio sobre los
lomos, y floja la rienda.
ISMAEL 313
Así caminó más de una legua con Blanden-
gue al flanco, rumbo á Pando.
Ningún ser viviente se había atravesado en su
trayecto; los campos estaban solos, las poblacio-
nes sin vida, la carretera silenciosa.
En el horizonte se dibujó en cierto instante
una silueta negra, que era una tropa de ganado
yeguar arreada á gran galope por alguna par-
* tida de las milicias.
Ese grupo se dirigía hacia el Sauce, y llamó
la atención de Velarde.
Cambió entonces de rumbo, desconfiando que
se hubiese movido la columna de caballería del
punto en que él la dejó.
Avanzaba la mañana con un sol radiante; gi-
rones de vapores flotaban en los bajos y ascen-
dían lentos para desvanecerse pronto, presagiando
un día puro y sereno.
Ismael no había cambiado el paso de su ca-
balgadura, ni la posición de su cuerpo, y arras-
traba la lanza cogida del envase de la moharra
sin apartar su vista del suelo.
De improviso un rumor sordo que venía del
lontananza, le hizo levantar la cabeza y pararse
en la cresta de una loma.
A ese ruido siguióse un corto silencio, y des-
pués una serie de retumbos sonoros que se ex-
tendían como truenos en la atmósfera.
El zaino alzó las orejas, bufando.
Ismael se' estuvo todavía un instante atento;
314 E. ACEVEDO DÍAZ
púsose derecho en la montura, relampagueó su
rostro y clavó por fin espuelas, de golpe, arran-
cando á media brida.
Blandengue saltó detrás.
Retumbaba más ronco en los aires un lejano
cañoneo.
XLVIII
Mientras que sus bizarros tenientes tomaban
en la forma que hemos visto la iniciativa de la
acción sangrienta, por él dirigidos; y en tanto
que Pedro José Viera con su milicia provista del
armamento y municiones de que careciera al prin-
cipio sublevaba el distrito de Paysandú con el
apoyo eficaz del capitán Bicudo, D. José Artigas,
á quien la Junta de Buenos Aires había confe-
rido el grado de Teniente Cpronel de Blanden-
gues, y que desde muchos días atrás había pi-
sado tierra en las Huérfanas, asumía el mando
superior provisorio de todas las milicias de caba-
llería organizadas al sur del Río Negro, de los
blandengues y de las compañías de infantería del
regimiento de patricios, que debían constituir con
dos pequeñas piezas de campaña la base de su
columna.
ISMAEL 315
Antes de seguir en nuestro relato eslabonando
hechos de esta índole, interesa una ligera digre-
sión acerca de los precedentes necesarios del
drama histórico cuyos cuadros principales veni-
mos esbozando.
En los primeros días de Mayo el movimiento
insurreccional llegó á su período álgido, y en las
vastas copiarcas entonces habitadas apenas por
setenta mil almas, todos los hombres útiles vivían
en los campamentos atraídos por el prestigio de
la causa revolucionaria y agitados por la pasión
local, que en rigor constituía el fondo de la de-
sobediencia, y la fuente inagotable de las rebel-
días heroicas; pues que, dividido ya el campo
entre europeos y tupamaros, estos últimos nega-
ban la existencia de todo vínculo social ó polí-
tico con sus antiguos dominadores, considerán-
dose una familia distinta, como si dijésemos una
entidad etnológica en pugna con la raza de la
vieja colonia, y reclamaban para sí la posesión
y tranquilo goce de las soledades en que se ha-
bían formado y desenvuelto sus instintos, que en
verdad, como tales, eran fuerzas más vivas y enér-
gicas que las ideas, y por lo mismo de acción
más rápida para demoler hasta en sus cimientos
el edificio vetusto sin dejar piedra sobre piedra.
El amor de la tierra virgen en la masa in-
culta, fué el punto de arranque de la conflagra-
ción. Sin este amor local ó encariñamiento tenaz
y fanático por el terrón, por el pago, por el dis-
316 E. ACEVEDO DÍAZ
trito, por la provincia; sin este espíritu indoma-
ble de localismo que levantaba con viril denuedo
los imperfectos elementos de sociabilidad disper-
sos en el desierto, y los movía en la lucha sin
amalgamarlos jamás con los extraños en un cho-
que permanente de medios, intereses y fines, el
movimiento inicial habría sufrido en esta banda
serios contrastes, y aun habría sido sofocado al
empuje de un poder incontrastable. — Para esa
grande idea inicial, eran fatalmente necesarias
estas violentas pasiones. Incubada en los fondos
misteriosos de la evolución natural que trastorna
el orden de las cosas y eleva nuevas civilizaciones
sobre las ruinas de las viejas ó caducas, la idea
germinaba en un médium perfectamente preparado
para un desborde de energía concentrada, pues
que el terreno en tres siglos de abono colonial
entrañaba el más fecundo semillero de conflictos.
El elemento culto de la revolución había go-
zado de las ventajas de los centros, del estudio
sesudo en meditación fría y sosegada; y estable-
cida la corriente de ideas entre los cerebros pen-
sadores, como síntoma precursor de la lucha^ fuese
formando una serie de compensaciones á la vida
de inercia; esa actividad laboriosa y secreta del
espíritu neutralizaba la monotonía del hábito tra-
dicional, y en proporción lo odioso del régimen
no recaía tanto sobre la clase inteligente como
sobre la masa sumisa, dócil al tributo vejatorio
y á todas las fórmulas consagradas del sistema.
ISMAEL 317
Este elemento culto, imbuido en la teoría, sin
las previsiones de la experiencia, no tenía en
cuenta los medios, ni la condición sociológica del
conjunto.
La masa obedecía inconsciente, pues el hom-
bre de la colonia era algo como el hombre -es-
tatua de Condillac; la regla del servilismo lo
inhabilitaba para el examen y la deliberación, sin
dejar por eso de aparecer como el elemento ac-
tivo é indispensable en la economía colonial.
En defecto de ideas definidas y de propósitos
ocultos elevados, los instintos y las pasiones com-
pelidas al retraimiento por la represión penal,
ganaban en intensidad y fiereza lo que ellos
perdían en cultura; y habíase acumulado de
este modo en las clases ignorantes la mayor
suma de egoísmos locales y de rencores profun-
doS| materia explosiva que debía estallar al me-
nor rozamiento, sea cual fuere la grandeza de
la causa que las reuniese á la sombra de sus
banderas.
Si es cierto que toda revolución política y so-
cial es un estallido de pasiones y un aborto pro-
digioso de ideas, suprimidas aquéllas se quiebra
la fibra y no se encauzan las últimas en la co-
rriente del tiempo. Para que las aguas de los
grandes ríos se presenten puras y tranquilas á
la mitad de su curso, natural • y forzoso es que
antes se estrellen en los peñascos al rodar por
¡as vertientes, y que resbalen luego en revuelto
318 E. AtíEVEDO DÍAZ
y espumoso torbellino confundidas con la broza
y el lodo de sus oscuros orígenes.
Coexistían en esta forma cerca el uno del otro,
el elemento político pensador con sus privilegios
y sus derechos á la iniciativa, medianamente pre-
parado con nociones revolucionarias recogidas le-
jos de las academias y de la disciplina escolás-
tica; y el instinto comprimido — * el fondo de
amarguras siniestras» — formado lenta y paula-
tinamente debajo de la llaga social.
En esas condiciones morales y sociológicas, y
antes que causas ocasionales provocaran el mo-
mento histórico de la sacudida del enjambre, á
nadie era dado prever la proyección y el alcance
del impulso inicial traída á concurrencia forzosa
é ineludible la masa irritada; tan cierto es que
en las horas del conflicto solemne la soberanía
del número acelera el movimiento, desnaturali-
zando- el objetivo á mitad de la jornada ó des-
garrando la propia bandera en el tumulto, por-
que la colisión de elementos de una misma raza,
el encuentro de los instintos indómitos con las
ideas agrupadas en plan, rebeldes los unos á
toda autoridad que no emane de la propia natu-
raleza que los engendra y conserva, rehacías las
otras á declinar una superioridad que las faculta
para abrir y señalar rumbos, es un fenómeno
moral propio de toda época de formación em-
brionaria.
Buenos Aires, relativamente á Lima y á Mé-
jico, era la tercera ciudad.
/,
ISMAEL 319
El virreinato, fuera de no ser una forma de or-
ganización política permanente, era inmenso del
punto de vista geográfico; demasiado grande para
que el principio de autoridad hiciera sentir hasta
en los últimos extremos la acción directa y eficaz
de su influencia, una vez rota la regla discipli-
naria que sofocaba como dentro de una arma-
dura de bronce los impulsos y pasiones nativas.
No pudiendo pues, ella, por sí sola, apesar de
sus asombrosos esfuerzos domeñar el conjunto,
porque carecía de medios suficientes para impo-
nerse y constituir una hegemonía especial, la
I desmembración, por las extremidades al menos,
tenía que sobrevenir de una manera inevitable.
El Uruguay, — con una ciudad fuerte de pri-
mer orden; — el Paraguay y Bolivia, llegaron á
^ confij^marlo.
yi(o parece lógico, desde luego, buscar el ori-
gen de estos cambios en sucesos simples, en pre-
potencias aisladas ó én hechos transitorios: la
, causa estaba en el sentimiento vigoroso del
egoísmo local, como punto de arranque, y en las
proporciones desmesuradas del armazón de la
colonia, como base y teatro de acción.
Explícase así la doble tendencia divergente y
convergente que más tarde presentó esta acción
^ las fuerzas vivas encontradas; sin dejar de
ch^ar entre ellas, se revolverían siempre persi-
gui^dó un propósito idéntico contra el enemigo
corriún.
/
/
320 E. ACEVEDO DÍAZ
Como era natural, esas fuerzas libres de la traba
de la disciplina y exaltadas por el sentimiento
local, debían agruparse en huestes formidables
detrás de los hombres fuertes, de aquellos que
eran capaces de encarnar sus propensiones co-
lectivas, después de haber cautivado la misma
fiereza de la masa con el encanto de las proezas
personales y el « hechizo » del músculo en las
rudas vicisitudes de la vida del desierto.
La atmósfera estaba así preñada de gérmenes
de descomposición é iba á hacerse la ruina por
doquiera para levantar sobre los despojos la obra
de la vida moderna, en medio de combates que
debían durar cerca de tres lustros, como aque-
llos de los cantos del Ariosto.
A la alteza del objetivo, uníase pues, la ru-
deza del medio.
La muchedumbre campesina, de fiera cata-
dura, era capaz de poner miedos al ideal. — Pero,
bajo esa costra de una edad de piedra y detrás
de esos instintos tenaces ; bajo esa corteza tosca
y melenuda que hacía de las milicias irregula-
res vigorosas semblanzas de las huestes de los
Brenos, latía con la entraña una aspiración no-
ble que debía devolver después de cruentos' sa-
crificios, su autonomía propia á una agrupación
humana y su dignidad al hombre, aun cuando
rompiese con la unidad del esfuerzo y escapase
al gran centro absorbente con un reto de so-
berbia.
IBMAEL 321
Esas multitudes en todas partes, no se mo-
vieron, sabido es, al principio por la conciencia
clara y evidente de la verdad y del derecho, sino
por la conciencia de la fuerza, adquirida por su
intervención paulatina y progresiva en todos los
sucesos grandes y pequeños, que venían pertur-
bando desde años atrás el equilibrio colonial.
Concíbense de este modo las sacudidas turbu-
lentas de la msisa, que al agitarse al ruido de
las batallas que se libraban con suerte varia en
las fronteras remotas del virreinato, surgía á la
escena arrastrando todas sus miserias y desnu-
deces, á semejanza de esos anfibios poderosos,
que al surgir en la superficie de las aguas traen
consigo el limo del fondo, rebulléndose con es-
truendo en medio del cauce para enturbiarlo por
algún tiempo.
XLIX
Este- « exceso de energía » del movimiento, no
previsto 'ni susceptible de ser dominado, asignaba
por la fuerza misma de las cosas un sitio de pre-
ferencia en la escena á la prepotencia personal.
Del pago salió la partida, con su teniente ; y de
todos los pagos surgió la hueste, con el caudillo.
21
322 E. ACEVEDO DÍAZ
El país quedó así resumida en un guarismo
imponente, una unidad de voluntades dóciles á
su vez á la inspiración de uno solo : — todas las
resistencias locales rindiéndose al prestigio del
renombre, todas las desobediencias activas identi-
ficándose al fin en el solo sentimiento de la inde-
pendencia individual, como un haz de dardos
enconados bajo una mano de hierro, que al ser
distribuidos en el combate á impulso de los re-
sabios de herencia, tenían fatalmente que produ-
cir la más sangrienta crisis purgadora.
La tierra de Artigas, donde existían murallas
de granito erizadas de cañones, era precisamente
uno de los teatros destinados á esas peleas cru-
eles y á esas explosiones casi atávicas que un
sistema de fuerza prepara y fomenta por la
misma severidad de su rigor. ^
El aislamiento en que se había dejado la ex-
tensa campaña del territorio, al punto de que la
acción de la autoridad llegó á ser nula en ab-
soluto hasta que Artigas echó sobre sí á fines
del pasado siglo la ardua tarea de limpiar inexo-
rable las comarcas, contribuyó á formar en el
ánimo de la gente agreste la convicción firme
de que los campos solitarios con sus ríos y sel-
vas, montañas, valles y rancherías^ era^suelo de
tupamaros y no de godos.
El mismo idioma se desfiguró en boca de los
criollos.
Las diferencias morales y sociales se hicieron
ISMAEL 323
profundas, y bajo el influjo de estas circunstan-
cias reagravadas por el sistema político - admi-
nistrativo de absorción y monopolio exclusivo,
el espíritu de pago y de independencia indivi-
dual tomó creces, mirándose con odio todo lo
que se encerraba dentro de los muros y bastio-
nes del famoso Real de San Felipe.
La autoridad de un hombre era la única que
se había hecho sentir con vigor en las campa-
ñas, cuando ellas sufrían las consecuencias del
abandono á que las condenaran las estrechas
prácticas del régimen; y ese hombre, era preci-
samente la personalidad típica ó sea el caudillo
que la pasión local adhería á sus intereses de
distrito como un apoyo fuerte, sostén y vali-
miento de todos los egoísmos parciales, cuya re-
sultante tenía que ser la autonomía provincial
propia ó la soberanía independiente.
Los principios de un orden moral y aun polí-
tico elevado, no influían directamente en los es-
píritus, extraños como lo eran éstos á los pla-
nes preconcebidos de un núcleo determinado de
hombres inteligentes ; las propensiones ingénitas
á la emancipación y á la vida libre, sólo que-
daron de relieve cuando las entidades fuertes
surgidas del seno de la misma muchedumbre
las encamaron y prohijaron, llevando á ellas la
convicción de que la « autonomía del pago »
quedaría afianzada por su propia cohesión con
el movimiento.
324 E. ACEVEDO DÍAZ
Así, para todos los criollos capaces de empu-
ñar las armas en el período histórico de que
hablamos, en la personalidad de José Artigas, de
suya dominante, estaba la garantía del éxito; y,
aun cuando bajo la presión dura é inflexible del
viejo régimen hubiesen ellos halagado ilusiones
ardientes hacia el cambio de cosas, su persua-
sión era la de que sin un hombre de esas apti-
tudes en el teatro, que él sólo podía entonces
animar y transformar con su iniciativa de archi-
caudillo, habría sido difícil la conmoción y el al-
zamiento de las campañas.
Cuando Artigas se presentó en Buenos Aires
después de su disgusto con el brigadier Hue-
sas, gobernador de la Colonia, obtuvo una aco-
gida benévola.
Frío y reservado por temperamento, duro y
fuerte por carácter, aunque llevaba « el pelo
de la dehesa », mereció una consideración que
hacían exigible sus propios méritos. La Junta lo
apreció como el hombre de aptitudes necesarias
para sublevar las campañas de su provincia.
El no hizo ruegos ni súplicas; sobrio en el
decir, expuso sencillamente su objeto; y esperó,
con esa firmeza propia del que ya se ha juz-
• gado á sí mismo y adquirido la conciencia de
su valer y su prestigio.
La Junta lo aceptó y otorgóle un ascenso en
su carrera, sin disgustarse por la rigidez y la
aspereza del nuevo héroe que se presentaba en
ISMAEL 325
la escena, y que bajo ese aspecto mismo denun-
ciaba un hombre de iniciativa y de lucha.
Artigas regresó, y desde el campamento de
Belgrano puso en juego sus recursos, robuste-
ciendo moral y materialmente la iniciativa revo-
lucionaria de Viera y Benavides.
Las campañas se alzaron en armas.
Aquella impasibilidad y conciencia de su valer,
de que había dado indicios en sus cortas rela-
ciones con la Junta, no se desmintió en el campo
de Capilla Nueva : igual sobriedad de conceptos
é idéntica perseverancia en los propósitos^ sin
un solo acto contradictorio que descubriese en
su espíritu reconcentrado tendencias discrepan-
tes, y desde luego de proyecciones distintas á
las del ideal común, sin que esto importe decir
que él cediese sólo á una ambición impersonal.
Aun con haberse presentado pues, con su cor-
teza selvática á la Junta, compuesta de hombres
avizores y bastante sagaces para penetrar el es-
pesor de esa corteza, asignósele así un puesto
en el gran teatro, valorándose sus alcances por
su influjo sobre sus comprovincianos.
El acreditó ese influjo.
Su presencia en el país difundió la confianza
y levantó la fibra.
De ahí la espontaneidad en la acción y en la
cohesión de esfuerzos por parte de sus tenientes,
en el momento en que volvemos á encontrarlo
en la escena al frente de una división de las
tres armas, y en marcha hacia el enemigo.
326 E. AC3EVED0 DÍAZ
El que hallamos de nuevo asumiendo una ini-
ciativa vigorosa, es el mismo sujeto que en las
primeras páginas de nuestro relato presentamos
en el atrio del convento de San Francisco, cuando
era simple teniente de blandengues, en cordial
conversación sobre el' Cabildo abierto y la for-
mación de Junta, con el padre guardián y el ca-
pitán don Jorge Pacheco.
La sobriedad de costumbres y la sencillez de
hábitos privados chocaban á primera vista en
este personaje agigantado por el prestigio, cuya
juventud se había desenvuelto en los desiertos.
Era, sin embargo, austero, y no alteró nunca
esa educación que él mismo se diera, apesar de
su contacto casi continuo con los elementos cru-
dos de aquel tiempo de reversiones y borrascas.
Con un espíritu superior en relación y apto á
domeñar el enjambre bravio, Artigas era todo un
caudillo.
No bebía, ni jugaba. Su alimento ordinario
aun en medio de los azares de la existencia ac-
tiva, era la carne asada, ó el churrasco puesto
en sazón en la ceniza ardiente.
Vestía traje sencillo: chaqueta y pantalón de
paño fino, botas altas, poncho ó capote en el
invierno. La misma sencillez en el recado, de
buena calidad, pero sin trena, ni lujo.
En este organismo admirablemente dotado para
sobrevivir á muchos de los hombres jóvenes de
su tiempo, había vigor de cerebro é inteligencia
ISMAEL 327
lucida, — de esas que saben á donde van en medio
mismo del tumultp, — astutas, sagaces, previsoras,
y á las que sirve de apoyo consistente un carác-
ter firme é indómito propio para no perder la
calma ante los excesos del desborde, — y fundido
para sobrellevar impasible el rigor de las de-
rrotas.
El mismo no era más que « un exceso de ener-
gía » del movimiento inicial revolucionario.
Había que aceptar tal como surgía á este
< hijo del clima » ó á esta encarnación típica de
la sociabilidad hispano- colonial, de cuya esencia
fué el engendro; porque, representante nato de
todos los anhelos y aun de todas las soberbias
de una masa poderosa, su inmixtión era fatal en
los formidables sucesos de la época.
La revolución necesitaba triunfar sobre el gran
peligro permanente del dominio español en Mon-
tevideo ; ó por lo menos aislarlo, sublevando las
campañas y dirigiendo las muchedumbres arma-
das hacia esa plaza fuerte, que llegó á contener
dentro de sus muros ciclópeos seis mil soldados,
cuatrocientos oficiales, seiscientas piezas de arti-
llería, un inmenso parque de pertrechos y cien
embarcaciones en la rada.
Esa empresa que parecía ardua, casi imposible
al principio, por los sentimientos de lealtad al
rey de que se suponía animados los espíritus en
esta banda, fué acometida por el caudillo des-
pués de su incidente con el brigadier Muesas,
328 E. ACEVEDO DÍAZ
con tan hábiles maniobras, que en menos de cin-
cuenta días como hemos visto, propagóse hasta
la más lejana zona el fuego de la insurrección.
L
Por eso le volvemos á encontrar ahora al frente
de una división militar confiada á su valor y á
sus aptitudes de caudillo por la autoridad su-
prema; y con la que alcanzaría en breve una
victoria fecunda que había de dar por resultado
el dominio absoluto de las campañas, la suspen-
sión de las negociaciones sobre armisticio, y la
evacuación de la Colonia del Sacramentó — cen-
tinela avanzada de los ríos.
Componían esa columna doscientos cincuenta
hombres del regimiento de patricios y noventa y
seis blandengues, á las órdenes del teniente co-
ronel Benito Alvarez y del capitán Ventura Váz-
quez; trescientos cincuenta caballos, y dos pie-
zas de á dos.
En la víspera del combate la división se re-
forzó con la caballería de Maldonado y Minas,
hasta completar mil combatientes , y de esa mi-
licia se destinó una fracción á la infantería, que
sumó entonces cuatrocientas bayonetas.
ISMAEL 329
Este conjunto caprichoso de soldados de uni-
forme, fusileros con andrajos, casaquillas incolo-
ras, sombreros de altas copas, gorros de cilindro,
chiripaes haraposos, enormes espuelas, lanzas de
cuchillas y cañoncicos que parecían cerbatanas
para soplar bodoques, — pero todo bien organi-
zado y dispuesto, — habíase avanzado hasta Ca-
nelones en marcha al campo enemigo.
Estaba éste situado en la villa de las Piedras,
a cuatro leeuas de Montevideo.
Durante tres días y medio un cierzo helado y
el agua que caía copiosa de las nubes acosaron
persistentes la división en marcha, inundando los
terrenos bajos y compeliendo la tropa á acampar
en las lomas, donde era casi imposible el vivac
bajo tan ruda inclemencia.
El frío recrudecía, y patricios y blandengues
calados hasta la piel, desprovistos muchos de
ponchos de paño y algunos del abrigo más mo-
desto, anhelaban la hora del nuevo día por si
asomaba el sol — ía capa de los pobres — que
debía calentar sus músculos y retemplar sus áni-
mos para el momento de prueba.
Sus rayos disiparon los vapores después de
las diez; pero en ese día Manuel Francisco Ar-
tigas comunicó desde Pando que una columna
enemiga marchaba en son de ataque á su en-
cuentro, y pedía refuerzos para hacer pie firme.
Artigas resolvió entonces cortar la columna
destacada, y reservándose el mando inmediato
330 E. ACEVEDO DÍAZ
del centro, compuesto de blandengues y patricios
con las dos piezas de artillería, dio al capitán
León el del ala izquierda, al capitán Pérez el de
la derecha, y á Tomás García de Zúñiga el de
la reserva.
Cubiertos así los flancos, rompióse la marcha
en columna en la hora del ocaso; pero sobrevino
la noche en las puntas del Canelón, paralizando
el movimiento de las fuerzas.
Rayó un alba tormentosa.
Una lluvia densa que sacó de cuencas las más
pequeñas corrientes de agua y el arroyo del
Sauce, arremolinóse con una ventisca frígida so-
bre el campamento por algunas horas.
Esa tarde, la milicia de Manuel Francisco Ar-
tigas compuesta de trescientos ginetes, se puso
á la vista y efectuó su junción, haciéndose inne-
cesario el movimiento estratégico de flanco em-
prendido por las tropas regladas.
La víctima de la excursión de la fuerza rea-
lista, que pudo sentir á tiempo el movimiento,
lo fué en sus valiosos intereses el respetable su-
jeto don Martín José Artigas — padre de los dos
caudillos — á quen se asaltó en medio de las
tinieblas su propiedad rural y sus dehesas, sus-
trayéndosele cerca de mil cabezas de ganado para
provisión de la plaza.
El día asomó sin nubes — un sol de Mayo —
decían los patricios; — algunas detonaciones lejanas
anunciaban ya la aproximación del enemigo, y
ISMAEL 331
las partidas exploradoras hacían paso á paso su
repliegue.
Artigas no esperó que se acercasen los tercios
españoles, y moviendo su columna de cuatro-
cientos infantes y seiscientos caballos avanzóse
al encuentro con denuedo, trabándose el fuego
de guerrilla salpicado con las descargas del
cañón.
LI
Cuando Ismael se separaba de la división de
Manuel Francisco Artigas para dirigirse á la
estancia de Fuentes, su compañero Aldama, de
quien estaba apartado desde el día del regreso
del pago de Viera, desprendíase con una partida
de la fuerza de Venancio Benavides destacada
en la Colonia, y se incorporaba en la tarde al
grueso de la columna en las puntas del Canelón.
Esa noche era necesario trasmitir órdenes á la
caballería de Maldonado, acamp&da en Pando,
que tenía en jaque al enemigo por el flanco, y
cuyo jefe pedía auxilio, amagado al fin como era
de esperarse por una fuerza considerable.
La crudeza d^ un aire helado unido á una
lluvia copiosa, la oscuridad intensa de la noche
SS2 E. ACEVEDO DÍAZ
y el desborde de arroyos y cañadas hacían muy
difícil la cruzada para el que no fuese hábil ba-
queano en aquellos matorrales, imponentes á tan
altas horas.
Con todo, Aldama que conocía muy bien esos
sitios entonces incultos, se ofreció para llevar la
comunicación, la que le fué conñada, partiendo
en el acto hacia el campo de Manuel.
La travesía fué feliz, salvo los accidentes en
las zanjas llenas de agua y en los pantanos ce-
nagosos.
La división no se había movido de su campo
y estaba alerta, a pesar de los rigores del tiempo,
sin fogones ni tiendas. Los hombres en su mayor
parre se encontraban montados, bien cubiertos
con sus ponchos. Otros daban descanso á sus
■ caballos manteniéndose de pie apoyados en el
recado que cubrían con el embozo, y algunos
escudaban el pecho y la espalda con pieles de
camero en defecto de otro abrigo, en cuclillas
junto á sus caballerías en grupo.
Esta división había pasado por algunas peri-
pecias.
Cuando Velarde y sus compañeros llegaron á
encontrarse en Pan de Azúcar con la partida
suelta de Juan Antonio Lavalleja, la columna de
Maldonado y Minas venía en marcha buscando
la incorporación de Artigas.
La cohesión con la hueste de Frutos se hacía
pues, ya imposible á partir de que la orden reci-
ISMAEL 333
bida era la de salvar distancias á trote largo sin
más demoras que las treguas de resuello. — Is-
mael se agregó á la columna.
Esta siguió sus marchas forzadas hasta ponerse
al habla con Artigas ; y ya hemos visto cómo á
la altura de Pando desprendióse Velarde rumbo
al río Santa Lucía y calera de Zúñiga.
La división de Maldonado hizo alto cerca de
la villa, bajo una lluvia densa acompañada de
una de esas ventolinas otoñales que nada desme-
recen de las borrascas del invierno.
Las tropas españolas se habían movido en
tanto fuera de muros, y avanzádose hasta las
Piedras en número próximamente de setecientos
infantes, inclusa la dotación de piezas, cuatro-
cientos caballos, dos obuses de á treinta y dos,
y dos ó tres piezas de á cuatro, servida cada
una por diez y seis artilleros.
El virrey Elío justamente alarmado por el le-
vantamiento de las milicias de campaña y el giro
extraordinario de los sucesos, resolvióse tentar
este esfuerzo, lamentándose en el fondo que el
brigadier Muesas — por otra parte militar meri-
torio — hubiese dado motivo á Artigas para ale-
jarse de su campo y cuerpo de blandengues é
ir á ofrecer el concurso de su prestigio á la
Junta de Buenos Aires*
Elío atribuía así, como se ve, á los simples
efectos de un desagrado personal con su teniente,
la actitud actual y resuelta de Artigas, confun-
K4 E. ACEVEDO DÍAZ
diendo la causa de ocasión ó aparente con otra
más profunda en rigor de lógica ; ya se consi-
dere al futuro caudillo animado de un patrio-
tismo puro, ya bajo el influjo de las pasiones
que sirvieron más tarde de nervio de resistencia
á la emancipación local.
El hecho es que el virrey escogió sus mejores
tropas para afrontar esta aventura, confiándolas
á oficiales valientes y experimentados.
Excepto un- trozo de milicia — y ésta misma
de primer orden — á las del capitán D. Jaime
Illa, la casi totalidad era infantería veterana de
rígida disciplina bajo el mando superior del ca-
pitán de fragata D. José de Posadas; y subal-
terno de los tenientes Borras y Cañiso, entre
otros, y de los alféreces de navio Argandoñe,
Montano, Castillos y Soler.
En la caballería compuesta de criollos afectos
momentáneamente al sistema, figuraban en por-
ción regular los peninsulares con Jorge Almagro
á la cabeza.
El mayordomo de la estancia de Fuentes había
llevado un buen concurso á la plaza, en hombres
adictos y haciendas ; y lo que constituía el tronco
de la milicia organizada se confió á su celo y
decidida adhesión á la causa del rey.
El escuadrón parecía dispuesto á quebrar lanzas.
Su primer movimiento ofensivo á vanguardia
e una columna volante, se dirigió á la caba-
ería de Maldonado, cuyos hombres en su ma-
ISMAEL 335
yoría estaban armados como los de ArtigavS, de
varas con cuchillos enastados.
Con todo no se llevó el ataque.
La columna de los independientes, la noche de
la llegada de Aldama, corrióse un poco sobre
uno de sus flancos, destacando algunas partidas
exploradoras.
Aldama al frente de una de ellas cruzó en
medio del agua y las tinieblas parte del distrito ;
y pudo observar que la caballería enemiga, cam-
biando de rumbo, penetraba al campo de don
Martín José Artigas y emprendía el arreo del
ganado.
En un terreno resbaladizo y entre las sombras,
al favor de la lluvia y la tronada fragorosa,
el gaucho bravo cayó sobre una guardia avan-
zada que destrozó, cogiendo dos prisioneros.
Por éstos supo que quien había entrado al
campo de Artigas era Jorge Almagro con su
escuadrón. — En seguida se replegó á la columna.
La noticia le había sorprendido.
El mayordomo estaba vivo, y nada sabía él
de Ismael!
Durante la marcha Aldama llegó á reconocer
en uno de los prisioneros, para colmo de sorpresa,
á un peón del establecimiento de Fuentes, anti-
guo compañero suyo y de Velarde en las faenas
pastoriles. Este, como otrosí del pago, había se-
guido á Jorge á Montevideo por im exceso
natural de servil respeto á los fuertes. Aldama
336 E. ACEVEDO DÍAZ
le hizo hablar, enterándose de todo lo acaecido en
la estancia de la viuda desde el día de su ausencia.
Cuando el prisionero hubo concluido, él le pre-
guntó por qué no había amparado á la pobre
moza en sus pesares, siquiera por lealtad al apar-
cero; y oída la respuesta evasiva del preso, el
gaucho se le acercó mucho mirándolo con ojos
feroces, y díjole lleno de rabia, echando mano al
cuchillo:
— ¡ En tuavía te voy á degoyar, maula !
El miliciano se apartó de un salto por un
tirón brusco de riendas; Aldama hizo chasquear
la lonja en la carona, y siguió su camino gru-
ñendo.
Pero uno de sus compañeros que marchaba
en pos, al notar el movimiento brusco é inespe-
rado del prisionero creyó que intentaba la fuga
al favor de las sombras, y enristrando su lanza
de clavo se la hundió en las espaldas, arrancán-
dolo con terrible empuje de los lomos.
Otro de los soldados que no esperaba sino
eso al parecer, estimulado por el ejemplo y el
instinto, echó pie á tierra, y montándose en el
cuerpo que se revolvía en el pasto lodoso, des-
envainó el cuchillo y lo pasó por la garganta
de la víctima con asombrosa rapidez.
Esta dio un ronquido, sacudiéndose un mo-
mento ; y antes que el soldado hubiese concluido
de montar á caballo, el caído se quedó rígido y
tieso.
ISMAEL 337
— ¡ No sea bárbaro, canejo ! — exclamó el que lo
había herido con la lanza. — FA chuzazo era de sobra.
— Le parece, — replicó el otro fríamente. — Este
jué poyo negro que salió de güevo blanco, como
consuelo de cuervo.
Aldama que marchaba algunos pasos adelante,
no se apercibió siquiera de lo que había ocu-
rrido detrás.
Toda esa noche se estuvieron sucediendo fríos
aguaceros, y amaneció el día con negro cortinado
de nubes que descargaban copiosos raudales.
La columna movió su campo, y á poco andar
se detuvo en una ladera, hasta que pasó la vio-
lencia de la lluvia.
Al pie de la loma se acampó y tocóse á car-
near. Volteáronse en media hora algunas reses
gordas, cuyas carnes convirtiéronse bien pronto
en asados y churrascos que saboreó con deleite
la milicia, condenada á la abstinencia día y me-
dio, no habiendo hecho otra cosa en ese lapso
de tiempo que churrupear el aguardiente de las
cantimploras y entretenerse con el humo del tabaco
negro.
Saciado el hambre y fortalecido el cuerpo del
soldado, el clarín sonó á intervalos, y por último
tocó « á caballo » y « en marcha ». La columna
se puso en movimiento entre un espeso velo de
llovizna, y caracoleó por el terreno quebrado
subiendo y bajando cuestas rumbo á las puntas
del Canelón.
22
338 E. ACEVEDO DÍAZ
De este punto había salido Aldama la noche
anterior, y allí se encontraba Artigas acampado
cuando la división llegó á ocupar su sitio en el
cuartel general.
Casi todos los soldados con las piernas des-
nudas, se ocupaban en secar los zapatos ó las
botas, y en limpiar las armas oxidadas por la
humedad, especialmente los pesados fusiles de
piedra de chispa y los dos pequeños cañones de
á dos que constituían toda la artillería.
Presumíase que el día siguiente amanecería
sereno, y que habría combate. Se ansiaba por
el sol y por la g]oria. Las dos cosas debían
obtenerse en todo ese día tan suspirado.
LII
Llegó por fin, tranquilo y radiante.
En sus primeras horas, el comandante en jefe
español que, como Artigas, había intentado algu-
nos movimientos para « batir en detalle », tomó
la ofensiva resueltamente; y dejando en las Pie-
dras una g^an guardia con un cañón cargado á
metralla, dirigióse con cerca de mil hombres de
las tres armas y cuatro piezas, al encuentro de
Artigas, quien á su vez venía ya en marcha con
ISMAEL 339
ánimo de no ceder un palmo de terreno á su
infantería veterana.
Ya frente á frente, aunque separados todavía
por un trecho regular, los obuses de calibre
treinta y dos empezaron sus descargas, que fueron
aumentando por momentos hasta trabarse la pelea»
Las fuerzas realistas apartadas dos leguas de
la viíla, tomaron posición en unas alturas llenas
de pedregales á un flanco de la carretera, y
engrosaron poco á poco sus guerrillas en des- ,
pliegue al frente sobre una loma paralela.
La aglomeración allí llegó á ser considerable»
Artigas puso entonces en movimiento su ala
derecha, ordenando á su jefe el capitán Pérez,
que practicase una diversión encima mismo del
enemigo, aunque eludiendo los fuegos de artille-
ría, hasta obligarlo á salir de su campo.
Cumplióse la orden, y viendo á Pérez ponerse
en retirada, la tropa realis'ta creyendo habérselas
con simple caballería salió en su alcance, siendo
ésta la señal del comienzo de la pelea.
Artigas arenga sus tropas, « que juran morir
por la patria » ; avanza en línea á paso firme, con-
fiando su ala izquierda al intrépido teniente coronel
Valdenegro; lanza la caballería de Maldonado á
cortar la retirada del enemigo; ordena echar pie
á tierra ya encima de los tercios á toda su in-
fantería, y ante un repliegue falso sostenido por
el fuego de los obuses, manda cargar la columna^
arrollándola y arrojándola sobre la loma en que
340 E. ACEVEDO DÍAZ
el grueso tendido en batalla cun su artillería de
gra,n calibre al centro y dos cañones á los extre-
mos, empeña la acción con nutridas descargas.
En este ataque recio que barrió.^1 declive como
una ola fragorosa, el teniente Prieto de patricios
lleva en sus espaldas un cajón de municiones
en defecto de muías de carga; el sargento Ri-
vadeneira empuja con sus manos las ruedas de
una pieza entre las balas con impávido denuedo ;
los presbíteros Valentín Gómez y Santiago Fi-
gueredo con sus negras vestiduras jse adelantan
por el centro de la línea alentando en medio á
la humareda los batallones á la victoria; y los
ginetes de las alas precipitan por la ladera á
punta de lanza la milicia urbana en desorden.
El combate llevaba recién hora y media de
empeñado, y debía durar hasta la puesta del sol.
Rehechas las líneas, la artillería inicia su serie
de explosiones y los fuegos de los centros se
prolongan de allí á tres horas.
Eran éstos los sordos truenos que á lo lejos
había sentido Ismael, cuando abandonaba en esa
mañana luminosa los desolados campos de Fuentes.
ISMAEL 341
Lili
Mantenido á pie firme con ardoroso empeño
el terreno ganado en el primer empuje, los vete-
ranos de Posadas con el apoyo de sus cañones
enclaváronse á su vez en la loma, conservando
vivo el fuego graneado é inflexible la tensión, de
su línea.
Con todo, y á pesar de la superioridad en
calidad y número de esas tropas, así como de
su artillería de campaña manejada por peritos
marinos de guerra, la resistencia no podía durar
muchas horas.
La división revolucionaria, cada vez más enar-
decida, redobló sus descargas.
Entonces, la fuerte brigada de la loma sale de
su posición en buen orden al paso de marcha
ordinaria, mordiendo el cartucho, y comienza su
repliegue hacia las Piedras, sostenida siempre
por el fuego de los obuses.
Un escuadrón de caballería de los independien-
tes á una voz de Valdenegro, se avanza sobre
una de las dos alas en retirada, y sujeta sus re-
domones casi en la cresta de la colina.
Por esa parte se arrastra una pieza, con un
carro de municiones.
343 E. ACEVEaX) DÍAZ
Un ginete se desprende con impetuoso arran-
que de la mesnada vocinglera, y cae á lanza so-
bre el grupo derribando dos artilleros, uno de los
riialps estrujó bajo los cascos de su zaino oscuro,
■s demás arrojaron escobillón y mecha, y
n á confundirse con el grueso del ala que
ejaba todavía con aire fiero,
gaucho, — que era Ismael, — clavó el cuento
1 lanza junto al cañón, y quedóse allí in-
1, con la vista fija en la caballería enemiga,
I si algo buscase en su bien ordenada for-
ón en escalones, un poco á retaguardia de
asile ros,
■ge Almagro se agitaba á la cabeza en un
lio tordillo negro, y Velarde pudo verle á
s de la humaza blanquecina sembrada de
lazos que se extendía al frente de la línea,
tonces movió el brazo con ira, y volvió rien-
jara ocupar su sitio en el escuadrón, — en
entos que se ordenaba cargar vigorosamente
os flancos.
nael había entrado al campo de batalla en
omento en que los tercios españoles efec-
in su repliegue hacia la loma enhiesta.
mque apurado su caballo por la rodaja y el
ique, venía brioso y entero.
gaucho ocupó en el segundo escalón de uno
s flancos su puesto de combate, escudriñando
vivo interés la línea enemiga,
la primera voz de mando, le hemos visto
ISMASL 343
desprenderse de la formación y abalanzarse él
solo sobre el grupo enemigo que pugnaba por
arrastrar la pieza de artillería hasta el pie del
declive ; y retirarse luego de divisar á Jorge para
entrar en la carga á fondo.
El mozo parecía querer provocar por todos los
medi8fe un encuentro con el mayordomo, y ma-
nifestaba en sus movimientos audaces un gran
desprecio por el peligro.
Habíase alivianado de sus ropas quedándose
con una camiseta de lanilla, cuya manga dere-
cha veíase recogida hasta más arriba del codo.
Las boleadoras y el « lazo » ensebado, — el que
usaba para coger novillos y aun yaguaretés,
de fina argolla y fuerte trenza, aparecían apenas
ceñidos al recado, como para disponer de unas
y otro en todo instante sin dilación alguna.
Tal vez precisase de esas armas, tan temibles
en sus manos, en la carga decisiva sobre la ca-
ballería realista á que citaba el clarín de León.
Se hallaba el grueso realista en una posición
desventajosa al final del declive de la loma cuando
la caballería de Maldonado se interpuso á gran
galope, cortando su retirada á las Piedras, y la
de las alas cargó como un huracán llevándose
por delante los escuadrones en tumulto.
De éstos, sólo uno que se componía de penin-
sulares voluntarios consiguió rehacerse tras el
vértigo del entrevero; y el que arrastrado por
Almagro con viril arrojo, formó á retaguardia
de la infantería.
344 E. ACEVEDO DÍAZ
Los otros dispersos á todos- los rumbos, sin
excluir el de Montevideo, á donde llevaron la in-
fausta nueva del desastre, no volvieron más al
campo de batalla; y hasta pusieron en el caso
de retroceder y guarecerse dentro de muros á un
refuerzo de quinientos infantes que venían en au-
xilio de Posadas, suponiendo á éste el virrey Elío
fortificado ya en la villa de las Piedras, en cuyo
punto, como es sabido, había dejado una gran
guardia con una pieza de á cuatro.
Los efectos brillantes de la carga de las mili-
cias, el destrozo hecho en los cuadros veteranos,
la pérdida de una parte de su artillería en el
descenso' fatal de la loma, el encierro á hierro y
fuego de sus tropas inmediatamente después del
desbande del vidrioso elemento de á caballo con
que él contaba para reprimir los avances de las
huestes de Manuel, de Pérez y de León, no aba-
tieron el valor sereno del capitán de fragata y
de sus pundonorosos tenientes, — y dando cara
al peligro en la hondonada, propúsose allí ven-
der á alto precio la victoria.
Dentro de aquel cerco de aceros en que se
batía con denuedo, á la caída de la tarde perci-
bíanse apenas en medio á las volutas espesas de
la fusilería y del cañón los morriones de sus sol-
dados aguerridos, y los celestes penachos de los
patricios que adelantaban terreno paso á paso á
la voz ronca ya de sus capitanes.
Una masa de caballería se movió de repente
ISMAEL 3d5
con estrépito en la falda de una de las colinas
ásperas del ala izquierda, y se vino al choque
con la de Jorge Almagro, que buscaba romper
el cerco desesperado á lanza y sable.
Aquel enjambre de centauros se revuelve un
instante tumultuario y ruidoso entre feroces au-
llidos, descargas de trabucos á quema -ropa, re-
fregones de lanzas, ludimientos de caballos y de
sables, volteos y reencuentros a toda rienda, sin
formación y sin orden, saltándose por encima de
los muertos y heridos que los redomones azora-
dos pisotean y estrujan ; y entre el polvo, el humo,
el tufo de la carnicería van á estrellarse dos gi-
netes, cuando uno de ellos refrena de súbito los
saltos de su lobuno, gritando con bronca voz:
— ¡ Esmael !
Quien había hablado, era Aldama.
Ismael, — pues era él en realidad, — le mira
lívido y mudo, y pasa á su lado como una saeta
tendido sobre el zaino cuyos hijares desgarran
las espuelas, con la lanza en la diestra, sin som-
brero y el vendaje en la frente — que sírvele á
la vez de vincha para sujetar su larga melena
sacudida en rizos sobre los hombros.
El zaino corría con las narices abiertas y la
boca ensangrentada, muy erguida la cabeza, cual
si en medio de sus pavores lo impulsara sin em-
bargo adelante el furor de la refriega.
A su lado se deslizaba Blandengue veloz con
la lengua colgante llena de espuma, y el que al
346 E. ACEVEDO DÍAZ
primer arranque de los escuadrones había tomado
parte también en la carga, todo conmovido y
tembloroso, el ojo sangriento y los colmillos á
la vista, ladrando con furor, como si se viese
acosado por una manada de potros.
LIV
¿A quién perseguía Ismael en su frenética ca-
rrera?
La línea enemiga estaba cerca, y los ginetes
de Almagro en fuga desordenada iban á refu-
giarse - detrás de una pieza que sOwStenía el ángulo
del flanco con fuegos convergentes.
En las postrimerías ya de su esfuerzo los ter-
cios menudeaban desde el bajo sus proyectiles
de grueso calibre, y veíase el atacador en movi-
miento entrando y saliendo del ánima con febril
actividad, sin darse otra tregua que la descarga.
Aldama se lanzó en pos de Ismael, que pare-
cía irse derecho á la boca del cañón.
Velarde había distinguido á Jorge en el entre-
vero; luego le vio huir, con el caballo al parecer
herido por una bala de pistola.
Creyó entonces que podía ponérsele encima
antes que se amparase al piquete de artillería; y
ISMAEL 347
abriéndose camino con su hierro tinto en sangre
bajó la cabeza como el toro encelado que em-
itiste y carga ciego, precipitándose hacia el lugar
en que barbotaba denuestos el temible mayor-
<iorao convertido en caudillo.
Vio Aldama, que él sin pararse sino á medias
■en su galope furioso clavó la lanza de hoja retor-
cida y media -luna con banderola azul y roja á
un costado de la línea; y que disipada la huma-
reda de una descarga,' reaparecía en la ladera
del flanco castigando al zaino á rebenque doblado
con la mano izquierda.
Silbaban á esa altura un enjambre de bolea-
doras, '
No pocos ginetes realistas habían caído en
poder de la caballería patriota á los tiros del
arma charrúa, admirablemente manejada por los
ágiles centauros; y cuando fué necesaria, vino
en ayuda de ella la otra arma arrojadiza, el
< lazo », para arrastrar fuera de los fuegos á los
heridos y prisioneros.
La confusión sucedida al choque aumentaba
por momentos, lo mismo que en un rodeo de
hacienda brava que rompe el cerco y se desbanda
entre galopes y caídas, tiros de « lazos » y « bolas »,
silbidos y clamoreos, con la diferencia de que
goteaba sangre en esta brega y se magullaban
carnes y huesos, despenándose sin cuartel y ha-
ciéndose acopio de despojos.
Ismael con la misma agilidad que en un rodeo
348 E. ACEVEDO DÍAZ
de novillos alborotados, revoleaba por encima de
su cabeza en ancha espiral el lazo de trenza,
seguido siempre del mastín.
Jorge con su tordillo rendido apuraba la fug*a
á retaguardia de los dispersos, airado el gesto,
en su impotencia de rehacer los escalones que
llevaban el desorden á la línea; y volvía el rostro
afirmándose en su deshecha cabalgadura para
librar con el astil de su lanza de los tiros de
holas los corvejones, cuando el lazo de Ismael
zumbó á pocas varas de distancia, ciñéndosele
al cuerpo como un aro de hierro.
Jorge reconoció á Velarde, y al sentirse cogido
á la manera de una bestia montaraz, abandonó
la lanza, echó mano al cuchillo en rápido movi-
miento y tentó cortar la presilla de la trenza
vomitando injurias.
Ismael sin embargo, no le dio tiempo para
zafarse ; y al verle él torcer riendas callado, im-
placable é hincar las grandes rodajas en el vien-
tre de su zaino brioso, amartilló una pistola, y
se asió con la mano izquierda á las crines del
tordillo prorrumpiendo en un grito de rabia.
Sólo un puñado de cerdas quedó entre sus
dedos crispados; porque de súbito con irresisti-
ble violencia, tras una recia sacudida que le hizo
perder con los estribos el ánimo, fué arrancado
de la montura.
Así mismo caído boca abajo entre los pastos,
alzó la cabeza, apuntó á su enemigo é hizo fuego.
ISMAEL 349
La bala acertó á rozar la mejilla de Ismael,
dejando en ella una línea roja.
Almagro se puso de pie tambaleante, hincán-
dose con sus propias espuelas; y volvió á caer de
costado, después de arrojar con pavor su pistola
á la cabeza del gaucho.
Aldama, que llegaba al sitio en ese momento,
gritó á Ismael :
— ¡ Guardia al caiión !
La pieza del flanco escupió un tarro de me-
tralla, que chocando en un pedregal próximo es-
parció una lluvia de cascos sobre el grupo.
La lanza de Aldama se hrzo pedazos en su
diestra, y el ginete mismo dobló el cuerpo ha-
cia atrás herido en el pecho y se precipitó á
plomo por las ancas.
El gaucho bravo se. puso en cuatro manos
chorreando sangre, y barbotó jadeante:
— ¡ Cinche, hermano !
Ismael arrancó con ímpetu, arrojando una mi-
rada á Aldama, que se desplomaba en los pas-
tos con las manos crispadas sobre el pecho.
Silbaban todavía por aquella ladera las bolea-
doras.
En cambio iban apagándose los fuegos de la
línea realista, exhaustas de municiones.
Pudo presenciarse entonces un cuadro lúgubre
en la zona despejada del flanco, delante de los
escuadrones que habían vuelto á su formación
perdida en la carga.
350 E. ACEVEDO DÍAZ
El cuerpo de Jorge rebotó algunos instantes
en la falda de la loma, lo mismo que una peonza
elástica lanzada de la cresta por un brazo po-
deroso.
El cañón tronó por última vez salpicando pe-
dazos de granada en derredor de Ismael, que re-
cogía su lanza; por un segundo su zaino dobló-
en el declive los remos delanteros, — enrojeci-
dos los hijares, tendidas las .orejas al toque de
corneta, — y reincorporándose en el acto volvió-
á arrancar con un relincho arrastrando á Al-
•
magro que se co^'a á las hierbas y pedregales,
con los dedos desollados y las uñas rotas.
Durante el fugaz segundo en que el caballo
de Velarde flaqueó, Jorge logró ponerse de ro-
dillas moviendo sus brazos en espantosa angns-
tia: Ismael le miró con los dientes apretados^
pálido, bravio; y Blandengue, tomando sin duda.
aquel bulto por una res rebelde hendida ya en
los jarretes por la media - luna, saltó sobre él
y le hundió el colmillo en la garganta.
Velarde siguió azuzando su caballo con in-
descriptible furia; y esta carrera desenfrenada
por el campo que los combatientes habían sem-
brado con doscientos muertos y heridos, duró
algunos momentos.
El cuerpo de Almagro sacudido en infernal
agonía, machucado al fin en las piedras del te-
rreno, hecho una bola sangrienta pasó rodanda
sobre los despojos del combate, y al llegar á la
ISMAEL. 351
línea no era ya más que un montón repugnante
de carnes y huesos.
Entonces, el gaucho se desmontó sin apuro»
Llegóse al cuerpo, y lo estuvo mirando un
rato con una expresión fría y sañuda, de odio
aun no extinguido.
Tenía el rostro desencajado y sucio de pól-
vora ; una de sus greñas largas se había como
pegado por el extremo en la desgarradura he-
cha en la piel por la bala.
— ¡ Sarnoso ! — murmuró, torciendo el labio.
Luego le desprendió la trenza que se había
hundido en las carnes por debajo de los brazos^
y lo apartó con el pie.
El cadáver al rodar produjo un ruido seme-
jante al de una bolsa de huesos ó de semillas
secas.
Blandengue alargó el hocico, olfateando la
pulpa triturada, algo así como carne de mata-
dero ; dio un resoplido, y se echó resollante junto
al zaino oscuro.
Artigas, á caballo en el extremo del ala iz-
quierda, vio cruzar á Ismael arrastrando aquella
masa informe.
— ¿Qué es eso? — preguntó con frialdad.
— Un prisionero cogido detrás de las piezas^.
y ¿ quien ese mastín degolló de una dentellada
' en el declive, — contestó el comandante Valde-
negro.
Artigas apartó de allí impasible sus ojos de
352 E. ACEVEDO DÍAZ
verdosos reflejos para fijarlos en el campo ene-
migo ; habíanse apagado todos los fuegos, rom-
pían clarines y tambores en ruidosas dianas y
las tropas españolas abatiendo armas y bande-
ras, se rendían á discreción.
Desde sus claustros de San Francisco, en donde
proseguían sus tertulias cada vez más animadas
á medida' que aumentaban los ardores políticos
del tiempo, los frailes, nuestros antiguos conoci-
dos, oyeron anhelantes los ruidos lejanos de la
artillería.
Contaminados por el espíritu entusiasta de la
época que iba penetrando insensiblemente en los
centros más rehacios á la innovación, y deposita-
rios exclusivos decirse puede, de la escasa cien-
cia y conocimientos político - filosóficos de su
tiempo, los conventuales entre los cuales había
jóvenes de hermoso talento, siguieron afanosos
los progresos del movimiento revolucionario, co-
mentando paso á paso los hechos que se produ-
cían y que hasta ese instante eran coherentes
con los ideales acariciadds por todo el elemento
criollo.
ISMAEL 353
No bastaba eso á sus fervores profanos.
Desde el principio de la lucha ellos procura-
ron por medios sigilosos ponerse en contacto con
loa jefes del movimiento, coparticipar á la dis-
tancia de las emociones del triunfo ó del con-
traste, y aun trasmitir á Artigas especialmente
los datos y nuevas que juzgaban interesantes á
la causa revolucionaria.
En la soledad de los claustros, la ansiedad era
así más honda y afligen te.
En cambio se miraban con serjsatez las cosas
y los hombres, y por intuición . lúcida se descu-
brían en parte los velos del porvenir.
Fray Benito era un apóstol convencido, tan
manso y culto de carácter como inteligente y
sagaz de espíritu; estudioso por hábito, asimila-
dor de verdades y principios nuevos, elocuente
y persuasivo en el diálogo y en la controver-
sia, ajeno á las intolerancias hirientes, apto por
lo mismo para marchar con las ideas sin infrin-
gir la regla disciplinaria, y aunque joven, acree-
dor al respeto de sus cofrades, que le oían siem-
pre con interés marcado.
El joven fraile les comunicaba sin gran es-
fuerzo el fuego de sus creencias y su fe en el
futuro, sintiendo en su naturaleza el ardimiento
generoso de las aspiraciones nativas y los gran-
des anhelos á una vida más conforme con el
ideal humano, cuya fórmula dio Jesús cuando
lo bestial pesaba sobre el alma, y la fuerza del
23
3r4 E. ACEVEDO DÍAZ
derecho no ejercía su vigor moral en la con-
ciencia de los pueblos.
En las tertulias nocturnas de la celda, el eco
de su voz era el aue persistía en todos los .oí-
dos. Se hablaba quedo, pero corj provecho y un-
ción patriótica.
El rumor del combate, casi á las puertas del
Real, los tenía pues, con razón en extremo in-
quietos.
Parecían aspirar desde sus celdas el olor de
la humareda y aguardaban impacientes el de-
senlace de aquella batalla, de cuy o "resultado de-
pendía la suerte de las campañas.
Parte de ese día se pasó en zozobra.
Lo que ocurría era extraordinario y solemne.
En la celda de Fray Benito se había agru-
pado un regular número de religiosos para oír
un relato que hacía Fray Joaquín Pose, quien
acababa de entrar de la calle después de haber
cumplido con los deberes de su ministerio ayu-
dando á bien morir dos heridos graves de ca-
ballería que habían logrado retirarse del campo
de batalla en las primeras horas de fuego.
Según Fray Joaquín, Posadas estaba irremi-
siblemente perdido. Sus informes eran de abru-
mante exactitud.
Parte de la artillería abandonada, la caballa-
■
ría destruida, el parque en poder de Artigas, los
cuerpos veteranos acosados de cerca y ya sin mu-
niciones : el desastre á esa hora era inminente.
ISMAEL 355
Una llamarada de júbilo iluminaba todos los
rostros.
Los frailes callados, con la vista fija en el na- ,
rrador, no perdían una sola de sus palabras.
Volvían á cada instante las cabezas, apartán-
dose con mano nerviosa la capucha para escu-
chfir los rumores del convento; llevábanse los de-
dos á los labios cuando sentían ecos sospecho-
sos, y en algún intervalo de silencio salían al
patio, quedándose atentos á las explosiones le-
janas.
Continuaban los tetumbos.
Volvíanse á entrar en la celda agitados y fe-
briles, y proseguía el cuchicheo, casi juntas las
bocas en estrecho círculo de miradas y de alien-
tos, rozándose los cuerpos y las manos trémulas
bajo la presión de una ansiedad profunda.
Este grupo de frailes, inspirados por Fray Be-
nito, era el que se distinguía en los claustros
por sus opiniones favorables á la causa de los
independientes; y de esas tendencias conventua-
les estaba enterado el vitrey Elío por otros re-
ligiosos de la orden tan realistas como él.
De ahí que ellos procedieran en los últimos
días con el mayor sigilo en todos sus actos y
conversaciones íntimas, evitando en lo posible
avanzar una sola frase que pusiera de relieve
sus móviles delante del padre guardián ó de al-
guno de los fervorosos adeptos del viejo régi-
men.
356 E. ACEVEDO DÍAZ
— He notado agitación y movimiento en la
cindadela, — decía Fray Joaquín. •
Al pasar por la calle de San Carlos vi parado
en columna un cuerpo de la marina, en actitud
de marcha.
— ¿Irá de refuerzo?
— Tal vez. La cabeza de la columna miraba
al Portón de San Pedro.
Oí decir que se reunían á prisa todos los ca-
ballos de los carreros en el Hueco de la Cruz ....
Dos carros de munición y alguna tropa salie-
ron por el puente levadizo á las doce.
Fray Benito reconcentrado en sí mismo con la
barba apoyada en la mano, meditó un momento.
Luego dijo:
— Al trote y galope de un mal caballo se
recorren más pronto que las tropas tres leguas ....
— ¿Y bien? — preguntaron casi á un tiempo sus
colegas, excitados é impacientes.
— En el Hueco de la Cruz, en una tienda de
cueros, está José nuestro mensajero que tiene su
caballejo de cargar carne en la costa del norte;
y ahí cerca de las casernas debe encontrarse
ahora el viejo pescador Pascual en su. canoa,
echando el jorro á las mojarras. . . .
— Cierto es ... .
— Fray Pedro López podría entonces, sin pér-
dida de tiempo, llegarse al Hueco de la Cruz y
poner en actividad á José para que avise á Ar-
tigas la salida del refuerzo.
ISMAEL 357
J6sé es un muchacho de doce años; Pascual un'
viejo inofensivo ; la canoa puede conducirlo como
antes de ahora á la playa del norte en pocos
minutos, y de allí con su caballejo correrse por
la costa y los campos, en que es baqueano.
— Voy al momento, — dijo Fray Pedro López.
Pero, I quién sabe si Josecillo se atreve ! . . . .
— Es servicial y animoso.
— El padre ha servido con Artigas en las lu-
chas del contrabando, — observó Fray Joaquín.
— El aviso puede ser muy oportuno, y ningún
agente más seguro que José ....
— ¡ Veremos !
Fray Pedro López salió apresuradamente.
Era ya la una de la tarde.
Los redobles del .tambor se sucedían á cada
instante en la ciudadela, y parecía sentirse en
la atmósfera el olor de la pólvora de las Piedras
como un anuncio aciago de derrota.
Los conventuales siguieron desasosegados muy
' envueltos en sus capuchas, como en un manto
de dudas é incertidumbres, vagando por los claus-
tros, para concluir por congregarse de nuevo en
alguna celda solitaria. '
Los demás no se encontraban en mejor situa-
ción de ánimo ; susurrábanse cosas graves y co-
mentarios ardientes, á manera de rezos.
Fray Benito razonaba sobre los efectos pro-
bables del combate.
— En caso de triunfo por Artigas, — decía, —
el desaliento va á cundir en el recinto.
358 E. ACEVEDO DÍAZ
\
Pero Elío tiene mucha entraña, y los muros
muchas bocas de fuego. ¡ Contra esta coraza te-
rrible va á estrellarse todo empuje i * i
— ¿Y qué importa, si las campañas están en
armas ?
Sobrevendrá el asedio.
— Cierto es. La revolución ha armado á los
instintos, y ellos van á demolerlo todo con una
premura asombrosa quizás sin tregua ni cuartel,
porque debtruir es la obra con la fuerza del to-
rrente.
¿ Qué puede de lo viejo quedar en pie, que no
sea una mole en mitad del camino de la nueva
vida ?
Es preciso cambiar de sangre y de formas,
aun cuando cada esfuerzo sea un sacrificio y
cada abnegación un martirio.
jLos tiempos han cambiado!
Del dique ....
Fray Benito se interrumpió aquí.
Desfilaron por su memoria los cuadros que en
ella habían diseñado las recientes lecturas de la
revolución francesa, las doctrinas de Robespierre
y de Dantón, « el hombre forrado en pieles y
fierezas » de Juan Jacobo, y hasta los actos de
cruel severidad con que el movimiento inicial de
Mayo había marcado el rumbo á la ardiente y
poderosa generación del tiempo.
Figuróse quizás una victoria completa del
nuevo derecho sobre la fuerza : una sociabilidad
ISMAEL 359
dispersa, pero llena de anhelos desbordados, en
frente de leyes y de cbstumbres tradicionales
que eran enemigos más peligrosos que los ejér-
citos vencidos en los campos de batalla ; siste-
mas, organizaciones, fórmulas, ensayos violentos
en pos de la obra de la espada, tribunos impa-
cientes por avanzarse al tiempo, -muchedumbres
ebrias exhibiendo todas sus llagas y armando
todas sus cóleras para prolongar en los años el
estridor de la pelea y el delirio de la venganza
hiriendo en propia carne, como para hacer saltar
por las heridas la sangre negra que formó el mal
de herencia. •
¿Veía ya él, acaso, aparecer en la escena el
nuevo elemento de acción y reacción; el elemento
móvil, activo, indomable que venía del fondo de
la3 soledades como los leones en sus crisis de
fiebre desmelenados é iracundos, á coadyuvar
con todas sus fuerzas al ideal común de la ab-
soluta emancipación, y á pedir en el teatro de
la lucha un sitio de preferencia en nombre del
robusto sentimiento local, so pena de ganarse él
solo posiciones á hierro y fuego entre olajes de
sangre y de despojos, al punto de trucidar el
vínculo férreo de la vieja colonia y hacer perder
el eslabón en la cuenca más profunda del Plata ?
Bien pudiera ser: porque Fray Benito, fijando
sus ojos expresivos en el semblante del hermano
que le había argüido, agregaba como hablando
consigo mismo:
DÍAZ
— El dique al torrente. Ése es el problema ....
Imaginóse un pueblo que viene á la vida, al
día siguiente de un trabajo de destrucción y de
exterminio ....
Todavía arden las venas, buHe el cerebro, el
suelo está empapado, fresco está el olor de los
cuerpos muertos, la pasión del valor aun palpita
fogosa, el sensualismo de mando se acrece é in-
crepa, los nuevos, prestigios, las prepotencias que
han surgido en los campos como los árboles in-
dígenas con raíces profunda.s, las huestes insu-
bordinadas que se creen con alientos de legiones,
la autíacia agreste que se alza al nivel de la su-
perioridad mora!, lo? antagonismos crudos for-
mados al calor de la emulación y de la gloria,
el celo del pago convertido en fanatismo social
y político — en célula latente de repúblicas for-
jadas á botes de lanza — todo se agolpa y re-
crudece, se exagera y desarrolla en formas más
siniestras á los últimos resplandores del incendio
subdividiendo el principio de autoridad entre los
fuertes y reemplazando con las prácticas licen-
ciosas la regla de obediencia, que aparece en-
tonces como ley de odiosa tiranía!
El sistema imperante ha hecho refluir á las
extremidades los elementos indóciles en su im-
potencia para utilizarlos en vastas zonas despo-
bladas, y estos elementos ó fuerzas perdidas de
la economía social, sin otro vínculo entre sí que
el que ata á los seres de escala inferior que
ISMAEL 361
viven en 'república por instinto de propia conser-
vación, han llegado á crearse una atmósfera de
extraña independencia que favorece de día en
día la impunidad de los hechos y al favor de la
que los excesos se multiplican en proporción al
desarrollo de los instintos feroces.
Sólo guerras sin cuartel^ implacables luchas á
cuchillo, podrán debilitar ó destruir ese vínculo
formado en los desiertos por la licencia del gaucho
errante y la barbaría charrúa !
Como una tromba que comienza á formarse
atrayendo desperdicios y desechos á su centro de
vorágine para rodar en seguida por toda un» zona
inmensa, hinchada á su paso incontrastable con
los despojos del desastre, ocurría sele al fraile
que él distinguía en el horizonte — allá donde
hervían las irritaciones nativas — una columna
espesa de polvo y chispas que levantaban los
cascos de los potros, sacudida por un viento ca-
liente de tormenta, y que venía avanzándose desde
los aduares solitarios entre siniestros rumores.
De ahí que Fray Benito abatiera á cada ins-
tante su pensamiento reflexivo al terreno prác-
tico, y al sondar sus escabrosidades se detuviese
abismado en lo que él llamaba el problema, —
verdadera esfinge que se erguía al final de la
jornada ó del camino tal vez bajo las formas de
un tipo selecto de raza caucásica, de ojos semi
azulados y cabellera casi rubia, torso de alcestes,
bien sentado en los lomos de un bridón de gue-
362 E. ACEVEDO DÍAZ
rra, inmóvil entre las ruinas, como observando
el sitio por donde debía abrirse paso al porvenir
banderas en alto y paso de victoria, la viril ge-
neración de la epopeya.
Después de esos diálogos breves y cortados,
los frailes volvían al silencio y á la ansiedad, pa-
reciéndoles que aquel día era demasiado largo ;
y que dada la persistencia de los lejanos re-
tumbos, en vez de doscientos, debían haberse
hecho ya los combatientes dos mil disparos de
cañón.
— Todos quedarán muertos antes de la no-
che, ■*- decía con mucha gravedad Fray Joaquín.
¡ Cómo truena esa artillería del infierno !
Así las horas transcurrían.
A las cinco, Fray Pedro López trajo la nueva
de que Josecillo había partido antes de las dos ;
y de que entraban á grandes grupos en la cin-
dadela los dispersos de la batalla.
— Todos son de caballería, — decía.
El cañoneo ha cesado, y se supone prisionero
á Posadas con sus cuadros veteranos.
Pero mucho sigilo, hermanos, — añadió.
Un empecinado ha seguido mis pasos.
Ante estos informes, aumentó entre los con-
•vlentuales el grado de excitación; y al cerrarla
noche, ya no quedó duda del triunfo completo
de Artigas.
Esparcióse por todo el Real como una voz de
alarma.
ISMAEL 363
Infantería y artillería habían caído en poder
del enemigo con sus planas mayores, piezas y
banderas — y los independientes venían en mar-
cha triunfal á tender sus líneas á tiro de cañón
de la cindadela.
LVI
Antes de la victoria, los nativos se sentían
azorados dentro de muros.
La intransigencia de los europeos llegó por
entonces al fanatismo.
Montevideo, plaza fuerte de primer orden y
desde luego centro importante de arribo, refu-
gio y resistencia del punto de vista estratégico,
revestía bajo otro aspecto todas las formas ca-
racterísticas de una gran aldea rodeada de mu-
rallas, donde la vida social por su raquitis y atro-
fia no trascendía en sus mayores expansiones
más allá del foso y de los baluartes.
Verdadero villorrio militar, fundado en condi-
ciones análogas y con iguales objetos que la Co-
lonia del Sacramento, sus pobres edificios y ca-
llejuelas no servían más que para encaje de un
molde de piedra y hierro ; de modo que bien po-
día compararse á uno de esos enormes molus-
3M E. ACEVEIX) DÍAZ
eos de fornida caparazón que asombran por su
magnitud y su coraza defensiva, pero que, des-
provistos de ella, presentan luego un organismo
invertebrado, frágil é inconsistente.
La única manifestación intelectual de aquel
tiempo la constituía la t Gaceta de Alonleví-
deo s, periódico que salía por la imprenta en-
viada por la princesa Carlota, y que llevaba el
escudo de armas de la ciudad al frontis con las
banderas británicas abatidas,- con arreglo á la real
cédula que le acordó ese honor á mérito de su
iniciativa en la reconquista de Buenos Aires, en
cuya gloriosa acción fueron cogidos esos trofeos.
Emitían opiniones en esa hoja, el abogado de
los reales consejos de la audiencia de Lima Ma-
teo de la Portilla y Cuadra, — que en punto á
grado de erudición corría parejas con cualesquiera
letrado menesteroso ; y el religioso fray Cirilo de
la Alameda y Brea, quien sin materia prima para
notiibles cosas, llegó después á ser grande de
España, arzobispo de Burgos, General de la
Orden de San Francisco y Cardenal, con influen-
cia omnímoda sobre Fernando VII y sobre otros
personajes de alto valimiento en la corte.
Predominaba un espíritu de extremo celo, re-
trógrado, avieso, implacable, que á su vez en-
gendraba la intriga, el chisme, el espionaje, la
persecución, aislando entre sí las familias y ha-
ciendo difícil y hasta imposible la formación de
vínculos solidarios.
ISMAEL 365
No pocas de esas familias simpatizaban con
los independientes ; y ya hemos visto cómo hasta
entre los mismos conventuales de San Fran-
cisco tenía ardientes afecciones la causa revolu-
cionaria.
Desde el primer momento no pasó desaper-
cibido este peligro interno, doméstico digámoslo
así, á los partidarios exaltados del sistema colo-
nial; quienes, para prevenirlo en sus efectos y
desahogar sus odios contra los nativos, constitu-
yeron una sociedad ó club político bajo la de-
nominación de Los Empecinados,
Este título tenía por origen el que se había dado
en España á un célebre guerrillero, que aun en
los días de mayor infortunio para aquella he-
roica nación, persistió en su duelo á muerte con
las aguerridas tropas de Bonaparte.
La sociedad compuesta al principio de diez ó
doce miembros, aumentó bien pronto sus filas, y
en progresión geométrica crecieron entonces sus
pretensiones y exigencias, al punto de alarmar
al mismo virrey Elío, que tenía el genio violento
y la mano de plomo.
Con tan celosos guardianes de la causa del rey,
los conventuales de San Francisco tenían ojos
-que los vigilasen, y en los días de que habla-
mos, con mayor motivo.
Varias familias honorables, entre ellas la de
Artigas, habían sido expulsadas de la plaza tres
días después de la victoria de las Piedras; y éste
366 E. ACEVEDO DÍAZ
era ya un aviso serio que debía poner sobre - sí
á los entusiastas reclusos.
En una* de esas noches, después de solemne
fiesta religiosa, Fray Benito se agitaba en su
celda.
Los graves sucesos ocurridos en la campaña
en menos de dos' meses, el estado actual de los
espíritus dentro de murallas, el peligro de nue-
vas expediciones de ultramar, la energía demo-
ledora de la Junta porteña, el desarrollo asom-
broso de la acción revolucionaria : todo esto surgía
revuelto y rodaba por su cerebro, y veía al fin
desenvolverse ante sus ojos aquellos tiempos
alumbrados con luz de incendio de sus pasados
ensueños, — tiempos de perturbación profunda, de
ideales soberbios, de instintos y de pasiones po-
derosas que iban preparando las luchas formi-
dables de organización definitiva.
Luego, volvía á caer su pensamiento á plomo
con pertinacia en el médium aislado en que se
vivía, y en las fuerzas sin trabazón ni ligadura
disciplinaria que se alzaban en los campos gri-
tando guerra ....
Insistía esa noche en figurarse á esas fuer-
zas vencedoras, libres de la tutela severísima,
con el desierto por delante, dueñas ya del te-
rreno y de los beneficios dfel cambio, de una
crudeza virgen en el arranque, en la iniciativa
y en la acción, abriéndose rumbos por instinto
ó por un odio incurable á todo poder absor-
ISMAEL 367
bente; figurábaselos con sus caudillos á la ca-
beza en medio de una descomposición profunda,
recién sacudidas con la conciencia de su po-
der y de su libertad, frente á frente de las vie-
jas costumbres desafiando las tendencias unita-
rias, pero todavía sin planes fijos en una época
en que no los habían madurado los mismos ce-
rebros pensadores ; y espantábase á , la idea de
que á una lucha santa se sucediese la guerra
social con todo su cortejo de discordias, segre-
gando porciones distintas de la antigua familia
hispano - colonial.
Esos hombres extraordinarios que aparecían
acaudillando masas, improvisados en capitanes
por el acaso, la osadía, el talento y el valor,
fascinadores en su prestigio, sin otra escuela que
la imitación y el ejemplo ni otro teatro que las
soledades, llenos de resabios y de temibles per-
tinacias, ardiendo en los deseos de una vida
nueva y de un destino mejor, bien pudieran ser
los genitores de esas largas anarquías en que
se resolvían según la historia los arduos temas
de las formas políticas de los pueblos.
Estas cavilaciones eran á cada paso interrum-
pidas por la entrada de algunos de sus colegas
á la celda, los que, no menos sobrexcitados por
las cosas del día, buscaban encontrarse juntos
á cada hora en el interés de compartir las emo-
ciones violentas, las esperanzas y aun las dudas
que les sugerían los sucesos pasados y la crisis
del presente.
868 E. ACEVEDO DÍAZ
Fray Joaquín Pose creyó sin embargo, dis-
creto, que esa noche como en la anterior se hi-
ciese teintulia en el refectorio, y se departiese
con mucho tino sobre las ocurrencias profanas.
Los demás acogieron bien esta indicación, como
si presintiesen un peligro, y fuéronse todos á
reunirse poco á poco en el local designado.
Fray Benito fué el último en entrar, y al ha-
cerlo notó al primer golpe de vista que en el
refectorio no había otros conventuales que Fray
Joaquín, Fray Pedro y cinco hermanos más.
— Extraño es, — dijo en voz baja, — que á esta
hora sólo estemos aquí reunidos ocho. . . .
— Eso mismo observábamos nosotros en este
momento, — repuso Fray Pedro en el mismo
tono. — Creo, hermano, que algo se trama.
Fray Benito movió la cabeza y sentóse en un
sillón de baqueta.
— No nos cogería de sorpresa.
El virrey está colérico, y los empecinados nos
señalan con el dedo.
— El ruido del escopeteo en la línea debe
exasperarlos más; pues todo ha podido prever
Elío, desde que Buenos aires adoptó su fór-
mula del año ocho: Cabildo abierto y Junta de
gobierno; menos que fuere, el entonces teniente
de blandengues, quien venciera sus mejores tro-
pas y estrechara el asedio.
— : Así es, — afirmó Fray Benito, cuya mirada
se iluminó de súbito.
ISMAEL 369
Y como recogiendo materiales en su memoria,
a^ñadió de allí á poco:
— Cuando un día aventuré yo aquí un juicio,
diciendo que la iniciativa de Elío . era como el
primer germen de una idea revolucionaria, y fui
redargüido, dejé al tiempo que lo confirmase ....
En ese tiempo estamos, hermanos.
Es su fórmula aceptada como tal, con otras
tendencias y fines, la que ha armado ejércitos
y lo ha encerrado en eifta jaula de piedra.
— De la que difícilmente saldrá victorioso, —
dijo Fray Joaquín.
Se marcha á tambor batiente, y las cosas pa-
recen tocar á su término.
— Que se rinda Montevideo es lo poco pro-
bable, — repuso Fray Benito con aire de duda;
— y mientras se mantenga firme Elío, la Junta
de España ha de pugnar por robustecer su
acción.
Esta ciudad ofrece á las expediciones milita-
res y á las escuadras un punto de apoyo ines-
timable por su posición geográfica, su puerto, sus
«añones y murallas.
En tanto sea conservada bajo el dominio, la
madre patria puede acariciar la ilusión de que
sus esfuerzos no serán estériles ó aventurados
por lo menos, desde que tiene abierta una puerta
en América para el paso de sus ejércitos hacia
el interior, y un arsenal poderoso con que pro-
veerlos en todo tiempo sin dificultades ni peligros.
24
370 . E. ACEVEDO DÍAZ
Perderla, ó facilitar su acceso i los indepen-
dientes que conocen su importancia, sería una
prueba de impericia de que no creo capaces á
los generales .españoles.
En esta región, su fuerza está aquí.
Rendida la plaza, desaparecería con ella el cen-
tro de su actividad militar y el nervio de resis-
tencia.
— Los franceses arrecian 'por allá.
— También cargan los agredidos, y puede
cambiarse de repente la fortuna
Mi afecto decidido por la causa de América,
y mi amor por el país en que hemos nacido, no
me arrastran hasta el punto de desconocer en la
nación que nos ha dado su idioma y sus hábi-
tos buenos y malos, esa virilidad patriótica y
esa pasión guerrera perseverante de que ha ofre-
cido tantas veces, y está dando ahora mismo
ejemplos al mundo.
La guerra podrá ser más ó menos larga y
sangrienta en la península, y una sucesión de
contrastes y derrotas podrá también hacer sospe-
char un éxito desastroso ; pero, la fibra ha de re-
sistir y triunfar también sobre las combinaciones
deleznables de un gran capitán afortunado.
Una prueba elocuente de ese vigor de raza,
y de _esa fe en sus destinos, la tenemos en la
Tersistencia obstinada con que sostiene en Amé-
rica sus pretensiones de dominación absoluta. . . .
En esto, Fray Luis Faramiñán, que cruzaba por
ISMAEL 371
un corredor, entróse de improviso en el refectorio
con el dedo en la boca y el semblante demu-
dado, diciendo muy quedo: •
— ¡ Silencio, hermanos ! . . . .
Los frailes quedáronse mudos, arrebujándose á
prisa en las capuchas.
Uno se hincó en un extremo, de espaldas á la
puerta, murmurando entre dientes una oración.
Otro desprendióse rápido el rosario y púsose
á pasar las cuentas entre sus dedos; y Fray Be-
nito que tenía el mate eri la mano, lo colocó á
prisa en la mesa, para coger un breviario que allí
estaba abierto.
Los demás permanecieron quietos presintiendo
un peligro grave, ó la aparición en el refectorio
del mismo virrey Elío con su cabeza deforme y
asustadora, móvil sobre un cuello corto y mo-
rrudo, sus ojos redondos y saltones, sus pelos
erizados, su gesto de arrebato implacable y su
zarpa fornida de soldado atleta en perpetua ame-
naza sobre el puño del espadón.
Fray Luis, por su parte, comenzó un paseo
lento con los brazos en cruz y la mirada en el
suelo.
Sentíase en el corredor el ruido de una espada.
Después oyóse claramente el que hacían las
culatas de varios fusiles, al descansarse en el
piso con violencia.
Los religiosos que se habían quedado en sus
asientos, formaron círculo, y comenzaron un rezo
á media voz . . .
N OTAS
Pág. 30. — Jorge Pacheco. — El capitán don Jorge
Pacheco, padre del que más tarde fué general Melchor
Pacheco y Obes, desempeñó en los últimos años del
pasado siglo el cargo de Preboste de la Hermandad.
En el ejercicio de tales funciones fué un perseguidor
tenaz del contrabando en las fronteras del este y
norte, librando por entonces verdaderos combates con
gruesos grupos de hombres avezados á la lucha.
Capaz de estimar las prendas de carácter de José
Gervasio Artigas, con quien más de una vez sustentó
cruda refriega, el capitán Pacheco se empeñó, en com-
pañía del hacendado don Antonio Pereira, para que
se diese á aquél una plaza de ayudante mayor en el
cuerpo de caballería denominado ^Blandengues".
Tanto Pacheco como Pereira, eran amigos de don
Martín J. Artigas padre dé José y ganadero de va-
limiento, muy conocido y apreciado en el país.
La inflaencia del antiguo Preboste prevaleció en el
ánimo de la autoridad colonial; pues era su opinión
á ese respecto muy digna de ser oída y aceptada, á
378 NOTAS
partir de que pocos como él podían dar testimonio
del prestigio y poder de sus adversarios.
La plaza fué acordada ; y desde ese momento el
cuerpo de Blandengues empezó á prestar importantes
servicios á la ganadería y á las industrias nacientes.
El capitán Pacheco, el año XI, adhirió al movi-
miento encabezado por Artigas, contribuyendo á la
sublevación de las milicias en la jurisdicción de Pay-
sandú.
En esta empresa fué acompañado por el cura de la
villa don Silverio Martínez^ que fué conducido preso
á Montevideo; por el presbítero don Ignacio Maestre,
por los ganaderos don Miguel y don Saturnino del
Cerro, herido y muerto por sumersión este último en
el Salto; y por don José Arbide, guipuzcoano de ori-
gen, por cuyo ardimiento sufrió la misma suerte que
el cura Martínez.
En la nota referente al suplicio de " enchipamiento ",
volveremos á ocuparnos del capitán Pacheco.
Pág. 114. — Fernando Tobgüés ú Otorgues. — Fer-
nando Torgués ú Otorgues (como él firmaba), acep-
tando la corrupción de su verdadero apellido así des-
figurado por la jerga campesina, era primo de don
José Gervasio Artigas, y fué más adelante uno de sus
jefes de vanguardia; aun cuando por sus excesos en
la gobernación interina de Montevideo, después de la
retirada de las tropas argentinas, debía decaer, como
decayó en la gracia.
Se ha dicho de él, concediéndose tal vez demasiado
á la tradición oral, que, arrastrado por sus violentas
pasiones y odio profundo á sus enemigos, gineteó
NOTAS 379
más de una ocasión con espacias en las espaldas de
los "godos".
Pero este cargo no ha sido hasta ahora confirmado
por documento alguno ni testimonio fidedigno.
En cuanto á su carácter y á la índole de &as
actos^ el lector encontrará un fiel esbozo en el texto.
Este terrible montonero en las duras guerras que
se empeñaron por la autonomía local, fué el vencedor
en Espinillos del barón de Holemberg, á quien tomó pri-
sionero, así como al comandante Hilarión de la Quin-
tana, oficiales é individuos de tropa, respetando sus vidas.
Según una versión autorizada, no sucedió así des-
pués del combate de Guayabos, en que fué también
completamente batido el coronel don Manuel Borrego.
El autor de esta versión dio á la publicidad en el
Semanario Mercantil de Montevideo, por el año de
1825, una nota del general Soler al coronel Borrego,
fechada en el cuartel general en la Florida el 28 de
Biciembre de 1814, en la que le comunicaba la si-
guiente orden del Birector supremo:
"Todos los oficiales, sargentos, cabos y jefes de
partida que se aprehendieran con las armas en la
mano, serán fusilados, y los demás remitidos con se-
guridad á la parte occidental del Paraná, para utili-
zarlos á la patria en otros destinos, debiéndose ob-
sejvar el mismo sistema con los vagoc y sospechosos,
para que el terrorismo produzca los efectos que no
pueden la razón y el interés de la sociedad."
Esta nota se hallaba original en poder de Artigas,
quien proporcionó copia de ella al autor de la versión.
Afirma éste, que después de aquel decreto directo-
rial, tuvo lugar el combate de Guayabos.
380 NOTAB
Torgués cogió prisioneros algunos oficiales, los reunió
y les dijo que leyeran aquel decreto inhumano, y en
seguida mandó ejecutarlo en sus personas.
De esta manera, en aquellas luchas sin ejemplo, el
rigor cruel del Directorio llegó á ser aplicado á sus
propios servidores con la dureza de la pena del Tallón.
Con todo, después del combate mencionado, cuando
algún oficial porteño caía prisionero, se le mandaba
leer dicho decreto, pero no se ejecutaba,
Pág. 185. — Enchalecar ó enchipar. — El encha-
lecamiento ó enchipamiento, como decían los gauchos,
era un género de suplicio excepcional y único.
El primer término da de ese suplicio una idea en
cierto modo exacta, aunque en vez de chaleco pudiera
mejor calificarse de camisa de fuerza el instrumento
empleado para poner á buen recaudo al reo ó al sim-
ple detenido.
En las vastas y desiertas campañas orientales, do-
minios del contrabandista y del ^ matrero ^^ á fines del
siglo pasado, los cuerpos de vigilancia tenían que acam-
par lejos de los escasos núcleos de población que por
otra parte, carecían de cárceles ó de presidios. En
campo raso poco uso se hacía de las esposas y grille-
tes, y las ligaduras con ''lazo" ó ''maneador", según
los que aplicaban el suplicio, no ofrecían seguridad
bastante; y de ahí que se adoptase el ''enchaleca-
miento " como el medio más eficaz.
En una piel fresca de vaca ó de potpo en su defecto,
se envolvía y liaba al preso en forma de rollo ó ciga«
rro, ciñéndosele por los pies, el vientre y el pecho, y
dejándole únicamente la cabeza libre. Las manos esta-
NOTAS 381
ban atadas, á más de recubiertas por los pliegues del
cuero. Aun cuando el semblante de fuera permitía al
preso respirar, lo era con ansia y fatiga. Este prin-
cipio de asfixia llegaba á tomar desarrollo é incremento
así que el sol y el aire constreñían la piel y conver-
tían su elasticidad en durísimas arrugas, apretando
músculos y huesos con violencia á medida que se
secaba. Por lo común, el paciente sucumbía á esta
presión horrible entre espasmos y sudores.
Atribuíase á un Preboste la invención ; pero, no se
ha logrado aún constatar que él la aplicase sólo en el
período revolucionario, no faltando quienes aseveren
que el suplicio tenía origen colonial.
Ese Preboste era el capitán don Jorge Pacheco, á
quien hemos exhibido en las primeras escenas de este
libro.
El periódico El Oriental que aparecía en Montevi-
deo en 1829; en su número 12^ al referirse á los prin-
cipales autores del movimiento revolucionario de Febrero
de 1811, registra lo siguiente :
" En la villa de Paysandú, fué uno de ellos el capi-
tán retirado don Jorge Pacheco padre del general
Pacheco y Obes, á quien se atribuye haber inventado
el cruel castigo de ^ enchalecamiento " ejercido contra
los españoles en los primeros años de la revolución.
Don Jorge declaraba que había abrazado la carrera
militar para exterminar á los ladrones^ persiguiéndolos
á muerte, tanto que cuantos cogía, cuando se hallaba
sin prisiones ni cárcel segura en que custodiarlos los
enchalecabay los retobaba y los encoletába para que no
se escapasen. ^*
8e ha dicho por más de uno de los que escriben
382 NOTAS
historia sin documentos, que Artigas aplicaba este medio
de seguridad ó de represión en la famosa Mesa en el
Hervidero y aun en el Ayuí; pero este aserto, nacido
más bien de la animosidad contra el caudillo que del
rigorismo histórico, no lo avanzaron en su tiempo los
mismos implacables adversarios que no tenían escrú-
pulo alguno en atribuirle, por convenirles así, todo género
de crueldades. Lo que la tradición oral establece como
verosímil, ya que no como evidente, es que el "' encha-
lecamiento " fué invento exclusivo de los prebostes del
rey ; hecho concebible en aquellos tiempos del» contra-
bando y del bandolerismo en que el despoblado servía
de teatro irreemplazable á un drama de sangre perma-
nente.
Pág. 195. — Perico el Bailarín. — Este valiente
ríograndense, que en unión de Venancio Benavides se
alzó en armas en Febrero de 1811, había sido capataz
de la estancia de don Cayetano Almagro y llevaba ya
años de residencia en el país cuando acaeció aquel
suceso memorable.
De la epopeya y perfiles salientes de este personaje,
trazados conforme á datos de rigurosa fidelidad histó-
rica, el lector habrá formado juicio por lo que en el
libro acerca de él narramos.
Viera se sublevó contra el régimen colonial por pura
amor á la libertad^ según propias declaraciones reco-
gidas de sus labios por más de un testigo irrecusable.
Las personalidades con él descollantes en este movi-
miento, aparte de Benavides, lo fueron el capitán de
milicias don Celedonio Escalada, español, y los -dos
hermanos Pedro Pablo y Santiago Gadea, hijos de So-
riano.
NOTAS 383
Como se dice en el relato, con sujeción á la verdad
estricta, Viera era un zanco de rara habilidad; de ahí
que el peonaje de capilla Nueva le motejara con el
apodo de Perico d bailarín.
Merced á sus ^ pericones '^ en zancos, la anuencia
de vecinos y aun de gauchos errantes era considerable
en el establecimiento á su cargo.
En estas reuniones :il raso empezó á nacer su pres-
tigio de pago ; prestigio bien cimentado^ porque eran
verdaderas las simpatías que lo incubaban y difundían.
Viera hizo en la guerra lo que un hombre brioso y
esforzado.
Separado Artigas de la Junta, aquél siguió al ser-
vicio de ésta con el grado de Teniente Coronel, aban-
donando al caudillo para siempre.
Después, Perico el bailarín desaparece en medio de
las borrascas formidables de esos tiempos ; cesa de
sonar su nombre, y apenas se sabe que sucumbió de
dolencia natural en su provincia nativa, transcurridos
muchos años desde aquel de sus proezas.
■
Pág. 271. — Venancio Benavides. — Benavides tenía
talla de caudillo, prues reunía todas las condiciones físi-
cas y aptitudes morales para imponerse y dominar.
De estatura muy elevada, recio, membrudo y de un
vigor extraordinario, era su organismo á propósito mo-
delado para sobresalir en la hueste y atraerse el pres-
tigio por el hechizo del músculo. Ginete duro é incan-
sable, su actividad rayaba en prodigio.
En sus jornadas de hipógrifo aprendían los jóvenes
gauchos á formarse muslos de acero, á soportar ani-
mosos el insomnio^ el hambre y el frío, y á robusto-
CGT BUS inBtintoB locales con una coDtinna acción mili-
tante.
Carácter lleno de fuerza y corazón rebosante en bríos,
demaeiado entero para vivir de otra cosa que de odios
y de amores, este criollo de pasiones no admitía ri-
vales ni consejos.
Abrigaba la ambición, hasta cierto punto legítima, de
acaudillar las caballerías crien tales después de los
triunfos de principios del a&o XI, antes de la venida
de Artigas.
A pesar de sus reaervas descúbrese ese intento en
una carta que dirigió al virrey Elío desde sn campa-
mento La Paragtiaya, con motivo de la proclama lan-
zada por éste en Abril de 1811 ; carta que registra la
Gaceta db Hítenos - Aires en su número 41. Benavides
dícele á'Elío que "<í siete mil hombres dispuestos no
se conquista con popeles."
Mandar en jefe esa numerosa hueste era 6. no du-
darlo su más ardiente anhelo ; y por algún tiempo
acarició la iluaiún de que la Junta le discerniera el cargo.
No fué así, sin embargo.
Ese honor estaba reservado para Artigas que en
rigor era quien, sin desconocerse pOr esto los méritos
contraídos por Benavides en las acciones del Coila, San
José y la Colonia, había levantado y movido la masa
poniendo en juego todos los medios que le proporcio-
nara su vasto prestigio.
Por otra parte, ni la Junta hubiera podido proceder
de otro modo en su previsión y conocimiento de hom-
bres y cosas, ni Artigas podía inquietarse por el celo
de Venancio, convencido como lo estaba de su popula-
ridad y valimiento.
NOTAS 385
Cuando llegó investido del mando^ el disgusto de
Benavides fué profundo. Acaso porque veía en él una
entidad superior por la universalidad del prestigio, y el
conocimiento nada común que poseía sobre el terreno
y el adversario á combatir.
A los efectos del desaire, adunó él entonces una
manifiesta animosidad contra el archi - caudillo, y que
no le fué posible sustentar con aplomo en el escenario
de sus primeros triunfos.
Alojóse después de la toma de la Colonia, para no
volver más á sus viejos pagos ; ulcerado, más que
descontento.
Con el grado de Teniente Coronel siguió al servicio
de la Junta de Buenos Aires.
Esta Junta que, producidas las diferencias con Ar-
tigas, se esmeró en todo momento en sustraer á la
influencia del caudillo todos los hombres de alguna
importancia que se habían formado á su sombra,
encaminó á Benavides hacia otro centro de acción, en
la imposibilidad de oponerlo como antagonista al ven-
cedor de las Piedras.
Benavides se dirigió á las provincias del norte, donde
ardía también la guerra y abría campaña el ejército
del general Belgrano.
En este campamento tuvo un desagrado con su jefe
inmediato, y pasóse entonces con uno de sus hermanos
á las tiendas del enemigo en momentos del desastre
de Cochabamba.
El general Tristán le dispensó buena acogida, reco-
giendo de sus labios todo género de revelaciones acerca
del estado del ejército de Belgrano.
Hecho el avance por las tropas realistas, encontróse
25
386 NOTAS
t
en las dos batallas que se libraron, bajo las banderas
españolas ; y en la de Salta^ después de esforzarse por
alentar inútilmente á sus compañeros, fué á colocarse
espada en mano frente á una empalizada que él domi-
naba con su cabeza, y allí una bala le rompió el crá-
neo " guardando en su rostro — según las palabras de
un historiador, — el ceño terrible con que le encontró
la muerte. "
Pág. 271. — Balta. — Baltasar Vargas, como su her-
mano Marcos, paraguayos de origen, residían en el
distrito de Porongos á la fecha del levantamiento, y
gozaban en su pago de considerable inñuencia. Merced
á ésta pusieron pronto eií armas al vecindario, y ma-
niobraron hábilmente efectuando su junción con las
fuerzas de Benavides y Manuel Artigas, contribuyendo
en primera línea á la toma de San José.
El mayor de los hermanos era conocido entre el
paisanaje con el nombre de Balta. Oficial activo y va-
leroso, montaba la gran guardia avanzada en el asedio
de Montevideo del año XII.
En ese servicio importante fué atacado de sorpresa
y cogido prisionero por la tropa española, ,que en su
salida lo arrolló todo en gruesas columnas hasta al-
canzar el Cerrito, en donde cargó de improviso á los
patriotas y hubo de obtener la victoria, á no ser una
de las balas . disparadas por los pardos de Soler que
postró en la falda mortalmente herido al bizarro bri-
gadier Muesas.
Como casi todos los caudillos que recibieron en su
tiempo grados y honores de la Junta de Buenos Aires,
Vargas había vuelto su espada contra Artigas y servía
á las órdenes del general Rondeau.
NOTAS 387
Tiempos después de aquellos primeros combates
gloriosos, en que él supo ilustrar su nombre, regresó
á su suelo nativo llevando prácticas é ideas que esta-
ban en abierta pugna con el sistema despótico allí
imperante. Los ejemplos de ambas riberas del Plata
no eran los más á propósito para aquella sociedad que
vivía del aislamiento y de las reglas conventuales. Pero
como había hecho méritos para aspirar, el sentimiento
de la patria lo llevó lejos; y cayó al fin envuelto en
un plan de rebelión, que al abortar como tantos otros,
no trascendió fuera de aquella hermosa zona sometida
á la oscuridad y al silencio. Balta murió en el ban-
quillo, por orden del Dictador Francia.
Pág. 314. — Francisco Bicüdo. — El capitán Fran-
cisco Bicudo, ríograndense como Viera, llevó hasta el
sacrificio supremo su lealtad por la causa generosa de
nuestros abuelos.
Había sido invadido el territorio en su parte norte
el año XII por un ejército portugués á las órdenes
del general Diego de Souza, quien vewía ejerciendo
crueles represalias.
El capitán Bicudo al frente de una fuerza aguerrida
se bate en retirada, acosado de cerca por tropas nume-
rosas; y cuando ya no le es posible mantenerse en
campo raso, éntrase con setenta orientales en la tres
veces heroica villa de Paysandú, y allí se encierra,
rechazando altivo la intimación de deponer las armas.
Llévale el ataque una fuerza reglada seis veces supe-
rior en número, y acaso en disciplina; y contra ella
combate por largas horas enérgica y virilmente sin
esperanza alguna de socorro.
♦•
388 NOTAS
Al final de esta jornada digna de un cant» de Ho-
mero, la tropa vencedora penetra en el recinto; y de
los setenta soldados que lo^ defendían sólo encuentra
siete hei'idos.
Entre los sesenta y tres muertos, confundido y cadá-
ver también, estaba el bravo capitán Bicudo.
Consig. en las Mera, Inéd, del brigadier general Díaz.
Pág. 337. — La hüejste de Manuel Francisco Ar-
tigas. — Para esta hueste inquieta y disciplinada á
medias, como para las demás, empezaban recién los
tiempos heroicos.
La fuerza de la ola revolucionaria debía empujar la
milicia de Manuel Francisco Artigas compuesta de fíe-
ros montaraces de los valles de Maldonado y de la
sierra de las Animas, hasta las zonas del setentrión y
hasta el trópico envuelta en un torbellino de fuego. y
de gloria ; pero ya transformada de simple milicia en
legión aguerrida bajo el mando del coronel Manuel Vi-
cente Pagóla.
Los centauros bravios que habían salido de sus pa-
gos, como escondidos en los lomos entre crines y me-
lenas, de mirar soberbio y fuerte aliento de libertad
salvaje, se convirtieron en fusileros, granaderos y vol-
teadores ; á la sombra de su bandera que hecha gi-
rones cuelga hoy de las bóvedas de un templo^ cruzaron
comarcas y soledades ungiendo con su sangre junto á
sus hermanos la redención de un continente, y al fin
cayeron exterminados por el plomo y el sable en los
campos de Sipe - Sipe, legando ejemplo perdurable de
honor y de bravura militar.
£n aquella infausta jornada cargó dos veces á la
• •
NOTAS 989
bayoneta/ y las dos veces fué detenido por contraorden
encima del fuego nutrido, replegándose siempre en
orden á su línea. Fueron sua restos los últimos en
abandonar el teatro de la acción ya sin su jefe, que
se había retirado herido, y dejando sembrado el centro
con los cuerpos de sus valientes. '
Este fué el destino de la hueste de Manuel Fran-
cisco Artigas, y ése, el fin glorioso del regimiento
9 de línea.
Pág. .339. — EüSEBio Valdenegro. — Eusebio Val-
denegro era oriental, como Rnfino Bauza, Manuel Vi-
cente Pagóla y Ventura Vázquez, distinguidos jefes
del glorioso ejército de línea que dejó dos lustros
sembrados de victorias.
El año X Valdenegro y Leal aparece dedicando á
la Junta una canción patriólica; el año XI era te-
niente de ejército, correspondiéndole honrosa participa-
ción en la victoria de las Piedras. En el siguiente al-
canza el grado de mayor general con brillante foja de
servicios; tres años después, el Cabildo acuerda que, en
memoria del celo y energía con que defendió la liber-
tad y derechos de sus conciudadanos, fuese obsequiado
á la par de Artigas, de Soler, de Álvarez y de
Viamont, con un sable que se encargaría á Londres,
en cuya hoja constarían inscritas las causas que da-
ban mérito á esa resolución ; un mes después, el
mismo Cabildo -gobernador le confiere el grado de
general de los ejércitos de la patria.
En ese mismo año XV, un tribunal militar parcial,
al solo fin de propiciar para la Junta las simpatías
de Artigas, condenaba á muerte al comandante del
39^ NOTAS
regimiento de guías del ex Directorio sargento ma-
yor don Antonio Díaz y al teniente coronel de inge-
nieros don Enrique Paillardelle. El coronel Valdenegro,
presente en el consejo de guerra, dijo que aquello era
una crueldad. Echóse entonces á la suerte la vivía de
los reos ; y tocóle la negra á Paillardelle, que marchó
en seguida al suplicio.
Soldado en 1& verdadera acepción de esta palabra,
Eusebio Valdenegro tenía sólidos méritos é imponde-
rable arrojo. Condenado con otros al destierro por el
Directorio en 1817, dirigióse á Norte-América con su es-
posa ó hijos. Supónese que murió en un lance de ho-
nor en Baltimore.
Pág. 339. — Valentín Gómez. — Fué á este presbí-
. tero, vicario de Canelones^ y después espectable figura
en la capital del antiguo virreinato, á quien entregó
su espada el capitán de fragata don José de Posadas,
una vez rendido á discreción en la batalla de las
Piedras.
f
ÍNDICE
. Págs.
1 5
II 16
III 30
IV 37
V 42
VI. 48
VII 55
VIII. . . 60
IX 72
X 78
XI 85
XII 93
XIII 97
XIV loe
XV lio
XVI 117
XVII , .... 123
XVni . . 130
XIX 136
XX 141
XXI 148
XXn 154
XXIII ' 160
XXIV .' 174
I
• •• I .
392 , ÍNDICE • ■ > •
XXV? 185
XXVI 189^
XXVII ' 194
XXVjn íl . . . 200 •
XXIX •206
XXX . 21§
XXXI 220
XXXn 226
XXXni 234
XXXIV. 238
XXXV ' 244
XXXVI 248
XXXVII 253
XXXVIII 256
XXXIX 2G3
XL 268
XLI 273
XLII 277
XLIII 283
XLIV 293
XLV .... 297
XLVI 303
XLVII . . - 309
,. XLVm 314
XLIX 321
L 328
LI.' 331
Ln 338
Lin 341
LIV 346
LV 352
LVI 363
Notas 377
3
*b